sábado, 23 de octubre de 2010

Sin aire 3/3

―Hoy volveré a urgir a la asamblea―. A lo que añadió, frotándose satisfecho las manos―, cada vez logro convencer a alguien más. Y cuando lo consiga con toda la cámara, impondremos el deber, a todas las mujeres embarazadas, de aplicarse la proteína de la adolescencia.
―Pero eso provocará la metamorfosis en el feto. El recién nacido carecerá de pulmones y solo respirará por las branquias ―exclamó ella con pasión.
―De eso se trata. Se acabarán los peligros y molestias que nuestros hijos padecen ―repuso dando la espalda a su esposa.
―No dudes que me opondré. Me oirán...
―Ya está bien ―explotó él. ―Actuarás como se te supone.
―No me grites.
―¡Que no te grite! ―rugió el hombre, rojo de rabia e impotencia por la porfía de la madre de sus hijos―. Sólo faltaría que, también aquí en mi propio hogar, disimulase.
El niño abrió los ojos. No tenía ninguna gana de dormir.
―Mamá, ¿cuándo me dejarás subir a jugar con los demás?
―Pronto, cariño ―ella observó a su marido que cabeceaba enfadado. Luego, ignorando la acritud del hombre, se entretuvo en el panorama que divisaba desde la entrada a la vivienda. Los órganos de la vista, a pesar de su adaptación, no permitían abarcar mucho a aquella profundidad. Ya a pocas brazas las formas se hacían inciertas, y desaparecían por completo más allá, tras la ondulante cortina de agua; los tonos moribundos de los objetos resultaban indistinguibles entre sí, fundiéndose unos con otros hasta convertir lo variado en uniforme, un único muro monocromo que rodeaba todo el horizonte. Arriba, en la bóveda, que era la superficie del agua, unos brillos fugaces se descomponían tan pronto la vista los trataba de seguir; tan solo promesas que nunca precederían ―para seres encerrados en el piélago como ellos― a la realidad de su verdadero origen solar. Fomentar la esperanza en que de su contemplación resultara algún consuelo carecía de misericordia.
Desesperanzada, la madre se estaba dejando llevar por su pesimismo al hacer balance de todo lo negativo de la vida en las profundidades. Aun con todo lo malo que era aquella existencia había una cosa que la mortificaba por encima de lo demás: el frío. Lo más molesto del medio subacuático era esa sensación de frialdad que nunca les abandonaba, una mano helada que los atenazaba por siempre, de la que nunca se podrían escapar. Ese ahogo asfixiaba todo lo que de bueno sucediera en sus días convirtiendo la existencia en el lecho marino en angustia. Vegetaban encerrados en las fauces de un inmenso depredador, muriendo hasta morir, olvidándose de vivir.
Como una manera de escapar a toda su tribulación, recordaba su propia niñez en la playa. El Sol calentaba, las formas eran nítidas y, sobre todo, los colores producían felicidad. Los rojos, los amarillos..., el propio azul no era ese tono mortecino del mundo subacuático. La conclusión que presentía era clara: la historia del hombre verdadero sucumbió a la gran sequía, y desde entonces lo que fuera que hiciesen bajo el océano no alcanzaría nunca estatura humana. A pesar de lo que dijera él, estaba segura de que sí había un propósito en el hecho de que la naturaleza se hubiera molestado en mantener la respiración aérea durante la niñez. Y no había que reflexionar mucho para darse cuenta del porqué: la verdadera vida, la de la superficie, pertenecía a los niños. Únicamente ellos la vivían, y el adulto debería velar por que así fuera. Todo lo que le sucediera al hombre tras la metamorfosis no se debería llamar vida, aunque tampoco muerte, a lo sumo sería un tercer estado entre la una y la otra.
Lo que intentaba hacer su marido era eliminar el primero, el de la verdadera vida, condenando a la especie a una existencia desarraigada de su paraíso. Había un propósito divino en la niñez anfibia y, tras los proyectos del padre de sus hijos, una apostasía.
Ahora su pequeño esperaba con impaciencia a que las piernas cobraran la fuerza suficiente para caminar. Cuando la naturaleza se lo permitiera le dejaría ascender con los demás. Y dentro de unos años, tal vez él también miraría a su alrededor con aprensión recordando los momentos de felicidad, cuando respiraba aire. Posó su mano sobre el vientre y con un sobresalto dio en preguntarse si a su próximo retoño le robarían ese misterio, que la naturaleza les otorgaba, de sobrevivir en ambos ambientes.
―Eres el único que anda a vueltas con ese tema. ¿No temes que nadie recoja tu testigo si faltas? ―preguntó ella con tono aparentemente conciliador.
―No faltaré. Con los rivales que tengo, sin duda el escaño que ocupo volverá a ser mío la próxima legislatura. Tiempo más que suficiente para lograr convencer a la asamblea ―contestó el individuo, seguro de sí mismo, creyendo que su esposa se refería a las elecciones.

Sin aire 2/3

En una casa, en el lecho marino, la madre cantaba una suave cancioncilla a su pequeño. El esposo, mientras, la miraba perplejo.
―Nuestros hijos siempre vuelven llorando de arriba ―el individuo caminaba por el atrio a grandes zancadas mesándose las branquias del cuello.
―No es verdad. Quizá alguna vez, pero la oportunidad sí que llega. Si no un día, al siguiente ―puntualizó la mujer con voz muy suave, abrazada a la criatura.
Pero el hombre continuó su monólogo de lamentos: ―que no les dejamos divertirse, se nos quejan. Como si prohibírselo fuera por gusto nuestro. ―Y añadió, como justificándose― el clima al aire libre, reseca nuestra piel y llega a quemárnosla, cuanto más la de ellos. Y además ―recalcó ceñudo―, cómo van a jugar si sus pequeños pulmones apenas dan para mantenerse inmóvil respirando.
―No es para tanto. ¿Recuerdas tú haberte asfixiado, o abrasado? ―El tipo consideró la pregunta sólo para enfadarse aún más. Abrazada al niño, y sin mirar a su interlocutor, la madre terminó su alegato ―es verdad que una climatología muy adversa nos hace daño, pero, teniendo prudencia, no hay que temer.
El otro no se arredró por las puntualizaciones, sino que eligió otra manera de enfocarlo: ―No entiendo por qué quieren jugar en el duro suelo donde cualquier mala caída puede abrir una brecha.
La mujer, entonces, levantó la vista con un cierto reproche en su quebrada frente.
―Ya he oído tus peticiones en el senado muchas veces y no quiero que vuelvas a hacerlas. ¿Acaso no quieres ver a tu hijo feliz? ―ella se tocó el vientre con afán protector. Un gesto que repetía con cada vez más frecuencia.
―Tú no comprendes el lado práctico de las cosas. Solo sabes defender ese punto de vista ridículo con cabezonería ―el tono de voz de él se estaba volviendo agrio.
―No entendemos por qué ―respondía la mujer sin escucharlo―, pero el hecho es que nacemos con los órganos respiratorios de nuestros antepasados aéreos. Mientras dura nuestra infancia respiramos aire y agua, podemos subir a la superficie y vivir aquí abajo. Y cuando dejamos de ser niños sufrimos la metamorfosis. Los pulmones desaparecen y ya sólo tomamos oxígeno a través de las branquias. Es un misterio, pero ha de tener un significado.
―Tonterías dogmáticas. No hay ningún misterio, sino falta de racionalidad. Poseemos los conocimientos, y podemos enmendar el error que cometió la evolución natural. Somos seres de agua, no criaturas ambiguas, por lo que lo lógico será adaptar nuestro organismo exclusivamente a la vida acuática, aun antes de nacer ―él levantó la mano con ademán incontestable para hacer callar a la mujer, y sin interrumpirse prosiguió―. Muchos niños mueren ahogados, ¿sabes? Te recuerdo que el cerebro no controla las branquias hasta unas semanas tras el parto: nacemos respirando aire. Además, el doble sistema respiratorio con que nacemos es el culpable principal del largo período de gestación de más de dos años. Una simplificación en la fisiología acortaría el embarazo y, por tanto, los peligros para madre y criatura. Creo que en eso me darás la razón ―no obtuvo más respuesta que un abrazo de la madre a su hijo.
El hombre movió, nervioso, los brazos para nadar, elevando su cuerpo hasta la parte más alta del tejado palaciego. El grupo de niños que salió aquella madrugada volvía. Nadaban en silencio, decepcionados. El guía del grupo saludó al hombre con la mano.
―Otro día seco ―dijo el guía-jefe que cargaba en un brazo con el equipo de supervivencia, básicamente un contenedor de agua y tubos para poder sobrevivir al aire libre.
El hombre observó al tutor despedir a los niños que se dispersaron sobre la aldea. Luego, retrocedió de nuevo hasta la mujer.

jueves, 21 de octubre de 2010

Sin aire 1/3

Otra jornada sin llover, y ya iba para varias semanas.
Sin despuntar aún el día, nadie dudó sobre el tiempo que les esperaba en las próximas horas. El cielo, surgiendo del negro mate nocturno, había cogido tono de charol, y, como un ejército en conquista, la ola de brillo que recorría el firmamento desde oriente iba apagando una a una las estrellas. Los signos no presagiaban sino sequedad y sofocante calor bajo el dominio del astro rey.
El guía-jefe decidió, tras hablarlo con los demás ayudantes, suspender la excursión por tierra. A pesar de la decepción que supondría, no quedaba otro remedio: los niños debían volver a sus casas pues el día no acompañaba.
Uno de los chavales tomó una piedra y la arrojó con rabia al cielo.
―Vamos, no te enfades. Nadie tiene la culpa ―el tutor empujaba cariñosamente al crío para reintegrarlo al grupo.
Habiéndose asegurado de que no faltaba nadie, los guías iniciaron el camino para volver por donde habían venido. Lentamente y con las cabezas gachas, la dolorida procesión se abría paso por el arenoso sendero. Un crispado hilo que partía por medio el páramo en dos hemisferios de vegetación áspera y rala, donde la soledad veía comprometido su mando por la compañía constante del viento. Como quiera que el jefe apremiara un poco al grupo, no tardaron en llegar a una parte que picaba hacia arriba. La puerta de entrada a su verdadero mundo estaba al otro lado de la suave prominencia.
Cuando llegaron, el Sol ya asomaba frente a ellos medio disco; un abanico de llamas que vomitaba su fuego aún lechoso sobre las dunas. La playa refulgía tanto que los niños, cegados por la luz, se protegían del naciente astro rey haciendo sombrilla con la mano. Sus ojos, muy sensibles, trabajaban a gusto en ambientes menos agresivos, lo que unido a la rapidez con que clareaba volvía muy molesta la vuelta.
Una vez en la orilla no aminoraron la marcha, sino que continuaron sin parar, agua adentro. A medida que a cada uno le cubría lo suficiente se zambullía, impulsado por sus membranosos pies, y desaparecía bajo el ligero oleaje. Al final no quedaba nadie en aquel lugar.