lunes, 28 de febrero de 2011

El bosque de los ogros 25/25

Sin dudar se lanzó a por ella. No habría menos de tres kilómetros de por medio, de modo que aunque se diera mucha prisa todo podría haber terminado para cuando hubiera llegado. Esa perspectiva no le arredró, no a Lus cuyo miedo por la captura de Muniela desalojaba cualquier otro pensamiento de su voluntad. Aleteó con fuerza, ganando y ganando velocidad sin desfallecer. Conforme más se esforzaba más rápido se movía, como si no hallara ese tope de rapidez al que, corriendo con sus piernas, llegaba muy al poco de arrancar. A cada nueva batida rompía el límite de la anterior. Tanto avanzó que cuando se concentró nuevamente en los lejanos puntos negros, ya no eran tan indefinidos, sino que empezaban a tener rasgos. Eso significaba que, en unos segundos, había cubierto un buen trecho. Todavía quedaba esperanza.
A Muniela la distinguía perfectamente gracias al resplandor verde del extraño amuleto, que producía tanta luz como un sol ardiente. En momentos de peligro aquel objeto se encendía, justo como si su tía se lo hubiera regalado para mantenerla a salvo. Fuera de eso, no parecía tener más propiedades. Él no lo consideraba valioso, pero Mun decidió tomarlo, por lo que sus defectos y virtudes pasarían a ella, así como a él, claro.
Por el momento había que darse más prisa. El muchacho apretó los dientes y apremió a sus miembros con más ímpetu del que nunca antes hubo menester. Bajo sus rugientes alas, el monótono suelo del matorral desaparecía convertido en una indefinible alfombra, rojiza a esa hora del amanecer. El aire lo compelía hacia atrás con fuerza y él vencía su oposición, acuchillándolo con su aerodinámico cuerpo. Ya los tenía con más claridad allí delante. Eran cinco o seis devoradores y habían cogido en una red al águila que, por cierto, se había achicado hasta casi el tamaño de un mochuelo. Habiendo despertado en el corazón de Mun el ansia de revancha, ya no cabía hacerse ilusiones. Había perdido ya mucha, no obstante perdería, seguro, toda la magia que le quedara de la vieja hechicera y, con ello, posiblemente la propia capacidad de vuelo. La prisa, la necesidad, el miedo otra vez y el rugido del aire, ahora verdaderamente insoportable, se volvieron un fluido con el que el cerebro de Lus se volvió todo uno. El aleteo se había ralentizado no por fatiga, como cabría pensar de la distancia cubierta, sino por la inmensa presión que debía vencer. El golpe de aire de sus alas se había vuelto más lento, y el martillazo de su impulso estallaba con un chasquido grave y monumental.
Por fin llegaba. Estaba muy cerca. Sólo entonces Lus se percató de la velocidad de vértigo que había alcanzado, y que, de no poner cuidado, le llevaría a envestir contra Muniela. Veía a los asaltantes con claridad. También los devoradores se habían percatado de su propia presencia. Parecían atónitos o, mejor dicho, asustados; lo que no dejó de resultarle paradójico al aterrorizado Lus en misión de rescate.
Todo sucedió demasiado deprisa. Los devoradores de túneles soltaron a Muniela y se perdieron por esas extrañas puertas, que abrían en medio del espacio para luego, cerradas, ninguna huella de su marco dejar. Mun, ya completamente humana, quedó durante un instante suspendida en el aire, envuelta en la red. Lus refrenó su velocidad y agarró a la joven con sus patas. Se quedó sorprendido de lo pequeña que era. De hecho no esperaba apresarla, pero sus dedos de vencejo la rodearon perfectamente. El joven pensó que quizá algún efecto perverso causado por el deterioro del don la hubiera hecho menguar, lo que terminó por asustarlo aún más. Descendió buscando la cueva, mas no hizo falta, que la vieja Kerta se hallaba abajo haciéndole señas para que se acercara y, lo más sorprendente, rodeada de los asaltantes.
Lus tomó tierra cerca, sin necesidad de exponerse.
Kerta congregaba a su alrededor a los atacantes. Lo chocante del caso era que los devoradores no se comportaban con ella de modo agresivo, sino más bien todo lo contrario: ella parecía esforzarse por refrenarlos; que si los dejara, bien se vendrían arriba en su hostigamiento otra vez.
Lus dejó a la muchacha con el mayor cuidado que pudo en el suelo, lo cual no era una maniobra fácil bajo la forma del gigantesco vencejo en que el joven se había convertido. Por fin comprendió el misterio de la pequeñez de Muniela. No es que la magia redujera a la joven, más bien había convertido al asustado muchacho en un ser colosal. Pero no debería de haberle supuesto ninguna sorpresa. Las palabras de Kerta ya lo anticiparon cuando les concedió la magia de volar: el poder se volvía más fuerte cuanto mayor fuera la voluntad de escapar. Lus no había traicionado en ningún momento el don, pues no la sed de matar sino el espíritu de huir animó sus intenciones.
Muniela había recuperado completamente la normalidad. Tuvo un susto allá arriba cuando vio aparecer a Lus, desconocido bajo aquella apariencia de descomunal vencejo, cerniéndose, para colmo, a la velocidad de un huracán. Pero no dudó, al mirar a la criatura a los ojos, de su identidad. Ahora en pie, más calmada recuperó el control de sus emociones. Y lo primero que observó de los devoradores que tenía enfrente fue su tamaño. Eran bajitos, tanto como niños. En el fragor del combate no había reparado en ese detalle, pero ahora, viéndoles junto a la menuda bruja, no le pasó desapercibido. Por otra parte, no era lógico tener juntos, sin herirse, a una hechicera y a devoradores. Y, encima, la mujer tenía cierta influencia sobre ellos, porque no se separaban de su falda. Daba la impresión de ser la tutora del grupo, cosa sencillamente inaudita.
–No tengáis miedo. No os querían hacer daño –advirtió la anciana a la pareja.
–Estaban atacándonos –insistió Lus.
–Son devoradores de túneles, no humanos. Ellos tienen una coraza muy gruesa. Habéis tomado su abrazo por una amenaza.
Lus no comprendía lo que trataba de decir la bruja.
–No los asustéis –repetía Kerta con afán protector sobre los pequeños devoradores.
–Estás loca, ¿no viste que intentaron quedarse con el frasco a costa de nuestra vida? –Muniela exclamó con la mano empuñando la preciada vasija de cristal.
La hechicera indicó a los pequeños revoltosos que permanecieran a distancia con una orden que, sorprendentemente para su aspecto salvaje y sobrecogedor, obedecieron. A continuación avanzó en solitario hacia los dos jóvenes con su pasito corto, acogotado de años aunque propulsado a terco nervio.
–Mun, querida, creía que amabas a tu pueblo.
–Hablas con acertijos. Mi pueblo son las niñas brujas a tu cargo.
–Claro, y los niños devoradores. Ellos también son tu pueblo.
–Pero...
–Sí, niña. Los padres querían fama y poder para sus hijos. Las niñas en tanto hechiceras, ellos como devoradores. Las brujas estaban bien vistas por todos. Y las cesiones de niñas a nuestra comunidad de hechicería se realizaban sin mayor discreción. En cambio las de los muchachos al gremio de los devoradores, dadas las transformaciones espantosas que sufrían en su cuerpo, pasaban desapercibidas por vergüenza, más no se dejaban de hacer.
»Sus ojos, sus uñas, sus dientes, su cara, su piel, todo su físico cambia mientras van haciéndose adultos y la magia del gremio, penetrándolos, emponzoña sus cuerpos. Y no es indoloro, te lo aseguro. No tienen a nadie a su lado que les dé amor, o al menos que les reconforte y tranquilice. Ninguna mano les acaricia para animarlos. Y tampoco entienden por qué han de pasar tanto sufrimiento, por qué fueron sus propios padres quienes les empujaron. ¿Acaso no crees que, en tal caso, amor y rencor no se hayan de confundir en un solo sentimiento? Ellos lo ofrecen como si ambos fueran la única y esencial forma de relacionarse. No un compuesto de dos, sino una unidad; la más excelsa vinculación entre personas, como para nosotros lo es la de querernos. Donde tú o yo ofrecemos y recibimos exclusivamente amor, ellos amor e ira, por igual, a manos llenas. Así que, cómo esperabas que te trataran, sino con su peculiar manera de entender el afecto.
–¿Los padres desearon ese sufrimiento para sus hijos?
–Sus padres eran tu pueblo –recordó, si no acusó, la vieja bruja.
–Yo no lo sabía –se quiso disculpar la joven, aunque sin rotundidad en la voz.
La hechicera no contestó, se limitó a volverse hacia los niños-devoradores y dirigirles una mirada llena de ternura y cariño.
–Son niños, –exclamó Kerta, como si eso asumiera, o anulara, todas las explicaciones– al igual que sus amiguitas ocultas en la cueva.
Muniela se acercó hacia donde estaban los devoradores. Lus, ya vuelto humano, la tomó de la mano para impedírselo.
–Déjame, ¿no ves que quiero reunirme con los míos?
El muchacho la soltó aturdido, dejándola seguir, y aunque a él no le parecía una buena idea, no se separó sino que, unos pasos por detrás, la imitó y también dirigiose hacia los devoradores.
–No lo entiendo, –Mun arrugó la frente– ¿Qué haces tú con ellos? ¿Acaso los devoradores no son enemigos de vosotras las brujas?
–Por supuesto que sí –chasqueó la lengua Kerta. Y luego añadió con tristeza– aunque muchos de ellos son nuestros hermanos.
–Si sois enemigos ¿por qué están contigo?
–Porque los he raptado.
Ante la cara de sorpresa de ambos muchachos, la frágil brujilla, emitió un curioso cacareo que parecía la risa de una gallina: -en realidad, estos niños han sido expuestos a la magia de los devoradores hace muy poco. Los efectos aún son débiles, y por eso no me recelan.
–Pero cómo hiciste. ¿Acaso entraste en territorio enemigo? –preguntó Lus todavía sin creérselo.
Kerta meneó con crispación la mano negándolo: –no, no. Voy yo a entrar allí. Lo que pasó es que me encontré con la oportunidad. Los niños venían por aquí acompañados de su maestro devorador. No lo pensé; me las ingenié para cogerlos a todos.
-Eliminaste al devorador -sentenció Lus con la boca abierta.
-Buf, yo no sé hacer eso. Abrí la fuente.
Lus no supo calibrar todo lo que esa sencilla revelación significaba. En cambio, Mun, más conocedora de los secretos de la magia, sí que lo intuyó. Para mover tanta cantidad de piedras y tierra había que fortalecer la magia con la propia vida de la bruja hacedora del hechizo. Por eso Kerta estaba tan consumida; había sacrificado su propia existencia por los niños.
-Abrí la fuente y los engullí. Pero al maestro no le dejé pasar.
-¿Los tienes en la gruta con las niñas?
-Sí. Me cuesta mucho aislarlos pues se sienten. Quiero intentar revertir la hostilidad.
Los pequeños devoradores querían echarse sobre la joven habitante del bosque a la que conocían, pues hacía poco de su cesión al gremio. Al contrario que las brujas, los niños, una vez iniciaban su metamorfosis, ya no volvían nunca a su casa. Por lo que poco a poco iban olvidando sus imágenes, sus gestas de niñez, sus sitios de juego, todo lo que fue felicidad infantil. Pero estos pequeños tenían aún todo reciente. De hecho, sus terribles transformaciones solo habían empezado a manifestarse. Los caninos apenas sobresalían por la boca, y aún conservaban manos, aunque duras y uñosas, en vez de las zarpas gruesas y letales que desarrollarían con la edad. Los cuerpos mantenían la rectitud de los humanos sin que nada presagiara los horribles quiebros que moldearían más adelante sus figuras.
–¿Y Galbrai qué piensa?
–Galbrai es una tirana que usurpa el poder valiéndose de cualquier método. A ella le interesa mantener el odio entre las brujas y los devoradores. No aprueba mi experimento. Parte de su poder sobre las brujas se basa en la guerra con ellos. Cualquier esfuerzo por la paz socaba sus intereses.
–Yo tuve un contacto con un devorador, con Megis. Quería casarse conmigo –indicó Mun. -Creo que Galbrai tuvo miedo cuando se lo conté.
–Entonces Megis probablemente sepa algo más de lo que a las brujas nos interesa. Quería el frasco... y la fuente: tú. Ese contenedor es la vía por la que fluye hacia fuera, perdiéndose, nuestro poder. Pero tú, de alguna forma, lo cierras. De modo que controlarte a ti, es controlar la magia de las brujas. Muniela tomó en sus manos el bote de cristal y lo observó con curiosidad. El color esmeralda parecía palpitar dentro, como si de un corazón se tratara. Y era verdad. Algo vivo, latiendo, se escondía allí, pero no algo amenazador sino cálido y familiar, el amor de su benefactora.
–Pero cada cosa a su tiempo. Permite a los niños que te acaricien.
–¿Me harán daño?
–Cariño, tienes el frasco, que es una especie de concentrador, un báculo si me entiendes mejor. Concéntrate en tu piel, endurécela.
–Pero eso es magia. Y no soy bruja.
La anciana suspiró: –confía en mí. Tienes el don, como yo y como tu tía.
Una oleada de confusión inundó el pensamiento de la joven. Pensó en su madre, en el empeño que puso por apartarla de todo lo relacionado con las hechiceras, como si fuera un destino no deseado, maldito.
–Pero si tengo el don, ¿por qué mi madre no quiso que lo desarrollara?
–Hay muchas dudas, muchos miedos al tomar el anillo de la hechicería –Kerta no quiso seguir hablando. Tomó de la cabeza a uno de los devoradores que, inmediatamente salió corriendo y se acercó hasta los pies de Mun. El niño no se paró en sutilezas sino que abrazó a la chica con fuerza, con aquellas manitas callosas de uñas prominentes, nada que ver todavía con las de adulto. La joven se asustó un tanto, y temió sufrir algún desgarro por la efusividad y dureza del crío. Fue toda una sorpresa comprobar que su piel no recibía daño alguno; al mismo tiempo que sentía brotar de sí misma una especie de nuevo sentido que antes no estaba, una nueva inteligencia con sensibilidad y fuerza desconocidas. Algo que se extendía por cada fibra de su cuerpo y que le hacía vibrar de poder. Era su despertar.
Lus había quedado atrás, olvidado, viendo disfrutar a Mun de la compañía de su gente, a la que tanto echaba de menos por haberlos creído perdidos en la matanza. Él había renunciado a su aldea por ella y se estaba empezando a preguntar si hizo bien, si podría vivir con la carga de un vacío, el de su propia soledad; con el agravante de que no se trataba de una soledad impuesta. Mun finalmente se dio la vuelta y se enfrentó al joven para pedir perdón. No iría con él hacia el mar sino que afrontaría su destino aquí. Tenía mucha tarea por delante. La primera, ayudar a Kerta para poner paz entre los pequeños devoradores y las niñas. No quería a su pueblo separado y en guerra. Y si para ello había de hacerle frente a la poderosa Galbrai lo haría.
–Vete en busca de tu destino, Lus. Busca ese mar y embarca hacia tierras nuevas en donde tus habilidades de hombre de campo te serán muy útiles. Yo no te acompañaré –Mun tuvo que hacer acopio de todas sus fuerzas para mirarle a la cara sin sumirse en la desolación.
Parecía efectivamente un pago injustísimo a alguien que había apostado por ella, que había cerrado sus puertas con el mundo que le dio el ser y que lo crió. Por su mente pasaron los instantes más duros vividos últimamente. En todos ellos coincidía la compañía discreta de Lus con la íntima confianza que infundía, aún sin proponérselo. Cada vez que la turbación y desaliento nublaban su mente se sintió aliviada gracias a él. Fue Lus quien se interpuso, a pesar de la cobardía innata en él, ante los hombres del rey usurpador. Luego, tras la horrible masacre, nuevamente fue él quien terció para salvarla, esta vez de la tentación de abandonarse. No tenía palabras para expresar su deuda y, sobretodo, no sabía cómo compartir el, más que amistad, cariño que iba profesándole, sin embargo no podía renunciar a su pueblo. Hacerlo significaba condenarse a la soledad, y eso no podría soportarlo.
Se dio la vuelta para no tener que sufrir más por verle y entonces escuchó su voz. No era el tono sostenido de la serenidad sino el de alguien que masca entre sus mandíbulas cierta frustración y tristeza. Inmediatamente se giró de nuevo con una alegría desbocada, porque, contra lo que estaba convencida de que iba a oír, Lus no se despidió:
–No me atrevo a ir solo –afirmó lacónico.
El muchacho decidió que se convertiría en una sombra de la joven. Un aliado tácito que la secundaría siempre sin más movimiento propio que el de un pequeño satélite. Estuvo a punto de hacerse alguien con una vida autónoma pero se quedó a medias, sin impulso para dar el salto, lo que precipitaba inevitablemente su caída en dependencia. Lus había llegado a la conclusión de que sólo había dos tipos de gente. Las personas como él tenían miedo, principalmente miedo. En cambio, las que eran como Muniela no.
Pero entonces Mun le abrazó. Y lo hizo con una fuerza doblada: la del pánico a perderle, así como la de la gratitud por ganarle.
–Gracias. No podría hacer lo que me propongo sin ti.
–Seguro que sí –repuso Lus convencido.
Ella se plantó ante el muchacho con los brazos en jarras, y con una voz mucho más dulce de lo que su apostura daría a entender le habló así: –¿Sabes a lo que te enfrentas viniendo conmigo? Lo más seguro es que no haya fuerza ni poder comparable a las brujas y a los devoradores de túneles. Así que no sigas diciéndome que no te atreves a algo.

sábado, 26 de febrero de 2011

El bosque de los ogros 24/25

–Tú no has vivido mi vida, ni yo la tuya. En realidad me estoy dando cuenta de que no quiero dar la espalda a esto –Muniela salió bruscamente de su ensimismamiento.
Lus prefirió no discutir. Se recostó sin más y no habló.
–¿Decepcionado? –sonó, después de un rato, la voz de Mun, que no obtuvo respuesta. Sólo el ingrato silencio.
Aquella noche sin luna trajo un firmamento henchido de luces. Una muchedumbre de seres portando velas que viajaran de romería sin rumbo final. De tan apretados, ningún lucero se sentiría solo allá arriba. Y, sin embargo, un sabio peregrino, de paso por el poblado de los árboles-casa, les enseñó a los habitantes del bosque que la perspectiva engañaba, pues, en realidad, había mucha distancia entre cada estrella. Cada una hacía su camino en soledad. En esos pensamientos el sueño ganó a la joven.
Cuando despertó, Mun retomó con intensidad la observación del sobrecogedor suelo celeste plagado de flores de luz. Tanto y tanto lo miraba que reparó en una curiosa vibración. Algunas estrellas se movían de sitio, como si temblaran. Se aprestó a descubrir las causantes de tal anomalía. Entonces se dio cuenta de que no eran algunas, todas participaban de aquella palpitación. Y era simultánea, justo como si alguien sostuviera un dibujo y, cansado de aguantarlo sobre sus brazos, comenzara a temblar. Se incorporó aterrada. No era el cielo estrellado lo que estaba contemplando, sino una imagen proyectada. No queriendo hacer mucho ruido para no delatarse, llamó a su compañero de fatigas por el hombro.
–¿Qué...?
–Peligro.
El aviso, apenas perceptible de Muniela, puso la carne de gallina en el atribulado y somnoliento Lus. Ambos permanecieron atentos, esperando que fuera una falsa alarma. Pero no lo era. Los sutiles crujidos del bosque delataban que alguien se acercaba a esa tranquila hora. Los dos jóvenes se sintieron desfallecer, pues los ruiditos no provenían de un punto sino que se manifestaban por todas partes. La conclusión era clara: quienes fueran, estaban rodeándoles. Ya sería tarde, por tanto, para huir por el suelo, pero les quedaba hacerlo por aire. Tácitamente, ambos se concentraron en la llamada del don que la vieja les concedió. Como si aquello hubiera alertado a los misteriosos asaltantes nocturnos, los ruiditos se convirtieron en pasos y luego en furiosos quejidos de plantas apartadas o aplastadas con prisa.
–Son devoradores de túneles. Quieren el frasco –pensó en voz alta Mun con una seguridad que dejó sin aliento a Lus. –Rápido, no les dejaré –ordenó la muchacha.
–Cómo puedes estar tan segura de que lo quieren.
–Necesitan este regalo de mi tía –explicó la chica apuntando al contenedor de vidrio que había empezado a brillar. –Lo necesitan para llegar a las brujas, y a las niñas.
Nada más invocar la magia, la metamorfosis comenzó de inmediato. A Mun, el cuello se le curvó enhiesto para formar una pose majestuosa, las uñas se le afilaron en garras y la boca se transformó en un ganchudo pico. Lus se fue haciendo más y más frágil, sus brazos se extendieron hasta casi una disposición en cruz caída, como imitando a una hoz. Ambos jóvenes se miraron asustados. Él menguó hasta casi hacerse invisible; algo a lo que ayudaba su plumaje negro. Mientras Mun adquiría el porte de una reina, vestida de pardo oscuro. Ambos, un vencejo y un águila, emprendieron el vuelo al unísono. De pronto, la oscuridad ya no era tal, sino un gris amanecer. No hubo transición. Semejante cambio, de tan repentino, denunciaba una causalidad no natural. Algo había engañado a los ojos de ambos chicos haciéndoles creer que seguía siendo de noche para que la luz no les desvelara.
Con el telón de la realidad descorrido, pudieron cobrar conciencia de su desesperada situación. Un grupo de pintorescos individuos los estaba cercando desde todos los lados y, aun con el privilegio de la capacidad de vuelo, no por ello ambos fugitivos deberían sentirse más seguros. Algunos de aquellos seres, mientras corrían hacia el improvisado vivac, desaparecieron, para inmediatamente reaparecer de pronto en el aire, cortando a los dos muchachos la huida. Salían de la nada como si hubiera una absurda puerta en el espacio, y a continuación se les lanzaban encima sin tiempo apenas para esquivar. El gran águila, para esta clase de vuelo quebrado, estaba en clara desventaja. No así el ligero y ágil vencejo, que efectuaba giros casi imposibles de concebir.
Lus estudió con más detenimiento a estos inverosímiles perseguidores, que sin duda eran devoradores, como dijo su compañera. Ponían en práctica, con habilidad, una táctica algo retorcida. Tras desaparecer en el suelo, aparecían en el aire, se arrojaban hacia su presa, fuera él mismo o Mun, e intentaban agarrarla. Luego, fracasado su intento de captura, caían hacia el suelo. Pero sólo durante unos metros. Pues, inmediatamente, otro vano aparecía de improviso ante ellos y por él escapaban de la realidad visible, o, también se podría decir, que entraban a algún túnel oculto tras el mismo aire, para luego volver a irrumpir un poco más alto con objeto de reintentar atraparles. Sin duda una poderosa magia jugaba su parte en aquel ciclo continuo de desaparecer y vuelta a aparecer que subvertía la natural querencia de todo a precipitarse al suelo. Bien pudiera pensarse que se trataría de dos caras de una misma ciencia lo que brujas y devoradores de túneles, cada uno desde su lado, practicaban. Y sin duda con pericia similar. Demasiado bien se comprendía que tan sólo un hecho clave podía desequilibrar la igualdad entre ambos bandos. El frasquito de Muniela, que parecía un sol verdoso de puro iluminado, podría ser esa clave. Ya demostró su codicia aquella Galbrai por hacerse con el botecillo, y de estos demonios se barruntaba no menos ahínco pues no cedían, aun tan lejos del suelo.
Como el águila se volvía cada vez más peligrosa de tratar, la estrategia de los devoradores varió: empezaron a lanzar redes desde sus ventanas improvisadas en el aire. El águila, por el momento, iba saliendo a trompicones, pero tanta era la insistencia que Lus tuvo la certeza de que acabarían capturando a su compañera. Trató de entremeterse entre las manos de los devoradores para trabarles entre sus propias trampas, y lo único que logró fue enfadarlos. Si ya sólo con el cariz que tomaba el lance se les ponía negro a los dos chicos, un nuevo elemento lo torcía a peor. Y es que el águila también estaba trocando su primera intención de huir por la de hacer frente. De hecho, la muchacha estaba dejando de pensar en escaparse. Pero al hacer tal cosa, como advirtió la vieja que sucedería, la magia se debilitaba y el águila se hacía más pequeña. El don de volar concedido llevaba en sí la hechicería no agresiva de la anciana bruja cuyo poder nacía de y por la paz, la educación, la enseñanza. No para matar. Lus trató de advertirla para que volviera a la intención original de huir, pero Mun no escuchaba. Quizá, implícitamente, se rebelaba contra esa idea de marcharse a tierras remotas dejando abandonado a aquel último resquicio de su pueblo representado por las menudas brujitas.
Entonces, de pronto, para el muchacho convertido en vencejo todo cambió: un paisaje distinto, ausencia de perseguidores o ruido de pelea, ni siquiera escuchaba los fuertes aleteos del águila a su lado. Sencillamente no había nadie a su alrededor. Tenía conciencia de haber visto ante sí una de esas puertas imposibles en el aire y ahora volaba solo, ¡sin Mun!. Dio varias vueltas alrededor sin entender qué había sucedido. Ocurriósele echar la mirada más lejos, y lo comprendió. A gran distancia columbró unos puntos negros en el aire. La lucha del águila seguía pero a Lus lo habían hecho atravesar una de esas puertas para salir por otra a varios kilómetros.
Conocía lo suficiente a la joven habitante del bosque como para apostar que no renunciaría a batirse con los devoradores. Y con esa actitud el don de volar se marchitaría. Tenía que volver para ayudarla, y aunque mediara una buena pieza, la distancia era el único obstáculo que no arredraba al muchacho. Los deseos de estar junto a Mun se precipitaron como una tormenta sobre sus miembros, ahora alas.

miércoles, 2 de febrero de 2011

El bosque de los ogros 23/25

Realmente, a Mun no le supuso ninguna sorpresa escuchar en un lugar tan solitario aquella voz quebrada. Por eso el muchacho no hizo ningún movimiento brusco, confiando en la actitud serena de su compañera.
Una personica muy rechoncha y de acogedora sonrisa los esperaba entre dos columnas naturales, al fondo, en donde un túnel horadaba la pétrea pared. Mientras se acercaban a la mujer, el ruido del agua se volvía más fragoroso, pues por aquella abertura, manaba desgreñada la corriente subterránea, abultándose en contorsiones de atleta.
Mun no dudó en hablar a la desconocida con la confianza de alguien muy allegado: –Galbrai me atacó. Quería el frasco, mi frasco.
–Oh, Muniela, –gimió la mujercica ignorando la queja de la joven– lo siento. Yo no pude hacer nada –la pequeña dama tomó a Mun en un abrazo lleno de dolor.
–¿Por qué no te opusiste a esa matanza? ¿No sois todas vosotras iguales en poder?
–Sabes que no. Las habilidades nos separan. Es como en vuestro mundo con la riqueza. En el nuestro es la magia lo que establece las jerarquías. Galbrai se alzó, junto con unas cuantas, por la corona de las brujas. Tu tía, mientras reinó, barruntando la ambición de Galbrai y de las "agresivas", no les concedió nunca protagonismo alguno, más bien las apartó de su lado. Pero cuando nuestra reina murió a manos de tu gente, Galbrai aprovechó para convertir la última reunión de las brujas en un clamor por la venganza, logrando arrastrar a su causa a aquellas de nosotras dotadas con los poderes más útiles para destruir. En cambio, yo y otras que no tenemos ninguna habilidad bélica fuimos ignoradas. Al fin y al cabo no servimos para matar.
»En vuestro mundo, los tiempos de guerra son de los soldados. Ellos se alzan con el poder. Así nos ha sucedido. Las magias de lucha han ascendido a la jefatura de nuestra orden. A las poseedoras de tales dones las llamamos "las agresivas", y Galbrai las dirige.
–Pero no había brujas en el ataque.
–No niña, no hace falta. Galbrai y sus aliadas sugirieron en las débiles mentes de los ogros la idea de acabar con vosotros y cómo hacerlo.
La muchacha había visto el genocidio de su pueblo y el dolor no admitía disculpas: –No os perdono a ninguna. Os considero responsables.
La pequeña mujeruca se contrajo sufriendo en silencio la acusación. De pronto una vocecita de niña irrumpió en aquel inhóspito lugar. Tan inverosímil fue, que los dos chicos se sobresaltaron intuyendo que había algún truco detrás. Pero en absoluto lo había, pues, inmediatamente, escucharon el ruido sutil de pasos, y, ante las miradas incrédulas de ambos muchachos, fueron apareciendo las menudas figuras de varios niños que se arremolinaron alrededor de la vieja mujer en una clara actitud de buscar su protección. Los dos jóvenes retrocedieron anonadados. Los niños se habían abrazado a la bruja, y esta alargó los brazos para acogerlos a todos.
–Pero, ¿quiénes...? –a Mun no le dio tiempo a terminar la pregunta pues al instante lo supo.
–Pertenecen a tu pueblo, sí –la vieja acariciaba a las pequeñas (que todas eran niñas) con cariño y estas, ya cogiendo confianza con los dos extraños, empezaron a acercarse a Mun y a Lus para tocarlos y mirarlos de cerca.
Mun preguntó a una niña que osó tirar del extremo de su saya: –¿quién te ha traído aquí?
La niña se encogió de hombros de una manera muy graciosa: –mis papás –contestó como si fuera la cosa más evidente del mundo.
Mun la levantó en brazos, luego elevó la mirada hacia la bruja en demanda de explicaciones.
–Sabes que no funciona a la fuerza. La magia no es así. Sólo se manifiesta en libertad. Y, por otra parte, si no las enseñáramos nosotras, estas niñas jamás desarrollarían su poder, sino que permanecería enquistado para siempre. Una potencia cerrada sobre sí misma, sin capacidad para florecer, ni para ser extirpada.
–No entiendo nada, Kerta –nombró Mun por su nombre a la anciana.
–Verás, niña. En realidad esto es como un colegio. Vienen por la mañana, de la mano de sus padres, y luego vuelven a su casa. Aquí cultivamos y enseñamos a hacer uso del poder. Es como enseñar a leer, el principio de todo el desarrollo intelectual. Lo que hago con ellas es ayudar a que florezca su magia. Luego la desarrollarán durante su vida, pero si no pasan por mis manos no se manifestará nunca.
–Pero yo no sabía nada.
–Cuando los padres advierten el don hablan con nosotras.
–Mi madre nunca me previno. Es más, me inculcó la idea de que las brujas eran posesivas y carentes de escrúpulos.
La vieja bruja sonrió: –Tu tía te quería muchísimo. Pero las dos hermanas discutieron.
–¿Por qué?
–Eso ya pasó. Cada una defendió su punto de vista y a nosotros sólo nos corresponde guardar respeto por ambas mujeres.
–¿Fue a causa de mí?
Kerta ya había renunciado a la idea de tratar de mantener el orden. Las pequeñas brujitas, para entonces, estaban ya recuperando su buen humor, en paralelo a lo cual la luz en aquella caverna se había ido adueñando del espacio. Lus miraba atónito lo que las chiquillas andaban haciendo. Sus manitas iban tocando la roca, las columnas naturales, las estalagmitas, los nacarados. Allá donde las posaban un fulgor apagado empezaba a palpitar y, poco a poco, cogía fuerza, hasta acabar convirtiéndose en una fuente de luz. La vieja hechicera no contestó a Mun, sino que, solícita acarició el moño de una pequeña que no se separaba de su falda.
–No podemos volver a casa. Nos lo ha dicho la seño –dijo la niña a Mun.
–No, no podéis –balbuceó Muniela.
–Anda, Eloína, ve a hacer velas con los demás –la niña obedeció, algo renuente eso sí. –Estas niñas es todo lo que queda de tu pueblo. Permanecerán conmigo que soy la maestra hasta que su magia haya crecido. Después, ya se verá. Unas se harán, quizá, seguidoras de Galbrai y otras puede que no. Acaso, en un futuro, estas niñas que ahora juegan entre sí se conviertan en oponentes.
–¿Partidarias de Galbrai? ¿Cómo lo puedes permitir?
–Yo no lo haría. Pero Galbrai conoce la escuela y quiere seguidoras.
–Me opondría con todas mis fuerzas si pudiera –comentó con firmeza Mun.
–Mi niña, Galbrai te persigue. No debes quedarte, o ella te alcanzará.
–¿Y qué haremos?
–Galbrai quiere el frasco. Es más, yo también debería de reivindicarlo. Al fin y al cabo por ahí perdemos poder todas, también mis pequeñas aprendices. Es un poder imprescindible para hacernos invulnerables. Sin embargo, ese objeto te pertenece, te lo concedió una bruja, quizá la más poderosa que haya habido nunca. Galbrai será capaz de todo por recuperarlo. Y si tú no se lo quieres dar, cosa en la que estoy de acuerdo, entonces debéis huir lejos adonde no os alcance.
–Cédeselo –Lus intervino por vez primera.
–No. Jamás te desprendas del frasquito. Forma parte ya de ti de una forma que no te puedo explicar. No se trata de un objeto como parece, sino de un miembro más de tu cuerpo. Además, parte del alma de tu tía va en la decisión de hacerte ese regalo. Si renuncias a él, renuncias también a ella y sabes que os amaba. No la culpes por lo que Galbrai ha hecho con los tuyos.
–No pienso dárselo nunca –la expresión feroz de Mun dejó sin argumentos al chico.
–Pues entonces sólo te queda escapar.
–No lo lograremos –se quejó Lus. –Aquí, esa harpía está a sus anchas.
–Escaparéis por el aire. Yo misma os concederé el don. Pero tenéis que usarlo sólo para huir. Mi magia se debilita si ponéis voluntad de hacer daño. Y, al contrario, el don se refuerza en la necesidad.
Ambos jóvenes se miraron. Había que tomar una decisión.
–Ya te dije lo que pensaba –Lus alargó su brazo hacia la chica, como para reforzar el pensamiento. –He renunciado a vivir con los míos y quiero seguirte. Si te marchas iré contigo.
–¿Y si me quedo?
Ahora Lus no supo qué responder: –Pero aquí no hay tierras que cultivar, ni huertos, ni rebaños que apacentar. ¿Qué porvenir me espera?
Mun observó la desesperación en el rostro de Lus y suspiró: –está bien, ¿por dónde podemos salir sin peligro?

No había ningún movimiento sospechoso. Así que salieron de la caverna procurando darse prisa. Kerta los había conducido por el laberinto de pasadizos y cuevas subterráneas hasta aquella salida, alejada de la surgencia por la que entraron. Habían decidido marchar al sur, siguiendo el río. Aquella dirección los llevaría hacia los bosques húmedos junto al mar, en donde esperaban encontrar algún barco que los alejara para emprender una nueva vida, y quizá, nuevas aventuras lejos de Galbrai. Se despidieron de la menuda mujer y se internaron por el robledal.
No se trataba de un bosque de grandes pies, sino más bien de un renoval endiabladamente estorbón y denso de chaparros poco más altos que un hombre. Los dos jóvenes caminaban con dificultad, cercados de helechos y melojos que pugnaban por rebrotar en cualquier resquicio. Al lado norte divisaban las montañas y los bosques donde Mun había vivido hasta ahora. A todo ello tenían que dar la espalda si querían encontrarse con el mar.
No anduvieron mucho, antes de que se les echara encima la noche. Había sido una caminata muy dura, abriéndose camino entre las densas rañas y ninguno de los dos, sin decirse nada, contemplaba con simpatía la idea de sentarse a reponer fuerzas en las estrecheces de aquel sotobosque tan angustiosamente tupido. Por ello, nada más ver un exiguo claro que se les abrió en su avance, ambos coincidieron en elegirlo para descansar. Al menos no dormirían cautivos por la intrincada vegetación. No osaron encender fuego, pues se sabían todavía bajo la amenaza de Galbrai, y los poderes de una bruja llegan lejos.
Desde que se despidieran de la amistosa anciana, allá en la cueva, Mun no había soltado prenda. El muchacho ya empezaba a estar ansioso por escucharla, pues tanto silencio no presagiaba nada bueno. Además, tampoco estaba centrada en lo que hacía. Dejó caer el cuchillo y de no ser por Lus, quien lo recogió del suelo y se lo entregó, habría quedado allí.
–Gracias.
–Te has despistado. No estás atenta.
Para sorpresa de Lus, ella tenía lágrimas en los ojos.
–Baru siempre me andaba protegiendo de mis despistes. Ya ves, ahora sin ti, me habría quedado sin arma. No valgo para vivir sola.
–Erais muy amigos, ¿verdad?
–Siempre estábamos juntos, y habíamos hecho planes para seguir así.
–Yo nunca hice nada semejante. No tenía con quién, y por lo que veo no será en mi aldea.
–¿Y te importa?
–Creía que sí, que lo más importante era cumplir, como cualquier otro, con todos los pasos. ¿Sabes?, se supone que ahora me tocaba pasar por uno: el de la mayoría de edad. Es una tontería, simplemente una cena, una cena grande nada más. Te dan un puñado de tierra y te imponen el bastón del fundador. Luego uno debe buscar novia. Es un poco complicado pues no basta con encontrar una. Te obligan a solicitar formalmente a los padres y al consejo de ancianos el noviazgo. Claro, más adelante nos casan. Ahora todo eso ha quedado atrás y solo estamos yo y tú, y nadie más con quien comprometerme.
Mun no escuchaba. Absorta en el horizonte, parecía lejos de allí. –Esas niñas... No me lo puedo quitar de la cabeza.
–No me has escuchado, ¿verdad? –A lo que añadió, de mal humor– no sales de aquella cueva. No piensas en nuestro viaje al sur, sólo en las niñas.