Si es que no se le puede negar a la encina (o sabina, que no lo sé) su mérito, cabalgando entre los dos extremos de la balanza del año. Uno diría que, de hacerse a un solsticio y luego al otro durante tanto tiempo, al final, los rigores deberían pasar factura. Pero, a ella, no. Mientras le dejen una partecita donde respirar, estos gajes del oficio solo le hacen cosquillas.No me imagino un árbol que decidiera dejarse, no resistir. Y tienen argumentos. No pueden huir, no pueden escapar; y detrás de qué escudo encontrarán protección si impactará, directa en su piel al desnudo, cualquier amenaza, a la que, además, harán frente de pie, no encogidos para reducir el blanco. Los árboles son criaturas excepcionales y valerosas.
En invierno, además, produce una impresión extraña ver las fotos de árboles, desnudos de hojas. Con sus ramas desprovistas de frondas, parecen seres famélicos elevando las manos huesudas en actitud de implorar al cielo. Qué van a pedir, mudos testigos, pero sujetos pacientes. ¿Será mi imaginación la que les confiere sentimientos e inteligencia animal? No puedo olvidar, sin embargo, a aquel agricultor explicando en la radio que los olivos saben cuidarse si un año vienen mal dadas. De alguna manera les reconocía una rara inteligencia para planear con prudencia los excesos.
Aunque el paisaje que se ve no es exactamente de la última nevada, ésta dejó así de pintado el campo. Con semejante manta de agua espolvoreada, el día fue distinto. Ya desde la propia pisada hipotética por las aceras, la cosa cambiaba. Todo, sin embargo, fue fugaz, pues no dejamos de vivir en unas latitudes que no permiten -y menos con el calentamiento del que nos hablan- sostener mucho tiempo esta paleta de colores.