martes, 3 de septiembre de 2013

La burocrática máquina de uniformar

Era duro que te preguntara la Inquisición.
Muy duro y una mala cosa. Querían saber todo. Qué ceremonias habías presenciado, en qué casas y cuánto tiempo habías permanecido, qué palabras exactamente pronunciaste. También deseaban conocer las creencias y el ceremonial de los conciliábulos heréticos. Y una vez lo sabían todo de ti, volvían a la carga pero para preguntarte lo mismo respecto a otros. Era muy serio porque si salía mal, podías acabar de ceniza en alguna pira.

Los testigos se mostraban colaboradores (a la fuerza ahorcan). Hablaban lo que sabían, de quien sabían. Alguno trataba de hacerse el sueco sobre las identidades de compañeros de herejía, pero tampoco podía callar totalmente. Había que dar algo al inquisidor: algún nombre, alguna dirección, algún dato. Y entonces ¡ay de aquel al que el tribunal echara la zarpa! Ese no se salvaba.

Para los pesquisidores la sensación diferiría. Aquella serie interminable de interrogatorios carecería probablemente de sorpresas. Las mismas preguntas, respuestas parecidas; los mismos métodos persuasivos, reacciones similares. Personajes de cualquier extracción social, en apariencia dispares, se comportarían de idéntica manera ante el verbo del interrogador. Total, un pelmazo. Puede que los inquisidores, en el fondo, se aburrieran terriblemente.

Aunque a veces saltaba la chispa de la vida.

  • -Pregunté a muchos hombres y mujeres, qué sé yo a cuántos y quiénes, si creían en aquel Dios que hacía el viento y la lluvia. Y a los que me respondieron que sí, que sí creían, yo les contestaba: por tanto creéis en el culo y la vulva.

          -No lo hacía por ofender a Dios, [señor inquisidor]. Era por gastar una broma.



  • -Ya que me insiste, señor, le diré que muchas veces, sí: meé en la tapia del cementerio y no menos en la pared de la iglesia. Ah, y en sus vidrieras también.

          -Porque tengo enfermedad y no me aguanto el pis.

Este singular reo pudo ir sorteando el interrogatorio con respuestas más o menos ingeniosas, pero donde le pillaron fue en un asunto de cierta importancia: reconoció (a saber cómo le forzaron a ello) haber dicho que Dios no era quien daba los bienes temporales sino que era el hombre el que se procuraba los alimentos con su trabajo.

Desconozco la suerte que corrió Gauberto de Aula de Benacio, quien respondía así (está un poco novelado, mas no desvirtuado) al dominico Ranulfo en la festividad de Todos los Santos de 1273. El Tribunal de la Fe buscaba valdenses o cátaros, o lo que fuera, en Languedoc, y los encontró, vaya que sí. Y si algunos se libraron fue como si no, porque no les quedarían ganas de diferenciarse por sus creencias. Es un poco arriesgado hacer generalizaciones, pero, en cierto modo, la Inquisición trató de uniformar la sociedad. Como una plancha. Me pregunto si hay, hoy en día, una maquinaria tan poderosa que sin violencia la iguale.

Este y otros testimonios de la implacable búsqueda están recogidos en el libro Inquisidores y herejes en el Languedoc del siglo trece.