domingo, 14 de noviembre de 2010

La discreción de los gatos

—Señor, ¿quiere algo más?
—No, puedes retirarte.
El mayordomo se dirigió a la puerta, pero no llegó a tocar el pestillo. Quedose parado, como indeciso, ante el umbral.
—¿Pasa algo?
El hombre del servicio se dio la vuelta.
—¿No encuentra nada extraño en el gato de la visita de esta tarde?
Ante la falta de respuesta del dueño de la casa, el mayordomo continuó.
—Ese gato... habla.
—¡Dios mío! Qué desatino es ese.
—El animal, si me permite decirlo, nos ha regalado con un discurso inesperado sobre la inutilidad de las palabras, señor.
—A ver. Lógico que un gato hable de eso. No usa palabras —el dueño de la casa arrugó las cejas con incomodidad.
—Este sí. Y su plática nos ha sumido en la tristeza. Los humanos estamos aislados, señor. No nos entendemos porque cuando hablamos de ideas o conceptos somos incapaces de trasladar a los demás el conjunto entero de significados que nuestro discurso asume. Por ello no hay comunicación real, no hay comprensión. Escuchar es una pérdida de tiempo, y tanto que sea a un filósofo como, perdóneme la expresión, a un pelmazo a nadie le aprovechará.
—¿Y eso dijo el minino?
—Cabal.
—Qué absurdos cuenta, Fermín. Pero si esas palabras son mías. —Y añadió con enojo— ignoro desde qué camuflado sitio nos habrá espiado pero esa ha sido mi conversación con la señorita Éñez y no la de su felina mascota.
—No me diga. Pues qué confuso es todo —sonrió—. Va a tener razón el gato —dijo el mayordomo mientras salía de la habitación a toda velocidad.
—Y dale con el gato. No sé qué es peor, si tamaño descaro o su porfía —se indignó el señor.
En la cocina, el mayordomo lo explicó de otra manera.
—Ya puedo confirmarlo. La misteriosa dama que ha pasado la tarde con el señor —y aquí el hombre hizo una pausa teatral—, es la Srta. Éñez de todas esas cartas románticas escritas por el amo, tan hábilmente interceptadas por cierto —explicó con una mirada elocuente a la asistenta.
—Oh, habrá boda entonces —palmeó conmovida la cocinera.