martes, 29 de noviembre de 2011

Colino y las arañas 26/29

Ya no se trataba de una mera sensación de hostilidad, o, incluso, una especial actitud inamistosa. Lo que tenía enfrente en este instante rebasaba claramente los límites de toda formalidad. Nada de gestos, esta vez habían pasado a la acción. Lo primero que pensó fue en intentar abrirse paso. Echó a correr, decidido a huir. Pero el muro que formaban sus compañeros era lo suficientemente compacto como para impedírselo. Empujó y tiró en aquel paño de sillares humanos pero sin conseguir hacerle brecha. Tan firme su ensamblaje. Ni la argamasa en una pared obraría su efecto con tal convicción. Y él qué tenía para oponerse a tanta fuerza moral: ningún convencimiento. Otra vez crecieron en su alma las dudas: que por qué habría de hacer frente común con Dana, por qué tendría que aliarse con alguien no humano, especialmente ahora que se mostraba más remisa hacia él. Por qué razón debería defenderla, si la única aspiración de Colino consistía en evitarse todo daño, para lo que aplicaba su método propio: caer bien para inscribirse como parte de su raza, para parecer integrado, un título oficial de humanidad.
No causaba ningún mal por esconder la crónica enemistad que sentía hacia sus congéneres. Podía seguir disimulando el rencor hacia la raza a que él pertenecía, fingiéndose del lado de sus compañeros, y simultáneamente asumir las razones de Dana sin dejar de aparentar que estaba en su contra. A ella un solo individuo no le haría más daño, a ellos tampoco más fuertes. Y en cuanto a él mismo, se consideraba perfectamente preparado para no perder su identidad en el conflicto de intereses entre ser del bando de ella y simular su apego por los otros. Estaba seguro de su esencia, seguro de no perderse en la antítesis en que vivía.
Y, por ahora, su esencia corría peligro. No era el momento para elucubraciones: debía parecer amigo de ellos. Hacerse acreedor de su simpatía. Para los demás debía pasar por un ser con una definición muy precisa, nada de ambigüedades. Ellos le tenían que identificar como alguien de su lado. Y el mejor método era echar balones fuera. No dudó un instante.
―Os equivocáis, el monstruo no soy yo. Es Dana, mi mujer. Ella es quien os ha de asustar ―Colino se llevó las manos al pelo. Los demás observaron impertérritos sus esfuerzos por arrancarse mechones de cabello.
―¡Mirad! No os engaño ―al tiempo que, desesperado, se desplumaba, iba repartiendo el despojo cabelludo ante la barrera humana a la que se enfrentaba. Los compañeros de Colino dieron un paso adelante, mudos, sordos a tanta parafernalia estúpida.
―¿Acaso no veis?
El bancario se contrajo de terror. Lo estaban confundiendo con Dana. ¡Aquella partida de violentos lo creía del bando de ella!
―Soy exactamente como vosotros ―Colino, torturado por el recuerdo de la muerte de la madre de su esposa, se retorcía inútilmente. Dieron otro paso adelante.
―Creéis saber pero andáis perdidos.
No quedaba más que una franja estrecha entre la ventana y el cerco de personas. Estas murmuraban satisfechas de su masa compacta, pero ninguna quiso entablar diálogo con Colino, resguardadas en la seguridad de su propio número.
―¿Cómo podéis tener tanta seguridad? En realidad, no es de mí de quien deberíais tener miedo, sino de cada uno de vosotros que estáis tan seguros de no errar ―trató de huir de nuevo rompiendo a través del paramento de cuerpos y volvió a fracasar.
Tras la tentativa, y desvaneciéndose por la falta de esperanza, dejó oír su voz, ya sin el ímpetu de un grito, resignada.
―No soy lo que creéis... ¿Por qué estáis convencidos?, ¿acaso hay algo...? ―otro paso adelante del muro humano silencioso, ciego, resolutivo.
En el suelo, veinte plantas más abajo y con el alboroto propio de la calle, nadie tuvo la oportunidad de escuchar el ruido de unos cristales al romperse.

sábado, 26 de noviembre de 2011

Colino y las arañas 25/29

Colino necesitaba librarse del acoso de sus compañeros de trabajo. Se levantó hasta la ventana para evadirse de sus preocupaciones, dando la espalda a la oficina que más parecía una cueva llena de misteriosos cuchicheos. Los tejados, a esa hora de la tarde, se convertían en una sucesión de diedros contrastados, los unos bañados por el Sol, los otros desaparecidos en la penumbra, e, intercaladas, azoteas escondidas cual pequeños collados en la compleja geología urbana. La luz inverniza buscaba su camino entre tanto accidente sin lograr en el empeño más que dos efectos radicales, o luz o sombra, o bien refulgentes brillos en las cubiertas encaradas a su favor, o bien el abandono en las tinieblas crecientes al resto de habitantes arquitectónicos. Colino necesitaba encontrar en el paisaje el consuelo del equilibrio, pero un caserío abigarrado lleno de esquinas ocultas en la umbría, o paramentos iluminados que saturaban sus ojos, no le estaba sirviendo sino para acrecentar el desasosiego.
No había nada vivo. Solo una sucesión de trazados geométricos, ajustados a una perspectiva matemática, todo ello en una atmósfera limpia de nieblas o nubes. Un mundo vectorial, purificado de toda experiencia, donde las relaciones entre los objetos se atenían a leyes tan perfectas como imposibles, un espacio de irrealidad inhóspito para un ser vivo. Colino empezó a sentir vértigo ante la distancia que lo separaba de tal sueño de perfección inaccesible. Únicamente había un elemento que rompía la sincronía general: la absurdamente enorme masa de la torre de la catedral. Un pegote injertado en el muñón de la antigua torre caída. Aquella erupción de dudoso gusto proyectada hacia lo alto era lo único que interrumpía la vista.
Tras una primera inspección somera de la monótona vista vespertina de la ciudad, dedicó Colino los siguientes minutos a taladrar el diseño general para descubrir detalles. Por la izquierda una sección entrevista de muro en llamativo color amarillo, enfrente una antena moderna en rojo y blanco que reproducía en miniatura a la Torre Eiffel, por fin algo vivo en la forma de una abuela inclinada hacia la calle sobre el antepecho del balcón, unas caras mirándole en el paramento de la torre catedralicia. ¡Unas caras mirándole a él! Sus entrañas se removieron de dentro afuera recorridas por el susto.
Volvió a fijarse, pero no había duda. Allí estaban: rígidas, expectantes, aterrorizadas. Estudiolas con más detenimiento y entonces descubrió en ellas los rostros de su propio departamento. No hacían nada, estaban allí, mirándolo. Flotaban en la cristalera de la ventana manteniéndose levitando sin peso en el espacio geométrico de los tejados. Tuvo que hacer un enorme esfuerzo de concentración para cobrar conciencia de que eso no era posible. No se trataba de una visión proyectada por su mente, ojalá lo fuera. Toda aquella silenciosa reunión de personas era real, y estaba detrás de él. Porque lo que veía en el cristal no era más que un reflejo, distorsionado por las irregularidades del ventanal, de la propia oficina. Se dio la vuelta muy despacio y se los encontró: una pared muda formada por sus compañeros de trabajo. Inmóviles, con los ojos fijos en él. Colino retrocedió un paso hasta que su espalda chocó contra el cristal. Echó la mirada a un lado, a otro. No tenía escapatoria. Aquella gente lo estaba cercando.

miércoles, 23 de noviembre de 2011

Colino y las arañas 24/29

Colino miraba absorto a la ventana desde su silla. Aquella mañana le habían dejado tranquilo los compañeros. Ni un mal gesto, o palabra. Se diría que la tormenta desencadenada alrededor suyo estaba amainando. Lo malo era que ignoraba la causa de la manía que se había levantado contra él y el por qué de esta escampada inesperada. Puede que le importase muy poco, o nada, todo ese tropel de gente con el que compartía el lugar de trabajo, más aún, que, en realidad, los aborreciera, sin embargo el desconocimiento de lo que les azuzaba en contra suya, lo estaba empezando a asustar.
Ante el incomprensible acoso, no obstante no se resignó, sino que, decidido, contraatacó. Y lo hizo con su método propio para granjearse, si no la amistad, sí al menos cierta templanza en la animosidad del ambiente: dar bien para recibir dominación. Siempre había resultado la mejor táctica. Así que desplegó una intensa actividad. Favores, sonrisas, silencios cómplices; echar una mano a unos y a otros... Sin embargo no había forma de mitigar toda aquella inquina por más esfuerzos que hiciera. Era frustrante e inexplicable. Así fue como le sucedió con Carmina, quien, por nada del mundo le miró con algo distinto al rencor a pesar del despilfarro de buena actitud hacia ella. Invertir en sus compañeros el bien no le estaba rindiendo lo esperado. Al contrario, la cosa empeoraba.
Por lo bajo había empezado a escuchar frases sueltas que destilaban un odio irracional: "es un monstruo", "estamos en peligro", "nos devorará." Expresiones totalmente absurdas pero de las que no podía defenderse por ser desatinos. Y como en horas de tribulaciones todo son malos pensamientos, una idea estrambótica comenzó a abrirse camino en su cabeza: la de que las peculiaridades de su mujer fueran contagiosas. Recordando con repugnancia la metamorfosis de Dana, se estremeció ante la idea de que se abrieran en su faz los fríos ojos depredadores de arácnido, o se extendiera por su cuerpo el vello oscuro de su atractiva esposa, qué no decir de aquella proliferación de patas. Colino, obsesionado, llegó a acercarse al baño varias veces, cuando empezó a oír esta clase de comentarios, para echarse un vistazo en el espejo, no fuera a asomar algún inadvertido estigma de dicha monstruosidad. Pero los espejos eran tercos. Su fisonomía no había transitado hacia la de un bicho. Entonces, buscándole alguna causa dio en un laudo de gran resistencia a cualquier argumentación: "Quizá, reflexionaba el excitado bancario, poseer la maldición de Dana incapacitaba, por naturaleza, para percatarse de las hechuras de araña". Esta sola idea anulaba la utilidad de cualquier espejo.
―"¿Y si toda aquella parafernalia maldita de patas, pelos y quelíceros se hubiese instalado en mí, y no me diera cuenta?".
Colino navegaba perdido en la ojeriza general hacia él, un océano de ojos acusadores y dedos que le apuntaban como si irradiara rareza. Ciertamente, no habría sufrido tantas tribulaciones de haberse sentido normal, un tipo más. Pero no era el caso, porque él mismo sentía odio a todos. No podía evitarlo, como un frío indeleble que le ponía la piel de gallina cuando se veía rodeado de gente. El único lugar donde no padecía tal trastorno era su hogar; es más, allí Dana, obrando de mágico bálsamo, se lo calmaba. Extrañamente la presencia de su mujer nunca le despertó esa aversión que se traía hacia las personas; como si él, de algún modo, la hubiera intuido siempre inhumana, aun antes de la fantástica epifanía aracnoide.
En su casa se encontraba a sus anchas. Tanto que, en realidad, esa estrategia de dar bien para recibir dominación, Colino la concibió para crear una extensión del hogar, una burbuja a su alrededor cual caracola a cuestas. Un palenque en cuyo interior, desde su estrado, dirigiera a los demás con objeto de que no le hicieran daño. Convertirse en dueño y señor de la ley y el orden, monopolizador de la fuerza punitiva para desviarla de sí mismo. Porque él tenía pánico al dolor, a todo dolor. Haría cualquier cosa por evitarlo, incluso erigirse en el dictador que impusiera las reglas del juego merced al arte de adueñarse de la simpatía de los demás. En este arbitrio veía su mejor protección.
El descubrimiento de la aracnicidad en Dana, en vez de sumirlo en aversión hacia ella, produjo el efecto contrario: le unió. Ambos se sabían extraños en el mundo de los hombres, y se necesitaban. Ambos dependían del disimulo para deambular por la vida con el máximo de garantías. Ser alguien vulgar era la mayor, o única, respuesta al miedo a destacar, a ser descubiertos. Ella por su extraordinaria esencia, él por su misantropía.
Pero algo extraño había sucedido. La vulgaridad, que era su seguro, de algún modo ya no le hacía desaparecer ante los demás. Se estaba distinguiendo, contrastado contra el fondo como una de esas sombras chinescas, patentes al público, inocultables a los espectadores que eran sus congéneres. Pero él necesitaba con desesperación pasar desapercibido. La angustia por su actual conspicuidad lo estaba minando física y mentalmente. Le iban a conocer el odio hacia los hombres que llevaba dentro, o, peor aún, se lo habían conocido ya. Eso le producía terror pues, pensaba, le atraería idéntico sentimiento de fobia de todos ellos. El corazón bombeaba errático en su pecho mientras gotas de sudor, frotando con un sutil prurito, le empapaban la barbilla. El cerebro, devorado por el temor, andaba maquinando mil diabluras. ―"¿Es lo más lógico que si adivinaran algo distinto en mí, algo que me delatara como diferente, movidos por el miedo, se volvieran en contra mía, como los que mataron a la madre de Dana?" ―se alzaron en su cabeza, con fuerza caníbal, pensamientos tan inquietantes como ese, y aún mucho peores. En el fondo, para Colino, el final de la madre de Dana sería algo así como el justo precio por su contranatura. Un destino merecido. El problema era que ese razonamiento le engullía a él también.
Dana. Colino no había llegado al conocimiento valiosísimo de que ella era su apoyo fundamental; que estaba siempre ahí, al llegar a casa, para darle el equilibrio, para proporcionarle la energía necesaria. Pero Dana llevaba varios días distante. Y esta vez era distinto del anterior bache que tuvieron cuando descubrió el secreto de ella. Esta vez la actitud fría y ausente no partía de él, sino de su mujer. Era Dana quien no le buscaba como antes, deseosa de satisfacerle. Para colmo, nunca como hasta ahora había faltado tanto de casa. Ella lo justificaba por unas nuevas amigas. Colino no había investigado la veracidad de eso. En cualquier caso, incluso cuando su esposa estaba en casa, lo trataba con desconfianza, como si no esperara nada de él. Pero a Colino solo le valía recibir todo el cariño que ella tuviera. Lo demás no le servía para nada.

sábado, 19 de noviembre de 2011

Colino y las arañas 23/29

El jefe de Colino fue hallado muerto, hundido en el enfangado tollo. El arma disparada, y su rostro prácticamente volatilizado merced a la perdigonada recibida a bocajarro. En el gatillo no más que sus huellas y en la percha una polla de agua desplumada.
―¿Tiene que llamar ahora? ―el agente, de guardia al teléfono, bostezaba molesto. Ya era la quinta llamada aquella tarde, y empezaba a resultar repetitivo.
―Oiga, es él, sin duda ―el anónimo interlocutor ignoraba el escepticismo del policía.
―Si no lo dudo, pero es que, ¿a nadie le resulta simpático ese hombre? ―El funcionario, harto de tanto malquistamiento hacia Colino, lanzó un suspiro mientras alargaba la mano por un cuaderno. Decidió, con muchas reticencias, apuntar por escrito por si a Jiménez le resultaba útil este enésimo testimonio telefónico.
―Verá, es increíble. Colino se subió al árbol sin tocarlo. Como suspendido de una cuerda. Pero nadie lo izó. Tiene poderes, ¿sabe?...
El policía se hallaba tomando nota de la llamada, con el altavoz del teléfono activado, cuando pasó junto a él un compañero del departamento.
―No te quejes, que ayer me tocó a mí uno que le vio rascarse sus cuernos ―comentó el que iba de paso.
―No te quedes conmigo ―respondía el otro.
―¿Cómo dice? ―interrumpió su narración el testigo. El policía escribiente se dio cuenta de su error. Olvidó cubrir el auricular con la mano para censurar su desahogo con el compañero.
―Que se cuelga de hilos como las arañas. Eso iba diciendo ―prosiguió el amanuense resignado.
―Deben llamar a la NASA. Que abran en canal a ese maldito Colino y lo analicen. Seguro que todavía hallan en sus tripas al asesinado.
―¿Qué quiere decir?
―A su jefe, el que cazaba.
―Colino no estaba por allí.
―Mentira ―reaccionó con viveza el anónimo delator.
―¿Y eso?
―No en la misma cacería, pero él andaba cerca.
―Bien.
―No me cree. Pregunte en la tasca del pueblo, pregunte.
―¿Y cómo es que sabe tanto?
―Soy un ciudadano solícito que conoce la verdad y no permitiré que nadie la burle.
―Déjeme sus datos.
―De eso nada. Yo señalaré desde la sombra. La sombra me da poderes. Si salgo de ella encontrarán mis motivaciones, por lo que dudarán o querrán corregirme. Al final me reducirán a testimonio irrelevante. Mejor que no se me conozca ―por supuesto la policía trató de investigar el origen de las llamadas anónimas, pero el interlocutor o interlocutores nunca dejaron pistas de su rastro.

miércoles, 16 de noviembre de 2011

Colino y las arañas 22/29

Colino ya no estaba contento en su trabajo, pues algo importante había cambiado: sus compañeros le odiaban. Antes, la fuente de disgusto provenía de una única persona: Carmina. La mirada reprobatoria de la secretaria lo había seguido por todas partes, volviéndose particularmente rencorosa cada vez que él se dirigía al jefe o viceversa. Y no solo aquellos ojos de hielo, todo en esa mujer había exudado aversión hacia él: los gestos displicentes, el tono de voz, hasta la respiración se le volvía atropellada cuando coincidían. Carmina se terminó por convertir en su gran maldición, en la terrible hechicera de todo cuento de hadas que lanza sobre el inocente héroe un conjuro para buscarle la perdición. Con ella viva había sido imposible desenvolverse cómodo en la oficina. No la soportaba. Por eso ahora que estaba muerta se las prometía felices. Por fin, Colino vislumbraba ante sí una larga etapa de tranquilidad. Sin embargo poco sospechaba que iba a echar de menos aquella pequeña molestia, tan terca, tan solitaria. Pues, elevándose desde todos los lados a su alrededor, reapareció idéntica sensación que le produjo Carmina mientras vivió, pero ahora multiplicada por toda la plantilla. Parecía que el alma retorcida de aquella bruja se hubiese transmigrado a la integridad de los trabajadores de la oficina, emponzoñándoles y azuzando el rencor que siempre le tuvo. Escuchaba el crepitar de la hoguera que lo perseguía en los ojos de los hasta ahora inofensivos trabajadores, aquellas personas que compartían labor con él y nunca le manifestaron hasta hoy malquerencia alguna. Qué sordo murmullo, tan deprimente como el de la mar para el náufrago que echa mano al flotador pinchado. Lo percibía en cada una de las idas y venidas que hacía por los despachos. Les sabía pendientes de dónde se paraba, de sus consultas, o de las llamadas. Llegó a sentirse tan asediado que, a veces, miraba por encima del hombro, en la creencia de que se iba a encontrar con una funesta contable enarbolando el tóner de la impresora, a punto de descargarlo con furia sobre él.
Además, se estaba encontrando cada vez más a menudo con situaciones poco favorables. Si hasta ahora había sacado adelante con donaire todos aquellos apuros que se le fueron presentando habitualmente durante su jornada laboral, desde este momento dejó de suceder. Así, cada vez que proponía algo o presentaba una solución, siempre llegaba alguien con otra idea que, por aclamación, de inmediato se aplicaba menospreciando la suya. Ya no se le hacía caso, es más, se le desoía. “Muy complicado, muy difícil, le decían, mejor lo de este otro”.
Todo ello estaba haciéndole dudar de su eficacia, incluso de su inteligencia, hasta el punto de sentir vergüenza a hablar. Hastiado, se retiró de la vida social, retrayéndose hacia su lugar de trabajo. Nunca pasó más horas en el escritorio que en estos momentos, olvidándose de todos, vigilado por todos. En casa, su mujer le descubría mirando al techo mucho más que antes, con una obstinación casi enfermiza. El hombre yacía en la cama las horas muertas en esa intimidad silenciosa, ausente a todo y a todos.
Qué distinto estaba ahora de los días posteriores a la muerte de Carmina, en que parecía tan feliz. No duraría más de una semana el subidón de dicha que experimentó Colino: aproximadamente desde el accidente de coche de la secretaria hasta el segundo interrogatorio del agente Jiménez. En ese lapso de tiempo el bancario mostró lo mejor de sí mismo. Es más, Dana volvió a verle con el mismo espíritu cariñoso y complaciente de la etapa de recién casados. Recuperó algo de su locuacidad, que en los últimos años había ido perdiendo, y hasta se atrevió a proponer un viaje juntos, cosa a la que Dana se negó inmediatamente: "como en casita en ningún sitio", se resistió ella. A partir de ahí, del nuevo interrogatorio que practicó el agente, ella percibió la caída fulminante en el ánimo de su marido. Una caída tanto más dolorosa por el contraste con lo que fue durante esa semana mágica: jovial, al menos para los cánones habituales en él, y extrovertido. Ahora, en cambio, se había vuelto tanto sobre sí mismo que apenas reparaba en que estaba viviendo con su esposa. No solo no hablaba, tampoco cumplía obligación alguna. Sentarse o yacer en el lecho eran los únicos movimientos en su vida. Se había convertido en un pecio incapaz de hacer cosa alguna. A Dana no le importaba su falta de colaboración en la casa, pues el hogar-guarida ella lo sentía como extensión de su propio cuerpo, pero sí le irritaba su desinterés, la despreocupación por defenderlo. De los dos, Colino era el humano, por tanto, para Dana, era él quien debía proyectar una función de pantalla que les salvaguardara frente al mundo de los hombres.
Lógicamente, tales extremos en el espíritu de su marido la turbaron. El hundimiento no pudo deberse, reflexionó Dana, al interrogatorio en sí, pues a Colino no le afectó en absoluto, como tampoco lo hizo la primera vez, inmediatamente tras la muerte de Carmina. Por otra parte no esperaba que Jiménez le apretase en exceso, aunque solo fuera por lealtad hacia ella. Así que la mujer empezó a desconfiar de la solidez de su marido, o de su amor. Las dudas que Jiménez sembró en ella, en la cafetería, durante su última conversación, sobre la fiabilidad de Colino para guardar el hogar no contribuían sino a aumentar su inquietud. Dana no podía dejar de reconocer, no obstante y sin disponer de más elementos de juicio, que una buena parte de la culpa por la radical depresión de su esposo tenía que atribuírsela a sí misma y su extraordinaria esencia medio arácnida. Por tanto dejar de creer en él ahora sería como una traición. Por algo así ya pasó una vez, al abandonar a su madre en aquel pasadizo, y no deseaba repetir.

sábado, 12 de noviembre de 2011

Colino y las arañas 21/29

Colino se sentó en su silla. Jiménez acababa de terminar con él. El policía vino a primera hora al banco escoltado por su ayudante y, con la excusa de completar la información que recabó de su anterior pesquisa, repasó a la plantilla entera nuevamente. En esta segunda ronda de interrogatorios a todo el personal, Colino no se puso tan nervioso. Por más que seguía siendo intimidante el procedimiento, el bancario ya no tuvo el desagradable impacto por la novedad.
Una vez cumplido el trámite de las preguntas, retomó su tarea con ánimo. Aún tenía por delante un largo día de trabajo y la interrupción del agente no le iba a distraer. En eso de abstraerse, como si nada hubiera interferido, tenía cierta capacidad excepcional. Los últimos sucesos en su propia casa, aun con ser tan increíbles, no lograron despistarle de sus obligaciones laborales, ni de ningún otro tipo. Colino pasaba, como una apisonadora, por encima de atosigamientos. Así era que los demás lo veían como alguien equilibrado y frío. Pero no se trataba sino de una ficción, pues en realidad sí le alcanzaba la vulnerabilidad. Para combatirla él tenía su sistema: lo que quiera que amenazara atormentarlo quedaba comprimido en una fruslería, una especie de egagrópila de su conciencia empaquetada en su particular telaraña. Y de ahí no saldría nunca, jamás. Por tanto, de Colino los demás percibían solo una parte, la más estoica. El resto de él se hallaba enjaulado. Pero encerrar no significa no ser.
De esos fragmentos del bancario que componían su cara oculta, Dana solo tuvo alguna intuición. Era el caso de la hostilidad de su marido hacia sus congéneres humanos en la que ambos coincidían. ¿Mas eso era suficiente para confiarse ciégamente a él? El hombre parecía siempre idéntico a sí mismo, con la expresión medida, templado con la indeterminación de un espíritu inasequible. Pero, Dana, ¿qué podía inducir de su sempiterno hieratismo: la solidez de alguien inconmovible en quien saberse segura o el fraude de un ser débil que se derrumbaría en el momento límite?
Ningún compañero, así pues, tuvo ocasión de contestar afirmativamente a la pregunta del policía sobre cualquier cambio en él: siempre estaba igual. No así los demás, que largaron con munificencia sobre lo que pensaban los unos de los otros. El agente sacó una lista gigantesca de observaciones. Era como si el ingeniero que opera la presa de un embalse, abriendo las compuertas, dejara vía libre al cúmulo de murmuraciones, sospechas, odios y compadecimientos de los compañeros entre sí. Cada uno forjaba su propia opinión sobre los demás, dibujando una imagen personal del otro; y no había excepciones, un auténtico ejercicio compulsivo de imaginación al que nadie quería renunciar. Podría haber un mismo tipo al que los demás creyeran o tímido, vengativo, recién viudo, un vulgar trepador, o un desconfiado, incluso alguno podía pensar que acaso estuviera enfermo, o así. ¡Y tan múltiples pareceres solo de uno!, obrándose el maravilloso milagro de ocupar, muchos individuos distintos, un mismo espacio físico.
El caso era que, una vez fuera del cuarto de interrogatorios, los compañeros ponían en común las preguntas, tratando de atisbar algún indicio en la vía que seguía la policía, o buscándose cada cual su propia resolución. Como en toda pesquisa científica, los datos comunes eran los más reveladores. Hacían pensar que el inspector, si insistía en un mismo punto, es que insinuaba un culpable. Y el nombre por el que más veces pareció interesarse el agente fue por Colino. Conforme fueron más y más los que daban su conformidad a este parecer, la imagen respecto al compañero iba unificándose. Si al principio esta era múltiple: bien reservado, o pelota, o despreocupado, o soberbio, o cualquier otra cosa; poco a poco fueron desechándose opiniones, o integrándolas por intuirse sinónimas, hasta que el juicio general quedó dividido en dos. Los unos, la mayoría, pensaban que Colino era un superdotado que hacía lo que los demás en la mitad de tiempo, y el resto del personal lo formaba el núcleo duro de inquebrantables para quienes Colino no era más que un falso, un fraude que vivía a cuerpo de rey a costa de toda la plantilla.
―Es un cara. Cuando le hacemos un favor, una hora de trabajo nos adelanta ―murmuraban estos últimos.
―Cuando se sienta, ya se le ha ocurrido una forma de superarnos ―rezongaban envidiosos los que le atribuían capacidades intelectuales sobresalientes.
―Ya está bien de tanta ventaja.
―Deberíamos tener todos las mismas oportunidades.
―Vive demasiado bien ―concluían los unos.
―Vive demasiado bien ―pensaban los otros, llegando a un acuerdo tácito entre todos a pesar de partir de presupuestos dispares.
Colino no tuvo conocimiento de la tormenta que se avecinaba. Sentado en su estrecho puesto, un capitán ciego entrando en la galerna levantada ante su proa, no reparó en los signos del peligro.
La vigilancia se cerró sobre él. Si levantaba la cabeza hacia la ventana, el espionaje se lo reprobaba. Que escribía algo, peor; porque una idea suya demasiado brillante sospechábase dañina por hacer peligrar puestos de trabajo. Y cuando el jefe acudía a él, un furor sordo salía de las mentes de la plantilla indignada por el incienso, con el agravante de que la actitud de rondar partía del jefe. Tan adocenado, pensaban, que ya iba solito a por su ración de jabón.
―Pelota ―clamaban en silencio los compañeros del inadvertido Colino, mientras el jefe departía algo con él a la vista de todos.
Aquella misma tarde empezaron a recibirse las llamadas sobre Colino en la jefatura de policía. Cada día sonaba no menos de un par de veces el teléfono. Una procesión de voces anónimas que amenazaba sobrepasar la paciencia de los agentes. Todas ellas claramente acusatorias, o difamatorias incluso. En unas dudábase de la coartada del hombre, en otras se insistía en la tirria de Colino por Carmina. Pero no contentos con esto, otros aludían a su inmensa fortuna, o a sus contactos misteriosos. Los había, en un alarde de inventiva, que aseguraron haberlo visto volar de una azotea a otra.

martes, 8 de noviembre de 2011

Colino y las arañas 20/29

―Debes huir de él. Te causará problemas.
―Yo no lo veo así. Es una persona vulgar y corriente ―la mujer semiaraña lo puntualizó con énfasis demostrando lo que la discreción representaba para ella: su forma de vida―. Me quiere como soy. De hecho, él me conoce. Sabe de mi aberración.
―Pero qué ingenua eres. ¡Estás en peligro! ―el alquimista casi gritó alarmado. ―Cuanto más tiempo pases con él mayor riesgo corres. Te terminará delatando. No podemos convivir con los hombres por una mera lógica natural. Si lo hacemos, nos arrollarán.
―No me ha delatado y no creo que lo haga ―se empeñó ella.
Jiménez giró la cabeza en señal de escepticismo.
―Aunque te parezca difícil de entender ―defendió Dana a Colino― tuvo su oportunidad. Te digo que ha demostrado que me quiere proteger.
―Estás equivocada.
―No me has dado apenas tiempo para saber de tu vida y ya quieres elegir por mí ―la joven empezaba a hablar más enérgicamente―. He tenido que buscar mi camino sola y empiezo a estar orgullosa por haberlo hecho bastante bien. Así que no empieces por tachar todos estos largos años de disimulo y de miedo. Son míos, no pertenecen a nadie.
El alquimista se quedó en suspenso un instante, como si, sorprendido de la opinión de Dana, meditara sus opciones.
―Cuando encontré a tu madre me percaté al instante de su peculiaridad y, ocultándola a las miradas de la gente bajo las mantas del carro, la llevé a mi casa. No me alargaré en su descripción. Era como tú.
―Ya, ya sé lo que soy: una abominación. No hace falta que me lo recuerdes ―protestó Dana―. Pero he dejado de ser aquella asustada cría que huía de unos asesinos. Tengo una vida propia junto a Colino, y quiero vivirla.
El alquimista, estupefacto ante tan firme y arriesgada resolución, no opuso razones.
—Está bien, trataré de no olvidarlo, pero yo no he pasado tantas incertidumbres para nada. Estaré a tu lado suceda lo que suceda ―y, levantándose con bríos, añadió ―ya sabes dónde me tienes.
El alquimista se dirigió a la salida del establecimiento, que franqueó para internarse en la atareada calle, un colapso a esa hora del mediodía. Ella lo vio a través de los cristales de la cafetería. El hombre cruzó la acera y, a modo de despedida, se volvió un segundo. Un gesto, un caluroso movimiento con la mano servía de adiós por el momento. Ella sonrió. Dana tuvo la certeza de sentirse querida y arropada por él. No importaba que hubiese alguna disconformidad entre ambos, el alquimista estuvo unido a su infancia y la huella de su sombra no desaparecería nunca.
Ahora, de adulta, veía las cosas de un modo distinto que de niña. Como si el hecho mismo de pensar se realizase con otro órgano diferente que de pequeños. Los mayores tienden a hacerse preguntas porque no entienden. De chicos no hace falta comprender sino sentirse amados. Por ello nunca interrogó a su madre; porque el cariño materno allanaba cualquier dificultad, cualquier paradoja. Pero ahora, mientras hablaba con el hombre con el que formó en su momento una familia, sentía la necesidad de saber los porqués. ¿Quién era?, ¿exactamente qué compartía con él? Su madre no le llegó a hablar nunca de ello. ¿Sería una decisión consciente por su parte? Tenía que ser así, pues oportunidades las hubo. Hurgar ahora sería violentar aquel silencio de la que le dio el ser, una traición tanto más insoportable cuanto que el abrazo de ella no se había enfriado en su recuerdo. Y se sentía tan huérfana de este... Se la arrebataron antes de que el amor materno colmatara el hueco en su pecho. El vacío de cariño funciona como un ciclón que absorbe todo lo que va contra él. Una fuerza que arrampla con lo se le oponga, aunque sea la libertad en busca de sus preguntas. Nadie puede luchar contra esa fuerza. Dana tampoco. Si el problema de su identidad podía postergarse, no era el caso el de su seguridad. Dana había desarrollado con los años de disimulo una auténtica manía enfermiza. Fue capaz de tomar riesgos cuando se buscaba su futuro hacía mucho tiempo, pero ahora ya no quería volver a enfrentarse a ninguno. Su desconfianza hacia el género humano se había terminado por convertir en un atributo esencial, de ahí que nunca abatiera todas las barreras que la protegían. Con Colino, de todos modos, las cosas fueron bastante bien siempre, no necesitaba casi de esas barreras, y por eso no dudó en defenderlo con vigor ante Jiménez. Ahora, ya sola en la mesa de la cafetería, reflexionaba sobre las palabras del alquimista. Sonaban como un martillo pilón en su cerebro: “No podemos convivir con los hombres por una mera lógica natural. Si lo hacemos, nos arrollarán”. La incertidumbre sobre el humano con quien estaba casada empezó a disolver los cimientos de su vida en pareja. ¿Colino seguiría siendo su baluarte particular?

viernes, 4 de noviembre de 2011

Colino y las arañas 19/29

Dana quedó aturdida. Había estado a punto de escapar a toda velocidad calle abajo. Sin embargo, a la sola mención del personaje que las acogiera a ella misma, en la niñez, y a su madre, olvidó por completo su intención. Cómo iba a ignorar los felices años vividos en la casa del alquimista. Allí no tuvo nunca temor, y su madre le prodigó todo el cariño que una niña demandaba. Nada se podría parecer más a vivir en un paraíso donde no tenía que esconderse de nadie. El alquimista conocía su secreto y, mientras ambas gozaron de su hospitalidad, jamás hubo en él susto de verlas a las dos, por la casa, en su forma arácnida. Es más, fue el primero y último ser humano que la acarició, a pesar de las ocho patitas y su lanosidad marrón oscura, o de esos ojos compuestos a cuya contemplación los pocos hombres testigos respondían con espasmos y gritos inhumanos.
―¿Quién dices? ―Dana era desconfiada.
Jiménez se quitó el sombrero con toda la parsimonia. Su ralo pelo blanco apenas recrecía en aquel cráneo alargado de melón. Bajo la nariz chata de gorila su boca esbozó una sonrisa, más en potencia que en acto, que mostraba discretamente la alegría por el encuentro. Solo en potencia. Demasiados sinsabores como para olvidarlos de golpe. Dana echó de menos el mostacho a la moda en aquella época, que nada estorbaba a los abrazos que le diera de cría. En general, salvo por la pesadumbre que mostraba su rostro, no habría mayor diferencia. Sin embargo, algo en su fisonomía sí ponía un brusco punto y a parte a lo que fue el carácter de aquella cara risueña: el ojo derecho se hallaba cruzado por una gran cicatriz que ensombrecía el gesto. No obstante, la terrible marca en la faz no llegaba a descomponer el amor que profesaba su mirada. La mujer supo reconocer al instante a su querido alquimista.
―Es un truco. El sombrero cambia mis facciones ―explicó el policía.
―Creí que te..., que te mataron ―le costó a Dana pronunciarlo.
―Un golpe de hacha debería de haberlo hecho ―dijo el hombre señalando la vieja herida en el ojo. ―Estuve inconsciente..., tal vez durante varias horas o días, no sé ―como ambos tomaron asiento en una cafetería, la camarera acudiendo, interrumpió al agente. Después de tomar la comanda, la empleada les volvió a dejar solos, y el policía prosiguió: ―siento mucho lo que le pasó a ella.
Ambos se miraron. Dana se había creído siempre heredera exclusiva de todo el dolor por la muerte de su madre. Se equivocaba. El alquimista no era una fingida máscara de compasión. Su semblante delataba la tristeza de un hombre afligido, que en aquel aciago día había perdido algo tan íntimo, tan enraizado, que le ganaba el derecho a compartir, con la hija, el duelo por el recuerdo de la madre-araña.
―Te seguí el rastro durante un tiempo.
Al principio, la pequeña Dana, sola y sin nadie que le enseñara, erró sin objetivo. Su pista se hallaba sembrada de leyendas de la niña-monstruo que aterrorizaba a la chiquillería. Era fácil seguir su presencia. Con los años, la joven supo ser más cauta y camufló con la inteligencia de la lección aprendida, más a palos que a besos, su extraordinaria condición mestiza. Cada vez era más difícil de rastrear su paso.
―Llegué a un punto muerto. Te perdí.
A Jiménez se le enturbió la voz al recordar ese momento del pasado. La ausencia de todo indicio de la pequeña Dana solo tuvo, para él, una explicación: la captura. No la creía suficientemente preparada para enfrentarse a los hombres y su realidad, tan implacable como contradictoria. En aquel mismo instante en que, aturdido, no supo qué camino coger, sufrió un derrumbamiento moral que duró mucho tiempo. Años le costó superar la pérdida de ambos seres, madre e hija. Cuando, por fin, recompuso su voluntad de sobrevivir ya no cabía sino hacerse un sitio y aguantar lo que le tocara.
―Ahora estás aquí, y quiero recuperarte ―no cabía la menor duda sobre los sentimientos desbordados por el reencuentro con que el inspector se expresaba.
―Pero yo estoy atada a Colino. Sin él no estarías hablándome ahora. Al alquimista se le ensombreció el rostro.

martes, 1 de noviembre de 2011

Colino y las arañas 18/29

―Llame a mi marido ―Dana no redujo el paso.
―No le permite hablar conmigo, ¿eh? ―apuntó con perspicacia Jiménez.
Nerviosa, no contestó con un sí a la pregunta, ni él necesitó que lo hiciera pues tenía la convicción de que Colino se lo había prohibido.
―No me dirá que sus obligaciones le traen al mercado ―apremió la mujer.
―No voy a justificar mis andanzas. Soy un policía investigando ―por primera vez Dana escuchó la despersonalizada y firme voz del agente. Algo en su gesto y en la frialdad del rostro le indujo a ponerse a la defensiva.
―Muy bien. Ahora voy a hacerle unas preguntas ―insistió Jiménez. ―Trato de aclarar la coartada de Colino.
―¿Es que duda de mi marido? ―se irritó ella.
―Realmente no me importa. Y si fuera más inteligente, tampoco debería importarle a usted.
La mujer se paró de inmediato.
—Acaba de asegurarme que me iba a...
―Ya, ya, que me interesaba por Colino ―el agente se tocó la nuca dubitativo, mas inmediatamente se lanzó adelante con un discurso apresurado. ―Tenga en cuenta que debe elegir entre la verdad y su vida ―al ver la cara de extrañeza de ella se atascó. ―No, no quería decir eso, o no ahora. Es que, verá, he observado que lleva una existencia totalmente dependiente de su marido. Apenas hay nadie fuera de él. De hecho, usted casi no sale de casa.
―Estoy aguantando aquí por respeto a la autoridad que representa. Pero, aun así, no tengo por qué escuchar opiniones y chismorreos, ni siquiera de usted ―Dana empezaba a estar molesta, aunque, de momento, solo por las inconveniencias que acababa de escuchar, no por recelo.
―Ni siquiera trabaja ―Jiménez continuaba en el mismo plan, y, a despecho de su habitual mesura, con cada vez más urgencia por terminar de decirlo. Mientras, Dana cada vez más incómoda porque no lo concluía―. No se relaciona con sus vecinos en el mercado, no habla con nadie, ni se reúne con las amigas, ―la mujer de Colino empezó a arrugar el ceño, pero ya no por lo improcedente de semejantes mamarrachadas, sino porque tanto conocimiento revelaba un preocupantemente exhaustivo seguimiento sobre ella, ―y créame que no tengo nada contra las amas de casa. Pero, incluso para serlo, lleva una vida singularmente dedicada a su esposo.
—Buenas tardes, agente ―Dana se dio la vuelta rápidamente, con más miedo que indignación.
―Creo que huye en la dirección equivocada. Es más, sí que lo debería hacer, pero de él.
Fugitiva veterana de los hombres y conocedora de sus sutilezas, Dana creyó percibir una inquietante sombra amenazando tras la gravedad con que le hablaba aquel tipo. Por eso no dudó que tenía que marcharse, lo que Jiménez neutralizó agarrándola del brazo.
―Me sorprende que nunca buscaras al alquimista —dijo lacónico el agente con pleno conocimiento del significado tras sus palabras.