viernes, 28 de octubre de 2011

Colino y las arañas 17/29

El teniente gruñó algo y mandó a paseo a su subordinado, quien, por fin, pudo salir del despacho con un suspiro de liberación. A Jiménez no le gustaba aquel hombre. Se podría decir que jamás congeniaron. Sus modales maleducados y soberbios se mezclaban muy bien con la actitud despótica de que hacía gala en cada ocasión posible. Jiménez, libre y disperso, había estado gozando de las crepusculares maneras del provecto predecesor del teniente. Cinco felices años de recomendaciones, ligeros reparos y enhorabuenas, trocados a partir de la toma de posesión del actual jefe por órdenes, broncas y silencios.
―¿Ya no me necesita? ―Jiménez había llegado hasta su mesa en donde Dana, la mujer de Colino, aún esperaba tras haber declarado por el intento de asalto de que fue objeto.
―Todo arreglado. Puede marcharse ―el agente acompañó a la testigo hasta la puerta de la comisaría. Una atención por la que Dana no acusó extrañeza alguna.
―Demostró una gran frialdad ante aquel macarra. Es más, creo que no sintió miedo, sino irritación. Créame que los de esa clase no se andan con remilgos. Podría haber sido peligroso ―explicó Jiménez de camino a la calle pasillo abajo.
―No me asuste, que no ha pasado nada ―se quejó Dana, aunque en un tono despreocupado. Luego, algo más interesada comentó: ―ha sido usted providencial, sin duda. Todavía estoy preguntándome cómo apareció.
―Estoy de ronda por aquella zona.
―¿Por algo en particular?
―Sí.
―No será por mí, ¿verdad? ―se interesó Dana con una sonrisa algo forzada, más cerca de la inquietud que de la broma.
―Estoy tras otra persona.

―Repite eso ―le cortó Colino a su mujer.
―Dijo esas palabras, «estoy tras otra persona».
―¿Y después?
―Nada ―la mujer contestó con una despreocupación que contrastaba con el nerviosismo de Colino―, llegamos a la puerta de la comisaría y él se despidió.
―¿Se llamaba Jiménez?
―Sí, un tipo alto, con gabardina y sombrero.
―Hoy la gente no viste sombrero, ―reflexionó Colino acordándose del inspector que le hizo preguntas sobre la muerte de Carmina en el banco. El tipo llevaba en el brazo una gabardina y en el cráneo aquel sombrero clásico, tan llamativo por inusual. Colino empezó a incubar la ocurrencia de que esa "otra persona" a que aludió el policía fuese él mismo.
―No estés tan nervioso. Al fin y al cabo no me sigue a mí ―Dana alteró un poco el tono de voz.
―No entiendes nada porque no eres del todo humana y crees que todos te persiguen ―explotó Colino en un arranque de mal humor. Dana se encogió.
―Los hombres somos peligrosos ―añadió el hombre fuera de sí.
Dana volvió a recordar los hechos que acabaron con la vida de su madre. La herida abierta no cicatrizaría porque nunca había dejado de ser una fugitiva. Su única vía de contacto con el mundo era Colino, a quien le debía todo. Para empezar su libertad, o lo que quiera que fuera. Pero eso la obligaba a estar a merced de él.
―Entonces, ¿qué hago?
―Evítale, no hables con ese tipo. Si te llama, no le contestes. Si te pregunta, dile que hable conmigo.
Dana se obligó a levantar la vista. Estaba cansada de pensar, de prevenir, de disimular, sorteando a personas que, como aquel policía, fueran curiosas. Se había pasado la vida buscando un ser que la acogiera sin preguntas. Las preguntas socavan la solidez. Son azadones y picos que abren las paredes, los muros que nos protegen, e incluso afectan a los cimientos de la persona. Colino nunca había hecho preguntas, hasta que por un increíble arranque de mal humor, ella se descubrió. Ahora no podía huir de él. De hacerlo, estaba segura de que sería capturada. Por eso debía acatar la voluntad de su marido, sacrificando la propia.

lunes, 24 de octubre de 2011

Colino y las arañas 16/29

El hombre, poco a poco, volvió de sus pensamientos, atrapados muy lejos de allí, hacia la voz de su mujer que yacía al lado.
―Fue camino del súper. Atajé por el descampado.
―Te he dicho mil veces que es peligroso ―Colino hablaba maquinalmente, como si hubiera puesto en marcha una grabadora y repitiera un imperativo por enésima vez.
―Tenía prisa ―se defendió ella con cierta ironía.
El descampado era un enorme solar en donde algunos restos de edificios servían de polo de atracción a grupos de gente de muy diversa clase: drogadictos, jóvenes de botellón, desamparados, quinquis y demás hermandades. Algunas veces se producían asaltos y violencias y por ello la gente que conocía la zona procuraba evitarlo. Pero naturalmente la mujer de Colino no encajaba en lo que sería una ciudadana inofensiva.
―¿Te asaltaron? ―preguntó él, con cierta pereza, arrastrando la frase.
―Pues sí ―sonó entre preocupada y aturdida.
Algo en el tono de voz de ella alertó a Colino que se dispuso a escuchar atento.
―Creí que les había dado esquinazo ―se explicó Dana.
―¿Te persiguieron, entonces?
―Me oculté tras una pared, pero no sé cómo uno de ellos me encontró. Y yo no supe qué hacer, me tapaba cualquier escapatoria.
―¿Lo mataste? ―A Colino le tintineaban los ojos con un brillo salvaje.
―No..., no ―se apresuró a contestar. ―Apareció alguien.

―A ver, Jiménez, a ver si me aclaro. Usted está seguro de que Colino tiene que ver con la muerte de su compañera de trabajo. ¿Cómo se llamaba...? Ah sí, Carmina. Y lo que me propone es vigilarle. Explíqueme ―el teniente mascaba chicle despreocupado ante el impávido rostro del agente de policía Jiménez, sentado en la crujiente silla frente a su superior.
―En el interrogatorio, yo vi algo ―empezó el aludido.
―No me venga con bobadas. Eso fue hace dos días y no sacó nada ―ante la expresión de suficiencia de Jiménez, el teniente cedió: ―muy bien, ¿quiere decirme qué vio durante el interrogatorio para ser tan concluyente? ―En el despacho no había nadie más, de modo que Jiménez no tenía por qué andarse con pudores.
―Ese tipo es demasiado cumplidor.
El teniente dejó de mascar chicle y no parpadeó durante un minuto, digiriendo el irrelevante juicio de su interlocutor.
―¿Que es demasiado cumplidor? ―rugió incrédulo el teniente interrumpiendo su meneo mandibular. ―¿Me está tomando el pelo?
―No ―mintió Jiménez, quien se encogió de hombros para quitarse de encima la necesidad de añadir un auténtico razonamiento a su aserto. Los dos hombres se conocían desde hacía tiempo como para andarse por las ramas.
―Jiménez, ándese con más ojo y salga ahí fuera a husmear, que esto está en pañales ―el aludido se dio la vuelta deprisa dirigiéndose a la puerta del despacho. ―Ah, y qué historia es esta del pandillero que asaltó a la mujer de Colino. ¿Cómo es que estaba usted, casualmente, tan cerca?
La mano impaciente de Jiménez se quedó con las ganas de agarrar el pomo para salir.
―Bueno, ya le he dicho que Colino está en el meollo del asunto. Había empezado a vigilarle. Así que patrullaba por su domicilio.
―¿Antes de consultarme?
―Algo de iniciativa se me permitirá ―se defendió Jiménez.
―Aquí se hace lo que digo yo, y mucho cuidadito ―el teniente apuntó con el dedo al otro quien, a pesar de aquel gesto intimidatorio, ojeaba aburrido el repugnante cenicero atiborrado de chicles usados.

viernes, 21 de octubre de 2011

Colino y las arañas 15/29

―¿Qué tal el trabajo? ―preguntó ella, por fin, interrumpiendo una melodía de moda en la radio.
―Tengo algún problemilla ―resopló Colino.
Dana dejó todo lo que tenía entre manos para volverse con los cinco sentidos hacia su maridito. El fogón, bajo la olla, cocía un guiso de costillas que pedía a gritos acometerlo.
―El jefe, ya sabes, con su mandar mucho y no dejarme en paz.
―¿Y sufres mucho? ―ella puso cara de honda preocupación. Colino no sopesaba el grado de disgusto que su esposa alcanzaba por sus melindres.
―No quiero hablar de eso ―si Dana hubiera sido una madre habría descubierto que su hombre estaba mimoso.
Volviéndose hacia la cocina, continuó manipulando la cuchara de madera. Al cabo de un rato, Colino se acercó y la avisó de que la cebolla se estaba quemando.
―No quieres hablar de tu jefe pero te pones triste, y me disgusta que estés triste ―ella ni siquiera parpadeó ante la mengua del estofado
Él tardó en contestar. De la mirada de Colino era difícil deducir pues siempre andaba como divagando en otro universo, puede que el suyo o puede que viendo fantasmas ahí fuera. Colino, entonces, manipuló su expresión para componer un gesto heroico.
―No importa ―suspiró con una contención falsa. Realmente tener en suspenso a su bella mujer le infundía ánimos, aunque aparentara estar dolido.
―Seguro que sí. Y no me lo quieres decir. Si pudiese hacer algo, cariño ―Dana desconocía que a esas horas, en todos los hogares, sucedíase una queja, si no exactamente igual, parecida contra la población de jefes y superiores jerárquicos del mundo. Ella, tan aislada, tan arraigada a la casa que no gustaba de conversaciones con otras personas, ignoraba la escala de jerarquías en que discurre la vida de los seres humanos. Muchas veces él gustaba de hablar sobre la similitud entre el mundo de los hombres y el de las hormigas, haciendo paralelismos entre la organización férrea de los insectos y la de las personas: "Las hormigas vencen por orden, como nosotros", pero Colino también revestía esas explicaciones con circunstancias no muy positivas: "el orden sirve para empujar al progreso, y los individuos sueltos que no cooperan son aplastados por la masa que avanza". Naturalmente, venirle a Dana con el ejemplo de las laboriosas hormiguitas era perder el tiempo. Para ella, esos pequeños bichos de menos de ocho patas y amigos de grandes aglomeraciones distaban de ser ejemplo de nada. El de la mujer de Colino era un mundo individual donde solo existían su guarida, los peligros y la comida, nada más. Jerarquía y orden le eran conceptos ajenos.
Así pues entre que no entendía las complejidades del trabajo en equipo y que se había pasado bregando toda la tarde para satisfacer a Colino, comenzó a alumbrar un cierto odio hacia el dichoso jefe que aparentemente hundía a su marido en la melancolía. Pero Dana no estaba dispuesta a que ningún asunto se llevara sus esfuerzos a la basura. Así que intentó hacerle hablar, procurando, al menos, que el hombre se desahogara en su regazo.
Naturalmente este tratamiento era justo lo que él necesitaba, una droga que le volvía codicioso, y despertaba más y más sed de atenciones. Todo le parecía poco al bancario avaricioso. Así que, con cruel afectación, simulaba su impotencia y tribulación, para recibir el deseado caudal de Dana. Colino respondió finalmente a tantos cuidados y se puso a contar sus cuitas por el tan absorbente director. No paró de hablar, allí sentado en la banqueta, hasta que la cena no estuvo hecha. Luego comieron.
La mujer no se había ataviado especialmente. Mallas y una camiseta vieja ceñida, el pelo corto, todo de andar por casa. No le hacía falta cuidarse mucho de su indumentaria para requerir toda la atención de los hombres. Al poco, él acabó enredado en los labios de su atractiva esposa.

―Cariño ―dijo ella.
Colino no tenía ganas de contestar. Después de amarse, había quedado con la mirada perdida en el techo enhebrando hilos deshilachados de su pensamiento.
―Esta tarde casi, casi me descubren.

miércoles, 19 de octubre de 2011

Colino y las arañas 14/29

Colino llegó a casa puntual, como siempre. Él no se andaba con autoexigencias ni entusiasmos serviles a la empresa. Las siete marcaban el final de la jornada laboral y eso era sagrado.
Habían pasado dos días desde la visita del agente Jiménez y no habían vuelto a saber más de él. No es que el silencio trajera malos presagios, pero casi. Por más que el policía insistiera en tranquilizarlos asegurándoles a todos que se trataba de rutina, imponía respeto hallarse incurso en un procedimiento criminal por el asesinato de Carmina ―la policía ya daba por hecho que la compañera de Colino no se precipitó al pozo negro por accidente―. Además, tanta frialdad por parte de los agentes, tanto distanciamiento le ponían nervioso. Parecían entomólogos diseccionando un bicho.
Ya en el garaje recibió el potente olor a guiso. Era promesa de un recibimiento caluroso. Justo lo que necesitaba después de pasar todo el día encajado entre las relaciones anónimas y frías del trabajo. El trato no familiar con extraños erosinaba sus cualidades sociales, lo teminaba por desgastar. Un esfuerzo en el que él se echaba a un lado, apartándose del camino para crear un pasillo de cordialidad falsa por donde asomarse hasta el prójimo. Era agotador. Por ello miraba tanto la inversión de simpatía hecha en los demás: naturalmente con el objetivo de recuperarla.
Pero la energía para sostener ese constante esfuerzo no aparecía de la nada. Colino no lo sabía, pero en realidad todo ese caudal de fuerza procedía del amor de su mujer, de su entrega. Sin esta aportación el empeño del hombre se quedaba sin combustible que lo empujara. Sin caricias ni atenciones sus reservas se acababan, y la única madera por quemar ya era él mismo, su optimismo, su vitalidad. Pero eso solo servía para una urgencia.
Junto a la puerta de entrada, irrumpía de la pared un perchero con cuatro colgaderos. A los invitados les llamaba la atención la forma de las perchas. Parecían huesos. La mujer de Colino explicaba que se trataba de inofensiva madera tallada, pero a nadie le satisfacían sus palabras. La gente que entraba miraba aquellas protuberancias con disgusto y pasaba adelante sin colgar los abrigos en la esperanza de que el resto de la casa no arrojara sombras tan siniestras como las que aquellos dedos alargados del perchero dibujaban en la pared a la luz de las bombillas.
Al querer colgar su gabán, Colino se encontró con una desagradable sorpresa. De los cuatro ganchos, solo el de la derecha estaba ocupado por la prenda amarilla de su mujer. Todos vacíos salvo uno, el que le pertenecía a él. Emitió un graznido desagradable y, a continuación, colocó aquella cazadora invasora, sin mucho cuidado, en el hueco libre del lado izquierdo.
Dana llevaba trabajando en la cocina durante toda la tarde. Quería dar una alegría especial a su marido que tantos trastornos y cambios había recibido durante los últimos días. Colino formaba parte de su hogar, y ella guardaba su hogar. Lo protegía y, a su vez, se protegía en él. El exterior consistía en una amenaza, un sobresalto continuo e incontrolable. Su guarida, en cambio, no albergaba imponderables. Las sorpresas habían llegado a disgustar profundamente a Dana. Tantas sufrió en su vida y tan funestas que terminó por detestar cualquier sospecha de una. Así que Colino merecía un trato preferente, tanto por constituir una parte más de su refugio, como por ser la pantalla humana contra ese mundo humano, extraño y oscuro, que tramaba amenazas insospechadas a cada instante.
El gruñido de Colino, nada más entrar por la puerta, trastocó los planes de la ejemplar esposa. Dana, siempre pendiente de su marido, intuyó la causa de su disgusto. Cuando vino con la compra, con prisa como siempre que subía de la calle, no reparó en dónde colgaba la cazadora. Ahora lo imaginó: en el sitio equivocado. Una jornada feliz no podía empezar mal, y ella bien sabía lo que desagradaba a su marido encontrar ocupada la percha del lado derecho. Ya le conocía lo suficiente para saber que no era capaz de dominar sus prontos, más bien le dominaban a él. Así que para sosegarle, salió al pasillo. Pero ya era tarde. El hombre apretaba con demasiada fuerza el gabán al colgadero.
―Siempre que me tengo que encontrar ocupada la del lado derecho ―exclamó con un gruñido.
―¿Qué más te da?
―Es muy ancho mi abrigo y ocupa más. La puerta lo roza justo en las costuras de la manga.
Dana se quedó callada unos instantes. Meneó la cabeza resignada, y abriendo una amplia sonrisa le reconvino con cariño: ―algún día ese genio tuyo va a hacerte daño.
―Pero el abrigo…
Dana no se arredró. Muy segura de lo que hacía, se abalanzó sobre él y cubrió su mejilla con un beso lleno de amor. Aunque renegara, el bancario lo estaba anhelando. Bastó esa feliz explosión y todo volvió a ajustarse, sus niveles de vitalidad se colmaron, regresó el equilibrio. El caos percheril con los abrigos, o cuanto trajera pegado de fuera, cualquier sinsabor, duda, miedo, desaparecieron en ese instante. La familiaridad y afecto que le demostraba su esposa constituían su principal haber. Si Colino manejaba las deudas de bondad de sus compañeros de oficina, él se sentía en deuda con el cariño que le suministraba su mujer, derramado con tanta munificencia como el de una estación de servicio inagotable y gratis.
―He hecho una cena muy rica para ti.
La cara de la esposa estaba iluminada por una sonrisa abierta y franca, un prodigio de verdad. Nada en aquella luminiscente pureza denotaba algún estigma mal borrado de su esencia espuria. No había sino que asomarse a sus ojos rebosantes de sincero afecto para confirmarlo.
―¿Qué tal, maridito, en el trabajo?― pero antes de que él contase nada, ella le obsequió con la lista de sucesos corrientes de la jornada. Un rito solo interrumpido durante unos días en que se quebró la convivencia entre los dos, tras el “descubrimiento” por Colino de la naturaleza arácnida de Dana. Unos días de silencios que, si fueron duros para ella, él no los recordaba, huérfano del energético cariño de su esposa, como un camino de rosas. Pero eso ya era pasado. Las costumbres de siempre tomaban el ritmo del hogar, y, entre ellas, la de referir el diario. Su importancia era desconocida para él, pero, dado lo incansable de la dedicación, a su mujer le tenía que parecer fundamental. Consistía en que todas las tardes, al volver de la oficina, ella le presentaba la relación completa de lo que había hecho, no olvidando nada, ni lo más nimio. Tan por menudo lo contaba que podría ser hasta aburrido, e insistía una y otra vez hasta hallar la complacencia de él, su aprobado a cada acción que hubiera ejecutado durante el día. Exigiéndole una y otra vez que le señalara el menor descuido, la menor desviación en su comportamiento que se saliera de los cánones normales, lo que todos los humanos entendieran por una conducta humana vulgar y corriente.
Él prestaba atención al discurso de su esposa limitándose, de vez en cuando, a musitar algo, a soltar algún bufido de acompañamiento o un "bien" para afianzar. No más que lo que siempre hacía. Dana necesitaba saber con total seguridad que no se había traicionado incurriendo en algún descuido “extraño” que denunciase su esencia de araña. Ella necesitaba recibir su beneplácito y le prodigaba afecto, que a él tanto bien le hacía. Colino proporcionaba a Dana la seguridad de interponerse ante el universo de los hombres. Uno y otro sumaban fuerzas con que mantener incólumes los lazos que los unían.

domingo, 16 de octubre de 2011

Colino y las arañas 13/29

―Sr. Colino, ¿verdad? ―El policía de más edad, aún no muy convencido de la calidad con que el director desempeñó la comisión mensajeril, fue quien rompió el silencio.
―Sí, así es ―contestó el bancario. El brillo de su frente no pasó inadvertido a los dos interrogadores. Pero, como constatarían según avanzaban con el resto de trabajadores, no se trataba de ningún signo especial de nerviosismo.
―Soy el agente Jiménez y este mi ayudante―. Tras un frío vacío prosiguió ―le vamos a hacer una serie de preguntas que luego repetiremos a sus compañeros. El hecho de que sea el primero es totalmente casual.
Colino miraba inquieto a un lado y a otro. Sobre todo a la puerta, por donde acababa de entrar. Un tic instintivo, dadas las condiciones. Aquella ratonera donde le habían metido habría espantado hasta al menos pusilánime. Colgaba del techo una bombilla desnuda de vacilante brillo que apenas alargaba su luz a las cuatro esquinas. De esta miserable claridad venían toda una serie de espectrales visiones: los bultos en el suelo, sábanas sucias arrebujadas, un palé destartalado, fregonas, algunas rotas, y sobre todo botes, muchos, de colores vivos que dejaban en el suelo el cerco propio de su contenido, que no podía ser sino cualquier sustancia para limpieza. Tanto producto derramado impregnaba al ambiente de irrespirable atmósfera. Colino se preguntó si aquellos vapores serían inflamables, y si la bombilla, a pesar de su pobreza, no iniciaría la ignición. Sin duda el bancario estaba asustado, pero hubiera sido injusto acusarlo de flaqueza.
Delante de él, como flotando, le contemplaban dos desconocidos. El más viejo tenía una cara completamente insulsa. Colino podría estar memorizando esos rasgos durante una hora, que al minuto siguiente los habría olvidado. Lo único llamativo de él no venía de la fisonomía, sino de su indumentaria. Cubríase la cabeza con un sombrero clásico, un complemento hoy en día en desuso pero que, por lo visto, a aquel tipo le encantaba lucir, incluso en aquel antro.
El otro, el joven, parecía alguien en plena forma, el producto recién licenciado de la academia. Un muchacho de aspecto sagaz y autónomo, pero aún con la dentadura de leche a juzgar por la de veces que miraba de reojo a su superior, como si pretendiera con ello absorber su juicio por los ojos. Risueño y aparentemente superficial, sorprendían sus análisis en los que demostraba una gran capacidad para la observación. Hacía poco que recaló en la unidad. Quizá por ello a nadie extrañó que terminara de paquete del más veterano, Jiménez; al fin y al cabo, se pensaba, muchos bisoños lo hacían, arrimarse a las faldas de una mamá. Sin embargo, esta elección no era un capricho de novato al caer en un sitio desconocido. Jiménez era uno de los agentes menos amonestados en el cuerpo, uno de los policías más irreprochables. Respecto a su eficacia, el expediente laboral no contenía nada especialmente destacado, fracasos y victorias se repartían como en otros agentes. Era, sin duda, el policía más discreto, menos llamativo de la ciudad. Y el novato quería aprender el oficio de alguien como él, no de los ganapanes con que inició su carrera, en misiones de paz lejos del país. En la hoja de ingreso del joven ya figuraba bien clarito su querencia por Jiménez. El desagradable teniente no puso reparo alguno a los deseos del muchacho, tal vez pensando en la faena que le haría al solitario agente del sombrero.
El agente más viejo tiró hacia atrás una banqueta sin medio respaldo y se sentó ante el bancario. A la lógica pregunta de dónde estuvo el día que murió Carmina, Colino contestó que eran horas de oficina, y que eso era sagrado.
―Ya, ya sé. Entonces estuvo aquí hasta las...
―Si salgo antes de las siete, el reloj me delata y me echan la bronca. Y a mí no me gusta que me la echen por nada del mundo. Ante todo he de cumplir.
―Bien. Lo tomaré como contestación. Y... una última, ¿ha notado algo raro últimamente en algún compañero?
―Pues no tengo ni idea, señor. Yo me limito a sentarme y trabajar. No voy por ahí chismorreando. De hecho apenas me preocupo por los demás.
―Entiendo. Algo así como si no viera a nadie cuando llega a la mesa, ¿verdad?
―Colino afirmó con la cabeza―. Pero usted sabe que no está solo. De hecho, me ha sorprendido lo aprovechado que tiene su jefe el espacio. Apenas hay sitio para pasar entre mesa y mesa. Tanta aglomeración no deja lugar para la intimidad.
―Mi jefe tendrá sus buenas razones.
Jiménez se quedó mirando a los ojos de Colino como si no creyera lo que acababa de oír.
―Es muy cumplidor. Pero tranquilo, yo no soy amigo de su jefe ni de ningún compañero. Hago una investigación.
―Y yo le repito que mi puesto es una isla en medio de la nada. Jamás hago preguntas personales a nadie, ni siquiera sé si mi vecino de despacho está casado, o si tiene hijos. Mucho menos voy a enterarme de si viene llorando o riendo porque le tocó la lotería o se le murió el burro. Soy un perfecto trabajador que ficha, ejecuta, obedece.
―Pero dígame, si no es indiscreción ―el policía estaba más que acostumbrado a tratar con gente crispada, como ya lo estaba Colino―, ¿no siente algo más de simpatía, digamos una predilección especial, hacia alguno de sus compañeros?
―Soy un buen tipo, señor, de verdad.
Una vez salió el protagonista del primer interrogatorio, Jiménez, el mayor de los dos agentes, tomó la lista e hizo un tachón en el nombre que la encabezaba, quedándose mirándolo un rato, suspenso. Junto al de Colino, como en el resto de empleados, figuraba el nombre de su mujer, en este caso Dana.
―Los chicos de documentación han hecho un buen trabajo sobre esa lista, ¿eh, jefe? ¡Todo en un tiempo récord! Ahí tiene dirección, teléfono, seguridad social, si están casados o no, nombre del cónyuge..., no se quejará.
Jiménez seguía en su actitud ausente.
―¿Ha visto algo raro en este tipo? ―el ayudante estudió el lápiz en la mano de su superior. Golpeba la hoja con impaciencia.
Jiménez apretó los labios. Saliendo de su ensimismamiento, prefirió no compartir sus pensamientos con el joven ayudante: ―bien, preguntaremos si alguien más apoya la coartada y también pediremos a recursos humanos una relación de la hora de salida ―luego, el agente suspiró e hizo seña al joven para que llamaran al siguiente.
―Calma jefe, ―animó el ayudante, encaminándose a la puerta, con una sonrisa de comprensión ―que queda la tira de trabajo todavía.

viernes, 14 de octubre de 2011

Colino y las arañas 12/29

La oficina a esa hora de la mañana sonaba a máquina perfecta. Ruido de teclas y vaivén de sillas rodantes, susurros pocos y fugaces, que ni a propósito para una biblioteca. Todo el mundo se movía con eficacia milimétrica sin perder tiempo en pasos casuales. Con depurada coreografía aquel compenetrado cuerpo de baile haría las delicias del más puntilloso administrador.
Colino disfrutaba durante esas dos primeras horas. Había tranquilidad, y nadie se acercaba a importunar. Además, no era cuestión de despreciar las posibilidades de evasión representadas por los grandes ventanales, hacia donde sus ojos echaban esporádicas miradas. Si bien su mesa no se apoyaba contra el vano, pues había dos filas de escritorios interpuestas, no obstante la altura del piso permitía contemplar una reparadora panorámica de los tejados del centro urbano. El sol tendido de invierno atravesaba de parte a parte la oficina arrollando con su pureza todo a su paso. A Colino tal avenida le lavaba el espíritu hasta sacar, incluso, brillo a sus pensamientos.
Un palmetazo en la espalda lo sacó bruscamente de la burbuja y una voz, nunca bienvenida por disponedora, disparó sus nervios. Era el jefe. El que trataba siempre de hacerse simpático, el que engañaba con sutiles halagos y sonrisas para colar alguna tarea estúpida. Su espíritu risueño a esa hora de la mañana no presagiaba nada bueno.
–La policía está preguntando por ti, Colino. Es por lo de la muerte de Carmina, pero no te asustes, que el asunto no es solo contigo. Van a interrogar a todos. Será mejor que vengas a mi despacho, machote –la expresión del tipo, de exultante alegría, transparentaba el alborozo con que ejercía la función de mensajero. Los agentes le habían comentado, la víspera, que se pasarían para llevar a cabo una serie de interrogatorios entre el personal. Lo que no se esperaban fue la actitud tan dispuesta del jefe de Colino, quien no dudó en poner su propio despacho e incluso su persona al servicio de los funcionarios policiales.
  –No, no, faltaría más –se opuso el tipo a que usaran cualquier otra dependencia–, no permitiré que mi personal se alarme. Imagínense qué revuelo se armaría si ustedes fueran por ahí llamando. Me dicen a quién quieren preguntar y yo se lo traigo.
Y dicho y hecho, el jefe fue a por Colino, el primero de la lista. Venía, con él detrás, casi como si custodiara a un detenido. Una vez rendida su misión ante la autoridad y, pensándose parte del dispositivo, se sentó en una silla para asistir al cuestionario. Ahí se torcería todo. Entusiasmo y colaboración se disiparon rápidamente en cuanto la policía lo echó al pasillo. Entonces empezó a quejarse del mucho trabajo, el poco tiempo, sus graves compromisos de dirección y, claro, a todo esto el despacho convertido en sucursal de la jefatura.
Los agentes comprendieron la inutilidad de oponerse a la pretensión y cambiaron de sitio su sala de interrogatorios. Se allanaron a lo que les ofrecieron: un cubículo interior, caluroso, sin ventanas, como la antesala de una prisión. Se trataba del garito donde al personal de limpieza se le había sepultado, contraviniendo las más elementales prevenciones del sentido común. Allí se hermanaban los productos más corrosivos y olores irrespirables con la ropa de calle de los trabajadores. La policía hubo de mirar a otro lado para no denunciar a las autoridades sanitarias el despropósito.

lunes, 10 de octubre de 2011

Colino y las arañas 11/29

A pesar de lo que pareciera, dado el número de horas que Carmina hacía por de más, no se trataba de una trabajadora con un alto compromiso hacia su empresa, sino de una mujer muy exigente consigo misma. Para el caso, al jefe tanto le daba, pues el resultado era que Carmina trabajaba más que nadie, y solía ser la última en abandonar la oficina. En invierno, esa tendencia se convertía en uso y la mujer fichaba ya a las nueve a diario.
Aquella jornada comenzó mal para la secretaria. Por la mañana, cuando alargaba el brazo para agarrar una media naranja díscola que salió rodando hasta el rincón del lavaplatos, le salió a su muñeca una enorme araña negra y peluda. Sintió las pisadas del arácnido en la piel, pisadas racheadas que tan pronto acariciaban amenazantes como se perdían en la quietud de una pausa. De la repugnancia, hubo de acudir a calmar el ahogo de estómago al baño.
Acodada en el inodoro ante el horizonte de cerámica que se abría bajo su nariz, dio en pensar en los síntomas de una picadura. De pequeña ―un recuerdo mordiente que le creaba inseguridad y temor―, su padre le insistía que se guardara de las avispas o las abejas cuyo veneno le podría acarrear mucho mal. De la madre no llegó a recibir el abrazo protector por tanta incertidumbre, de hecho apenas le quedaba nada de ella, tan solo la fragancia a ropa limpia. Su madrastra, al contrario que su progenitor, no le amonestaba nunca por las picaduras. Indolente en el sillón desde el que esparcía su olor a rancio, aquella mujer se quedaba observando a la chiquilla con una mirada fría, sin pasión, y la niña Carmina nunca encontró consuelo en ella por el pavor que le inspiraban los himenópteros. Desde entonces no sufría a los bichitos, con sus patas, sus antenas bailando, sus cuerpos articulados, sus ojos fríos. Los aborrecía y le producían terror, más aún, eran lo único de lo que se asustaba.
Tras el incidente doméstico llegó al banco. Todavía, Carmina, iba lamentándose del recuerdo de aquel arañón pegado a su mano. Una mancha negruzca, enfermiza, sobre el color blanco de su piel. Una visión ante la que no podía evitar sentirse frágil, totalmente expuesta al mal, a cualquier mal. Se decía, por darse ánimos, que aquel bichejo no representaba peligro alguno ―que si la diferencia de tamaño entre ella y él dónde iba a parar, que si de un manotazo lo despachaba, y así― pero, a pesar de sus esfuerzos por tranquilizarse, entró en la oficina más desmayada que estoica; sin fuerzas para saber contenerse. La primera persona del trabajo a la que vio, nada más iniciar la jornada laboral, fue al odioso adulador aquel, Colino, «baboseando alrededor del jefe».
—«Nunca se corta, es increíble» ―pensó, asqueada, sin disimularlo en su rostro. ―«Seguro que ahora lo intenta conmigo» ―se dijo al cruzarse con él.
Podría haber evitado la presencia del compañero, pero prefirió aquel camino a su mesa. El hombre no giró la cabeza, ni siquiera saludó. Ella continuó adelante, extrañada de la indiferencia.
—«No sé. Está desconocido esta mañana. Actúa como si yo no existiera». De todos modos, el incidente de la araña en el desayuno no la permitió un minuto de serenidad. Así que, pidiendo permiso al jefe, no esperó a la hora. Se marchó antes de las siete. Alguno, acostumbrado a su celo por el trabajo, sí se lo afeó irónicamente, pero ella ignoró cualquier cosa que no fuera la puerta de salida al garaje para tomar su coche.

El cadáver fue rescatado de las inmundicias con una grúa. Su coche, con ella dentro, había caído en un pozo negro. Nadie se opuso a usar la máquina: tal era el hedor y putrefacción que reinaba en la fosa séptica. La autopsia no determinó más que una muerte por causas naturales, pero no por asfixia. La víctima no murió ahogada en el espeso brebaje de sedimento humano. Antes de que se le encharcaran los pulmones ya había fallecido. Un paro cardíaco fue lo que se la llevó al otro barrio, y bastantes referencias de lo que lo causase daba el rictus de sublime asco y horror cincelado en su rostro. Carmina buscaba el perfeccionismo y encontró su final por la puerta trasera de la civilización.

jueves, 6 de octubre de 2011

Colino y las arañas 10/29

―Yo no entendí el porqué. Tan sólo era una niña ―la voz de la mujer sonaba quebradiza. ―¿Crees que no lo fui? Yo tuve mi casa de muñecas, mis juguetes, mis cosas..., y a mi madre. Una vez viví sin temer pues ya había alguien que velaba.
La mujer tomó aliento sin desaprovechar la oportunidad para estudiar a Colino. Ella sabía del ascendiente de su voz sobre él, y aunque ahora no aparentara reconocerlo los signos no engañaban: Colino había dejado de mirar con los ojos al periódico y únicamente escuchaba.
 ―Y no dudes que había razones para cuidar de una criatura como yo. Los hombres me hubieran maltratado. Viví mi niñez escondida de vosotros, en la casa de un ser humano único, el más bondadoso que he conocido. No le conocí nombre alguno, todos le llamábamos el Alquimista. Pero aquel aislamiento era en sí mismo un imposible. Nada se resiste a la inconsistencia con el mundo. Y yo era esa inconsistencia. Llegó el día en que la realidad llamó a la puerta. Hubo un incendio, no sé si provocado o no. El caso es que, al mismo tiempo que las llamas se extendían, la gente del pueblo se rebeló contra el "excéntrico", decían, alquimista que nos había acogido. El viejo no dudó en interponerse pero qué iba a poder contra la turba soberbia. Lo arrollaron y subieron a la torre. Mi madre me empujó hacia el pasadizo, una solución para un apuro por si sucedía lo que estaba pasando. El túnel caía verticalmente desde lo alto del torreón hasta sus cimientos bajo tierra sin muesca alguna en la pared ―no estaba diseñado para seres humanos―, luego se curvaba, ya en horizontal, hacia el este y buscaba la salida junto al río. Mientras bajábamos por aquel agujero los hombres debieron descubrir su entrada. Yo iba por delante, mi madre cubriéndome la espalda ―Dana hizo un alto para tomar aliento. Fue la primera vez, desde que empezó aquel relato, que la bella mujer de Colino perdió la serenidad. La luz de la lámpara distorsionaba los trazos de su cara, descomponiéndola entre contrastes.
―Ella no llegó viva al fondo ―la voz se le volvió rotunda, cortante. ―Habían hecho blanco en su cuerpo varias flechas y lanzas ―Colino, por fin, salió de su ensimismamiento y se atiesó en el respaldo, al tiempo que espachurraba descuidado el periódico bajo las manos, caídas sobre el regazo.
 ―Mi madre debió agotar todas sus fuerzas para evitar caer sobre mí y aplastarme en aquel pasadizo vertical. Miré hacia arriba y apreté los dientes con una rabia más allá de toda medida. Pero seguían arrojando proyectiles y yo no tenía clara la escapatoria por el otro extremo del pasadizo. Me guardé la ira, y continué mi carrera en la oscuridad abandonando el cadáver de la que me dio el ser. La dejé atrás, simplemente. ¿Te das cuenta?, fue como traicionarla. La culpa de aquellos hombres me alcanzó como un charco de sangre hasta mancharme a mí también ―Dana tuvo que coger oxígeno, ahogada como si aún se sintiera culpable y la vida misma se le fuera al recordarlo.
»No tenía nada con qué alumbrar, pero tampoco soy humana, así que, a pesar de la negrura, corrí todo lo que pude por aquel antro estrecho en que apenas había aire para respirar. Tropecé y caí varias veces, choqué otras tantas contra los saledizos de las paredes, mas no dejé de huir. Poco a poco iba notando que los gritos cada vez me llegaban más lejanos, lo que no disminuía mi temor aunque sí la confianza. Te puedo asegurar que, a día de hoy, aún oigo aquellos alaridos. Fueron necesarios muchos años para que el rencor que sentí hacia los hombres fuera templado por la comprensión de que no sois todos iguales. Y por eso me enamoré de ti. Porque noté que carecías de algo esencial a la naturaleza de los demás: la certeza de pertenecer a un rebaño. Enseguida me percaté de que tú eras distinto. Los rehuías como yo. Y cada vez que charlaba contigo mostrabas una inclinación al rechazo hacia tus congéneres. A veces llegué a creer que tú también los odiabas.
Colino levantó la cabeza sorprendido ante la revelación. Fue como si, de pronto, mirara a un espejo que siempre hubiera estado ahí pero tapado bajo pesados cortinajes, y, ahora, alguien los apartase. A un lado, como aparentemente humana, una mujer atractiva, devota de su pareja, amante solícita, ama de casa abnegada; y por otro, en tanto aracnoide, un ser no humano, casi un dios.
Él mismo no podría decir menos de sí mismo. Si bien es verdad que, sin la menor duda, una persona, un homo sapiens típico, su pensamiento, no obstante, no se caracterizaba por la simplicidad. Más bien se conformaba como un amasijo compuesto. Parecía perfectamente integrado en la sociedad a la vista de los otros: amable y cumplidor, carente de maledicencias, además no se le conocía violencia alguna. Lo que no se veía era la alternativa, lo peor, una imagen en negativo de la que ofrecía a los otros, totalmente oculta, pero no inexistente. Tan disimulada que sería imposible adivinarla. Esa conciencia, hurtada a la luz pública, convivía con la otra, la ostensible, robándose entre ambas el yo del sujeto. Él vivía fuera y dentro de la especie humana. En un estadio gris de identidad. Un único ser, dos pensamientos. El problema consistía en la conciliación, si es que la deseaba.
Hasta hacía un momento, había visto meridianamente claro lo que hacer. Él, en tanto que un humano integrado, tenía el deber de proteger a su raza, y su deber sería llevar al engendro semiarácnido a las autoridades para que hicieran de ella lo que quisieren. En cambio, él mismo, en tanto extraño a la especie humana, se postraba a los pies de una criatura como Dana, poseedora de todos los atributos de la pureza divina. Ante el dilema, ¿qué hacer?, ¿qué decisión tomar?: ¿Repudiarla como aberración?, ¿admirarla como a representación completa de la virtud? Y si no optaba por denunciarla, ¿qué haría?: ¿salir adelante ante las dificultades, los dos mano a mano?, ¿impetrar de ella su favor como diosa?
Una vez más la mujer había logrado descolocarlo. La primera fue al descubrir esos ocho miembros. Y ahora, con la invocación de la fobia a los hombres, ella había tocado el auténtico fondo de su corazón, su más secreta y auténtica identidad.
Dana percibió en la mirada de Colino el crujido de algo. Un muro de contención se hundía. Lo que faltaba por saber era qué embalsaba.

lunes, 3 de octubre de 2011

Colino y las arañas 9/29

El hombre no contestó de inmediato, sino que se tomó su tiempo. Subió las manos ligeramente, aún asiendo el periódico, y así abrió el campo de visión a sus ojos. Lo primero en lo que toparon fue sobre las pantorrillas de su mujer. Qué casualidad, pensó Colino, pues esa parte de su cuerpo fue la primera cosa que valoró de ella una tarde de septiembre hará ya unos años. No dejó de ponderarlas secretamente el resto de aquella lejana jornada de su juventud. Y qué bien lo supo disimular pues ninguno de los amigotes de la pandilla con quienes se estaba corriendo una juerga notó el flechazo. Soñó con esas piernas una semana entera hasta que, no pudiéndose aguantar más, osó pedirle a su propietaria que saliera con él. Quién le iba a decir que tanta perfección en aquel físico encerraba una terrible monstruosidad oculta, que la más singular belleza solo constituía una costra, y que la verdad subyacente no podía ser ni imaginada.
Ahora aquellas piernas y el resto eran Dana, que le pedía una explicación. Algo determinado, una resolución. Como si fuera tan sencillo o, aún más, como si fuera posible. El contacto directo con la verdad le había supuesto un trauma para el que no se hallaba preparado. ¿Quién espera descorrer las cortinas a un bello amanecer para encarar la terrible certeza de que tan solo es un decorado? Pero no se trataba de un amanecer, sino de su propia pareja. No el fenómeno que se observa desde la barrera, sino una realidad de la que se había empapado. Algo así eclipsaba cualquier satisfacción o alegría que la vida juntos le hubiera deparado. El ejercicio de compartir destino con «eso» transformaba el significado de todo acto de la biografía matrimonial. Así que, ¿qué se le pedía ahora?, ¿que adoptara un único punto de vista? Si el único que se le ocurría era que la repugnancia ahogaba la comprensión de sus vínculos con ella, o ello. No cabía considerandos respecto a deberes matrimoniales, o a palabras dadas en la boda, o a derechos, ni siquiera los sentimientos importaban ya. ¿Qué le impedía coger y denunciar a aquel engendro para que hicieran cuantos experimentos quisieran con él? ¿Qué fidelidad se le podía exigir?: ¿El amor, la coherencia con las decisiones? Una vez se comprometió con una mujer y ahora, ¿qué? ¿Dónde estaba?
―Déjame en paz ―graznó él sin levantar la vista.
De nuevo volvió a interrumpir la comunicación el silencio. Como un convidado de piedra que se cuela tras cada palabra y no deja hablar a nadie, pues sólo se oye a sí mismo, un bribón egocéntrico que pone a germinar pensamientos mezquinos. Ella se iba a dar por vencida. Había aguantado su ira todos aquellos días por si se producía un cambio de humor en Colino, mas ya empezaba a ver la falta de salidas. Únicamente le quedaba un recurso para remover su conciencia e hizo uso de él.