miércoles, 22 de diciembre de 2010

El bosque de los ogros 19/25

Lejos de allí, en su palacio en medio del bosque, el ilegítimo rey planificaba su próximo golpe. Ahora, ya desembarazado del inútil y débil senado, sería él quien llevaría a su pueblo a las mayores cotas de felicidad. Por ello el primer objetivo del usurpador sería claro: los ogros.
Ellos suponían la diferencia entre vivir con libertad o bajo amenaza. Por ello el rey decidió organizar una expedición de castigo contra aquella raza desaforada. Pero un proyecto tal no debería ser únicamente la decisión de un dictador huérfano de apoyo. La maniobra debía constituir la espina dorsal que vertebrara a su pueblo con él. De modo que se dirigió a sus súbditos para atraerles a la ejecución de sus planes, para que participaran de ellos y en ellos.
Y lo hizo perfectamente, el rey usurpador supo explicar su idea con objeto de que la secundaran y, de paso, obtener legitimidad. Si bien algunos levantaron la voz para proclamar que los ogros tenían un derecho preeminente por ser los pobladores originales del bosque, inmediatamente fueron acallados por la inmensa mayoría, para quienes la raza ogruna ejercía una tiranía insoportable. Lo de menos era la estrategia a seguir. Se trataría de algo muy simple y directo. Propuso, desde su trono recién ganado, administrar la misma medicina que los ogros usaban con ellos: el miedo. Para sembrar ese sentimiento entre los monstruos, la idea del ataque rápido haciendo el mayor desastre posible pareció calar rápidamente.
El resultado de la batida fue un éxito completo. Murieron muchos ogros y, lo que más les alegró a los atacantes, muchas crías. No se dudó de que esta estrategia extremadamente agresiva era el único lenguaje que los brutales monstruos entenderían, por lo que se esperaba obtener un largo período de paz.

Nunca sospecharon la reacción que se produjo. Los ogros no permanecieron amedrentados y el pueblo de Muniela lo lamentó.
El rey tardó en reaccionar porque lo que veía no entraba en sus proyectos. Las figuras de aquellas bestias escalando los árboles no terminaban de encajarle. Pero todo estaba claro, los ogros atacaban. Un ataque deliberado, masivo.
No funcionaron las alarmas pues no quedaban partidas de vigilancia fuera de la ciudad. Tanto los exploradores que recorrían la entera superficie del bosque, como los centinelas en continua vela alrededor de la urbe arborícola, respondiendo al apellido, hubieron de interrumpir sus tareas habituales de ser los ojos y oídos. Órdenes eran órdenes. Para llevar a cabo su razia sobre los ogros el rey había convocado a todos los efectivos dispersos, en el entendimiento de que los objetivos de la operación se alcanzarían más a su gusto cuanto mayor fuera la contundencia del golpe.
Ahora los tenían en la propia ciudad, adonde nunca antes los ogros se atrevieron a acercarse. No lo trasmitió a través de sus gestos, pero al rey le aterrorizaba la velocidad a que escalaban, parecían diablos reptando. La agilidad de aquellas crías de ogro contrastaba con la de sus progenitores adultos, totalmente incapaces para imitarlas dada su constitución de plantígrado. Tal peculiaridad obligaba a que fueran los cachorros las que protagonizaran el raid. No es que el ogro fuera un ser muy paternalista hacia su prole, pero tampoco se podría decir que abandonase a los hijos a su suerte. Por ello no dejaba de sorprender el dolor que los padres estaban dispuestos a asumir por las bajas que indudablemente se produjeran.
Porque aquello no podía ser un capricho infantil de los retoños. Por lógica tenían que ser los adultos los que anduvieran detrás de la feroz acometida. Era una acción planificada por mentes dispuestas a lograr un fin. Lo que, por otra parte, no dejaba de sorprender viniendo del temperamento versátil de aquellas criaturas medio animales.
–Vamos, no nos dejaremos vencer. ¡Y buscadme al devorador! Su ayuda nos vendrá bien.
El rey tomó la iniciativa. Organizó por columnas a los arqueros que comenzaron a realizar su trabajo tras la improvisación inicial. Los atacantes ascendían hacia las casas arbóreas en lo alto de las viejas hayas. Una vez allí, entraban y mataban sin más cuanto encontraran vivo a su paso. Rugiendo, partían tabiques de madera, machacaban cabezas, quebraban costillas o huesos, arrojaban desde lo alto a los niños. Visto su denuedo implacable, la defensa careció de piedad y el combate llegó a trabarse en un sangriento toma y daca con un grado de salvajismo inusitado.
La rehilada se espesó sobre las crías de ogro, menudas figuras rechonchas que ninguna ternura despertaban, más bien, pues de un amasijo de músculos movidos con una velocidad y saña impropias de su edad se trataba, se hacían odiosas. El pellejo de los escaladores no llegaba a la dureza del de un adulto pero un disparo no lograba su efecto a distancia. El problema era que para cuando los dardos se volvían letales el blanco ya estaba encima y no había margen: o el arquero acertaba o moría, aunque muy a menudo ni acertando.
Los ogros adultos esperaban abajo, al pie de los monumentales troncos. Naturalmente, ante eso, ninguno de los habitantes de la ciudad quería llegar al suelo vivo, pues los monstruos se encargarían de dar un tormentoso final al infeliz que no encontrara la muerte en la caída. Tal les ocurrió a varios prisioneros, que, abriéndose camino a la libertad merced a los destrozos provocados en las celdas por el encarnizado cuerpo a cuerpo, decidieron hacer su huida por tierra. Ninguno sobrevivió. Entre aquellos cautivos, la propia Muniela, quien asomándose entre el tornado de brazos, flechas y mazas entrevió el peligro de escapar por el suelo, y acertó con no seguir a los otros por ese camino. Pero si no había salida por ahí, sólo se le ocurrió buscarla en altura, consciente de que tal dirección cercenaba sus posibilidades.
El frente se iba desplazando a más altura, lo que quería decir que los habitantes de la ciudad retrocedían ante el incontenible furor de aquellas bestezuelas. Las armas solas no los contenían. Lo único que hubiera igualado las tornas habría sido la irrupción a su favor de una fuerza poderosa, algo como la magia. El usurpador recordó las palabras de la joven Mun y no tuvo más remedio que darle la razón. El devorador no se presentó, no ayudó cuando más esperaba de sus poderes. Y la batalla no iba bien.
El rey terminó por buscar tiempo elevándose hasta las últimas ramas, ya sin flechas, pero lanzando derrotes al enemigo que lo cercaba. Fue la excesiva animosidad en una acometida lo que rompió el tallo al que se amarraba. La caída fue mortal afortunadamente para él, pues no tardaron los brutos apostados al pie de los árboles en reconocerle y cobrarse furiosa venganza, sin importarles la inutilidad del esfuerzo. Si algún ingenuo se hizo la ilusión de que el fin del rey apaciguaría el fuego revanchista de los ogros la realidad se lo quitó de la cabeza. No se trataba de un ataque para amedrentar, sino más bien de una expedición de exterminio.
Muniela estudió la vía de escape aérea. La ciudad estaba hecha a hombros de un soto de hayas gigantescas que se destacaban del resto del bosque. Para aislarlas de la espesura se optó por talar alrededor de las hayas para dejar un anillo vacío. Ahora ese vacío, que en principio se pensó como artificio contra un ataque, se había convertido en una trampa al no permitir a la muchacha huir de copa en copa hasta el bosque circundante. Sin embargo no había posibilidad alguna de sobrevivir en el suelo. Tenía que acceder a una de las hayas del perímetro y saltar sobre ese anillo vacío de árboles hasta alcanzar alguna rama del exterior nemoroso, sin estrellarse en el suelo. Puso en práctica su plan, dirigiéndose lo más rápido que pudo hacia el punto desde el que pensaba dar el salto.
La idea era buena pero su ejecución peligrosa. De hecho cometió un error, lo que la hizo caer hasta por debajo de la cota en altura de la oleada atacante. Sin darse tregua, prosiguió aunque mal acompañada. Dos ogros abandonaron su posición para lanzarse tras ella. La agilidad de la muchacha le permitió mantener la distancia de sus perseguidores quienes la taladraban con sus ojos viscosos y vacíos de toda racionalidad. Mun logró llegar a un árbol del perímetro exterior. La única oportunidad de salir viva estaba delante. Un vacío de varios metros la separaba del siguiente objetivo, el bosque, ya al otro lado de la franja vacía, en el que confiaba perder a sus perseguidores. Un salto tan largo no era una hazaña descabellada. De pequeños, jugaban a estas cosas muchas veces. Se preparó, tomó impulso y brincó. Ya en el aire, con la rapidez de alguien que se la jugaba, enganchó pies y manos en las cuerdas de su capa y ésta se tensó. Ahora venía lo importante. Pronunció la frase que cualquier habitante del bosque debía de saber de memoria, tres palabras tan cortas de decir que no suponían más que dos latidos de corazón. El efecto fue inmediato: sus brazos y piernas tuvieron que hacer un esfuerzo titánico para no doblarse hacia arriba al tirar de ellas la capa hinchada al viento. Flotó como una hoja desde su posición de partida, avanzando hacia la fronda de la libertad. Detrás, los dos perseguidores se quedaron mirándola atónitos, comprendiendo que por ahí no encontrarían carne fresca sino un trastazo mortal. Por ello, con el típico desinterés pragmático de los de su raza, dieron la vuelta y continuaron a lo suyo con otras víctimas menos escurridizas que Mun.

El bosque de los ogros 18/25

El muchacho no reaccionó como habría sido su deber por linaje: haciendo tragar esas palabras. Al contrario, quedose inmóvil recordando el momento en que su abuelo le echó de las murallas.
Decidía, aún incapaz de asimilar la nueva, encaminarse hacia la casa del alcaide, el lugar en donde los vecinos acomodaban lo más parecido a una cárcel. Por alguna extraña asociación que alguien tras un viaje a las ciudades del sur hiciera, la bautizaron como el Palacio. Pero anda que no iba nada de un palacio verdadero a la prisión de la aldea. Alguna mala lengua murmuraba que el inventor de la ocurrencia conoció algún palacio por dentro, pero muy por dentro, tras ser pillado infraganti. Estaba ubicada en el centro del poblado, pues fue proyectada para lugar de reuniones y residencia de los oficiales. El templo pasó a arrogarse las funciones de asamblea, y como no había ninguna solución para los casos de arresto, la necesidad trajo sola el arbitrio en la casa del alcaide. El designado para este cargo, por ostentarlo, ya sabía que contaba con casa propia, de modo que se trataba de oficio envidiado. Nadie encontraba incómodo, por cierto, vivir en la cárcel, pues realmente casi nunca lo era, es decir, muy rara vez se alojaba nadie forzado. Era un poblado muy tranquilo.
La zona de la casa dedicada a la reclusión era la de la parte alta del edificio. Allí se dividió en su día, mediante obra, el espacio, consiguiendo sacar varias piezas en donde los de la aldea encerraban a los ocasionales reos hasta la llegada del alcalde en ronda por las aldeas del territorio.
Lus encontró a Laélides sentado a la mesa bajo la ventana. Estaba escribiendo. El hombre se afanaba en su tarea inadvertido, a pesar de que el chico había subido las escaleras sin mayor precaución. Llevaba un recio vendaje en la pierna que le impedía flexionarla. Por ello un taburete sostenía en alto el miembro afectado. Junto a la silla, apoyada contra la pared alcanzó a ver una muleta.
‒Hola ‒Lus elevó el tono de voz. De sobra sabía el chico por qué su abuelo no le había oído llegar. Durante los últimos años el viejo había perdido mucho oído, lo que los chavales, incluido el propio Lus, tomaron por excusa para inventarle cantares, no del todo bienintencionados.
‒Ahora, hijo, ahora estoy ‒el hombre no pareció sorprendido de la visita de su nieto.
Un instante después se volvió hacia la puerta. El alcaide no había cerrado, de modo que el joven encontró libre el paso a la sala.
El viejo se levantó con ayuda del bastón y se dirigió con la mano extendida en actitud de saludo. El hombre pretendía suplir con su cariño el que le negaba el padrastro. Su abrazo fue cálido y familiar, como el de la madre, pero, al mismo tiempo, firme, al estilo de dos veteranos al reencontrarse.
‒No me equivoqué contigo. Sabía que lo lograrías ‒el hombre contempló lleno de orgullo al chico.
‒Estoy aquí de milagro.
‒Claro, pequeño. Y nosotros. Si estamos vivos ha sido gracias a ti. No lo dudes.
El chico miró al suelo, disimulando de esa manera el rencor que guardaba al viejo.
‒He visto a mi padrastro sustituyéndote ‒ronroneó Lus.
Laélides soltó la mano del hombro de su nieto. Volvió a su mesa con paso lento, y tomando asiento, indicó al chico que lo acompañara. Pero éste rehusó la invitación, quedándose inmóvil en el umbral.
‒Así que trajiste la ayuda del conde ‒el abuelo dio un suspiro cansado.
‒Era lo que me ordenaste ‒Lus imprimió a sus palabras un tono duro.
El viejo lo miró con ternura. Recordó otra vez los acontecimientos amargos. Aquella noche, sitiados por los salvajes, la desesperación dictó sus propias órdenes. Y seis muchachos, en la flor de la vida, fueron lanzados a una muerte segura por un caduco líder incapaz de infundirles garantía alguna.
‒Ninguno volvió.
‒¿Qué?
‒Los otros cinco que te acompañaron. Ninguno volvió. Tu hermanastro fue torturado por los hombres salvajes. Lo sabemos porque nos devolvieron los cadáveres.
Lus recordó a Rufus-in-Lucio, hijo biológico de su padrastro. Un muchacho fuerte, impulsivo y cruel.
‒Lucio casi se volvió loco del sufrimiento. Dijo que le robé su descendencia y atizó el odio de la aldea contra mí. Se le unieron el resto de familias afectadas y me encerraron por traidor. No me perdonará, pero ya no importa.
‒A mí también me echaste.
El abuelo ignoró la acusación del muchacho: ‒tu madre ha encontrado a alguien que la proteja y garantice buenos enlaces para sus hijas. Tus hermanas están seguras bajo el paraguas de tu padrastro, que ahora es un hombre poderoso. Toda tu familia ha salido ganando con Lucio. Pero él no te beneficiará. Es más, te culpará sólo por seguir vivo mientras sus hijos naturales no. Aquí, en la aldea no tienes futuro y mi influencia ahora es contraproducente para ti. Mi consejo es que te vayas. Que busques tu vida lejos.
‒Te olvidas de que para ti merezco morir.
‒¡Ya está bien! ‒el grito de Laélides sacó al joven de su ensoñación. ‒Deja de echar la vista atrás y abre los ojos. Si te quedas en la aldea no podré hacer nada por ti, ni tu madre tampoco. Y somos los únicos que te queremos.
Lus quería marcharse, ya no soportaba más la cercanía del anciano.
‒Ahora resulta que eres mi valedor. Es el colmo ‒y se dio la vuelta con la convicción de que no volvería a ver al viejo.
El anciano también lo sabía. Lo contempló doblar, tras la puerta, hacia la escalera. Le había dado un consejo muy valioso, de hecho era la última gota de su poder. Ya no tenía nada más que dar a nadie.
Y mientras salía de la prisión del pueblo Lus instintivamente se acordó de Mun. Si aquí no iba a encontrar su futuro, ella aparecía a sus ojos como ese hueco de seguridad que se le negaba en su casa. Fue la muchacha la que le dio ánimos para continuar con su misión, la que lo redimió de la mazmorra allá en la ciudad de los habitantes del bosque. Estuvo ahí, en los momentos críticos con él. Desde luego, Si tenía que emprender la búsqueda de un hogar, lejos de la aldea, no lo haría solo, eso seguro. Necesitaba a alguien a su lado que le infundiera el valor que a él le faltaba.
Tomó la decisión casi de inmediato. Tenía que volver, enfrentarse otra vez al horror de ese bosque. Buscar la muerte, pero a través de ese camino, encontrar la vida que quería.

El bosque de los ogros 17/25

Perpetrada la carnicería, el conde se adelantó sobre su montura hasta las descalabradas puertas de la aldea. Hizo señas a Lus para que se le acercase, pues los aldeanos, aun habiendo asistido a la batalla, todavía se mostraban recelosos a abrir. Lus obedeció solícito. Y entonces sí, los gritos de júbilo desde dentro de las murallas rompieron por fin. Después, los sitiados abrían con premura para lanzarse hacia las tropas salvadoras, ante las que se agolpaban dándose golpes en el pecho en signo de gratitud. Con tan calurosa acogida, el conde pudo entrar apenas por un hilillo de camino que los cuerpos y brazos de los lugareños le abrían. Algunos no dudaron en abalanzarse bajo los cascos de las cabalgaduras para besar los pies de sus jinetes. Entre los agasajados se encontraba el propio Lus; pero de que tal cosa no merecía por los vaivenes de su buena voluntad a cumplir, el chico sentía cierto resquemor.
La alegría por la victoria era general. No obstante el sitio había hecho mella en las casas, en los cuerpos, en los rostros. Todavía ardían varios fuegos y de algunos hogares sólo quedaban negras e inútiles brasas observadas con estupor por quienes las habitaron. Un duro tiempo vendría a partir de ahora con la reconstrucción. Dentro de lo malo, el del alimento no constituía un problema inmediato. El pósito se había salvado, medio por fortuna medio por el celo y diligencia que se puso en ello. Las bajas se contaban por docenas. Los heridos, casi todos. Una gran parte caminaba a trompicones, llenos de estocadas y cardenales, mientras que a muchos otros no les acompañaban tantos brazos o piernas como antes del ataque, pero lo más doloroso era ver a los niños llorando solos, sin nadie a su lado para consolarlos.
Entre el humo y los cuerpos sin forma ni expresión, una figura se le reveló a Lus con luz propia. Arrojada desde aquel doloroso sucedáneo de su aldea cobró realidad esa persona que había poblado los sueños del joven durante los últimos días: la madre. La mujer lo abrazó entre sollozos y, acompañándola, las hijas mayores. Como una constelación de estrellitas a su alrededor, corrían alborozados los hermanos más pequeños, saltando y trinando, alejada por fin la larga tribulación. Lus hubiera querido sentir el recio abrazo de su padrastro, pero no lo hallaría. El marido de su madre se dirigía ahora, ignorándole a él, hacia el insigne conde. Lucio-in-Laélides prefirió, antes que agasajar a su insigne hijastro Lus, saludar, en nombre de la villa, al noble. Éste, sin atender a nadie, bajó ceremoniosamente del caballo; tras unos segundos de observación, caminó con paso digno y majestuoso entre los aldeanos. No les regalaba palabras de ánimo o consuelo, únicamente los miraba, como contando. La gente interpretó aquello como una expresión de aflicción mezclada de simpatía; y por eso agachaban la cabeza agradecidos. A continuación subiose a la tarima de la plaza y habló.
‒Soy el conde Jiménez. He recibido de manos de vuestro rey esta aldea y sus tierras. Como habéis visto, sé protegeros y a fe que, si llega el caso, me volveréis a contemplar al frente de la tropa contra quienquiera que os pretenda algún daño. Como señor de la villa me esforzaré en impartir justicia y decidir cómo se gastan los impuestos. Desde ahora vuestras preocupaciones han cesado.
Lus contempló al magnate dirigirse, tras la breve alocución, hacia el templo, rodeado de Lucio y los demás. Hablaba sin dirigirse a nadie, con la seguridad de quien se sabe escuchado. De vez en cuando señalaba con el dedo a algún sitio y, de inmediato, alguien partía corriendo siguiendo esa indicación. Eso era lo que había querido su abuelo, traer ayuda del rey. La misión que le encargaron había resultado un éxito. Y él mismo recibía los saludos y enhorabuenas de todos. No podía sentirse más orgulloso. De pronto se acordó de Laélides. Era el líder de la aldea; si alguien debía encontrarse hoy ante el conde Jiménez, ese era el abuelo.
‒¿Dónde está? ‒empezó a preguntar a sus vecinos. Al principio nadie le contestaba. Y Lus asumió que le ocultaban la peor noticia, que su abuelo habría muerto durante el sitio.
‒Pues en el Palacio ‒por fin alguien se hizo eco de su ruego.
‒¿Qué? ‒Lus escuchó la respuesta con incomprensión.
‒Claro, arrestado por traidor.

El bosque de los ogros 16/25

No paró de correr en varias horas, siempre en la misma dirección, hacia el sur, hacia su objetivo, la fortaleza de Mel-in-Fort, en donde el general lo escucharía y mandaría una tropa a su aldea para ahuyentar a los sitiadores del norte. Se sentó a tomar aliento y algo de comer. Después, ya más relajado de sus desventuras por el bosque, se puso a pensar en su situación. Aquel heraldo había dicho que Mun intercambiaba su libertad por la de él. Un acto de generosidad suprema que había sido respondido por su destinatario con la huida. Ella se quedó en aquel antro, con su sala de torturas por donde hacían desfilar a un montón de gente que luego sacaban a rastras. El lugar, sin lugar a dudas, más horrible que Lus hubiera conocido. Si hasta ahora el terror tuvo para él por nombre la muerte, a partir de su paso por aquellas catacumbas tenebrosas ya sabía que la simple defunción no era el súmmum de las pesadillas. Y allí se quedaba Muniela por él. Sin parar mientes en el hecho de que luego se demostró tal intercambio una mentira, aquello demostraba la consistencia de la amistad de ella.
Pero cómo haría para corresponderla si malamente su tiempo le pertenecía. Un encargo pesaba sobre él que no tenía derecho a olvidar. La aldea, su pueblo, su familia. Qué hacer. Si desoía a los unos, los condenaba a una muerte cruel y una vida miserable. Si traicionaba a Mun, porque no otra cosa parecía el hecho de abandonarla, no se lo perdonaría nunca, como ya lo estaba haciendo. Entonces recordó a la tía de Muniela. El amuleto. Con esa cosa el tiempo podía ser condensado de una manera mágica. Y tiempo era lo que necesitaba. Quizá ese talismán volviera el conflicto menos doloroso, al poder compartir, más a conveniencia, las dos tareas que no debía desamparar. Se lo sacó de la faltriquera y lo observó nuevamente. El granate brilló a la luz oblicua de la tarde. Un destello que pulsaba en la palma de la mano como si quisiera tirar de ella rápidamente. Una misión, era eso. La joya sabía algo de Lus y no quería perder más minutos. No se lo pensó más. Se la puso en el sayal. Inmediatamente el bosque desapareció, el día se trocó en oscuridad absoluta, de un negro vertiginoso. Ante su vista sólo había una especie de caminillo que no era de tierra, ni de adoquín, ni de ningún material que le viniera a la cabeza. La senda no tendría más que unos metros y terminaba en una puerta. Levantose y se dirigió hacia allí. El pestillo, obedeciendo a un impulso externo se había elevado antes de que él llegara. Sin esperar, la abrió.

Lus llegó al castillo de Sund. En verdad no sabía por qué se lo encontró ante sí. Lo único que recordaba es haber hecho un descanso en el bosque e, inmediatamente después, contemplar atónito la tosca fábrica erigida con mampuestos de piedra. Nada recordaba de cómo llegó, y por ello no echó de menos la fíbula mágica, que había desaparecido de su solapa.
No se lo pensó, sino que, avanzando hasta las puertas, pidió licencia para ver al señor. Allí le esperaba una sorpresa. El general Mel-in-Fort tenía un invitado muy especial: el propio monarca. Las noticias de los hombres salvajes no sólo afectaban a la aldea de Lus. Todo el norte del reino estaba sufriendo el embate de aquel movimiento masivo de gentes. Muchos otros pueblos, además del de Lus estaban siendo sometidos a duro sitio, o habían caído bajo el aguacero de aquellas gentes en migración. En vista de todo ello, el monarca se había desplazado desde la capital hasta la marca norte de su reino.
Lo presentaron ante el rey. Este lo miró de arriba abajo y se lo pensó.
‒Chambelán, dime qué pueblo es éste del que nos hablan.
El oficial volvió con un libro y recitó algunas cifras que a Lus le parecieron impuestos.
‒Es la aldea más lejana del reino, mi señor, pero no precisamente la más pobre, ni la menos importante. Le recuerdo las salinas...
‒Ya veo, ya ‒cortó el monarca con cierta brusquedad, como si no quisiera seguir oyendo, o compartiendo, la información.
‒Muchacho ‒se volvió, por fin hacia Lus‒ te diré lo que voy a hacer. Mandaré a uno de mis condes a tu tierra acompañado de su mesnada. Él hará lo que deba y luego vosotros le acogeréis. Será vuestro señor y le deberéis el mismo respeto que a mí, pues será la representación de mi persona en vuestro pueblo.
‒Muy bien, mi rey ‒Lus, aun con cierto atolondramiento, demostró total sumisión.
‒Irás ‒ordenó el monarca a uno de los oscuros individuos que rodeaban el trono‒ y matarás a todos los enemigos. Luego tomas posesión del señorío. ‒Tras una mirada rápida, como de cálculo, añadió ‒te daré inmunidad en él. Mis merinos no osarán intervenir ni mis alcaldes dictarán sentencia. Yo te lo concedo para que lo gocen tus descendientes y nadie levantará objeción contra tu derecho o el de los que lo hereden.
Hubo otra pausa. El beneficiado, sin moverse, esperó en suspenso como si le faltara a sus oídos escuchar algo importante.
‒Por supuesto tendrás tu coto por escrito, firmado por mí y todos estos testigos ‒añadió el rey.
Entonces sí, el agraciado agachó levemente la cabeza, sin dejar en ningún momento de sonreír. Lus pensó que era una gran responsabilidad. Si se la endosaran a él, seguramente no sentiría tantas ganas de reír, por ello no dejó de sorprenderse de la actitud con que el tipo recibió el encargo. Tan seguro, tan risueño.
Se volvió y gritó con un denuedo que aturdió al joven: ‒vamos. No quiero ver a ningún hombre salvaje en mis tierras.
Luego se fijó en Lus, como si fuera una cosa insignificante.
‒Muy bien, siervo, ahora guíame sin tardanza para que pueda echar de allí a los enemigos que quieren arrebatarme lo mío.
El conde era un tipo alto, de aspecto sombrío. El chico se le acercó y...
‒Ten más respeto mocoso. No me mires directamente. ¿Acaso no te han dicho que soy tu señor?
Lus quedó confundido: ‒yo... no sé mirar más que así.
El hombre alargó su mano a la cabeza del muchacho y la inclinó hacia abajo. Lus tuvo que elevar los ojos, pero terminó, por fatiga, bajándolos a los pies del noble. Eso satisfizo al caballero.
Hicieron el viaje sin novedad. Una tropa tan grande no encontraría rival salvo que éste lo fueran los hombres del norte. Ningún salteador, ni brujo osaría con sus solas fuerzas enfrentarse al conde.
Cuando llegaron a la aldea el aspecto era desolador. Una nube de salvajes situados en un anillo exterior a la muralla disparaba flechas que caían sobre el recinto urbano. Algunas, impregnadas en aceite, iban ardiendo, con lo que los de dentro se las veían y deseaban para sofocar los fuegos provocados.
El conde, una vez divididas sus fuerzas para envolver al atacante, dio orden de disparar a sus arqueros. Ocultos en la floresta asaetearon a placer a los sitiadores que, sorprendidos en descubierto, sufrieron muchas bajas. Luego arrancó la cabalgada. Los jinetes embistieron contra una vacilante línea desorganizada, que no esperó el choque, sino que volvió su espalda a los jinetes. Fue un desastre completo para los salvajes quienes, desesperados, trataban de huir, por entre los huecos de la escaramuza, sin imaginarse que, tras los caballeros, barrían el terreno los peones, dispuestos a segar todos los cuellos a su paso. Ningún sitiador salió vivo.

El bosque de los ogros 15/25

Mun apoyó perezosamente los codos sobre el barandal, elevando la vista desde abajo. Decidió remolonear lo poco que pudiera. Ya no tenía cartas que jugar, y no se hacía ilusiones respecto al usurpador. Estuviese en una prisión o desterrada, viva era una permanente amenaza para él. En cambio, muerta y sin adeptos, pasaría a convertirse en un simple tema de conversación para los mentideros; apenas una brisa sobre el pedestal de miedo y conveniencias del régimen golpista; un aviso a navegantes azarosos y una diversión para deudos, arrimados o caciques principiantes que respaldaren al rey por interés. No, no importaba si permanecía allí asomada al cielo, depié, desoyendo al usurpador. Su condena era un asunto de hecho. Deseaba saborear por última vez ese paisaje que fue su cuadro familiar desde pequeña.
El haya sobre cuyas ramas se asentaba el palacio, hasta entonces audiencia pero a partir de ahora sede real, se elevaba sobre el soto de fagáceas gigantescas que constituían la ciudad de los habitantes del bosque. A esa altura, al ras del techo nemoroso, las copas de los árboles componían un suelo verde continuo que se prolongaba hasta las paredes graníticas de las montañas del este. Podría ser la última vez que contemplara aquel lujo de belleza.
Mientras se recreaba, sorprendió la partida de un grupo de soldados que llevaban la misma dirección por la que acababa de marchar Lus. No era ninguna ingenua. Aquel grupo no tomaba esa vía por casualidad. Se giró furiosa hacia el usurpador.
—Tu primer acto como rey es una mentira. ¿Lo vas a matar contraviniendo tu palabra? ¿Ese será el sino de tu gobierno?
El aludido, en principio, se estiró como un niño pillado infraganti. Pero, inmediatamente, hizo un tremendo esfuerzo para recomponer su dignidad.
‒Por favor, ni siquiera tus compañeros de rebelión habrían aceptado otro veredicto para el muchacho ‒el rey, aun con el temperamento bajo control, no terminaba de recuperar la serenidad. Sin duda, dar explicaciones era un ejercicio inverosímil a estas alturas de su reinado. —Y si creíste por un momento otra cosa es que efectivamente no mereces ser la líder de tus partidarios divisionistas.
La joven giró su cuello de nuevo hacia el bosque, como si esperara vislumbrar al joven. Entonces tomó conciencia de su debilidad. Aquellos soldados alcanzarían a Lus y lo matarían, sin piedad. Eso significaba que a partir de ahora ni siquiera su compañero de fatigas iba a sobrevivir. Si alguna esperanza hubiera albergado de que el joven destructor, superando sus miedos, hiciera algo por ella, con este panorama, incluso ese imposible, estaba fuera de lugar. Se supo sola, y a merced.
El devorador, aburrido, se estiró, y, dando, un formidable salto, se alejó caminando sobre una gruesa rama. Ambos, el usurpador y la joven lo observaron alejarse.
Sabes que él —la joven volvió las pupilas hacia el devorador —te abandonará, y probablemente cuando tú más esperes de él.
—Ya he llegado a donde quería. Qué me importa.
—Nunca llegas. Estás en una escalera y nunca encontrarás el final. Querrás más. No hay nada parecido a una meta en la vida.
—Qué sabrás tú, mocosa. Acabas de rozar la madurez y ya te crees que sabes algo.
—Mi padre me dijo que nunca llegamos, que siempre bordeamos el vacío de perderlo todo. Por eso estamos en deuda perpetua. Tu condición es la de la ansiedad, y necesitarás ayuda. Pero él no te sirve, solo lo hace a sí mismo.
El usurpador consideró en silencio aquellas palabras.
‒Dime una cosa ‒quiso saber Mun, ‒¿qué le has prometido al devorador?
El hombre se enderezó incómodo: ‒una cosa: tú.

Lus no tardó en conocer que le perseguían y empezó a trotar. Como quiera que los ruidos no menguaban sino que le llegaban más nítidos, decidió que no bastaría con aquel ritmo, así que avivó el paso.
El grupo que lo seguía ‒y que acababa de ver partir Mun‒, descubría el rastro del joven. Así pues, animados, se lanzaron a correr con la certeza de que nadie podría competir con su resistencia y velocidad. La espesura no permitía moverse con comodidad, de modo que el caballo no era útil. Y por una simple lógica de supervivencia los habitantes del bosque habían llegado a desarrollar unas aptitudes físicas muy notables.
La pequeña partida de soldados había recibido la orden del rey para matar a Lus, una orden directa, sin ambigüedades. Todo estuvo atado antes de que Muniela hubiera abierto la boca. No hubo nunca ninguna ocasión para los vencidos aunque la obviedad pareciera vestida de esperanza. Pasos decididos de antemano por la mente planificadora del tirano, con independencia de que su consecución implicara mentiras o torturas o muertes.
Los ejecutores partieron casi al mismo tiempo que su presa por lo que no esperaban mayor dificultad en capturarle, así que tampoco acarrearon impedimenta para una marcha de varios días. El asunto se zanjaría en cuestión de minutos, o al menos eso se esperaba de ellos. Lograron avistar a su presa, a lo lejos, y se lanzaron a una carrera furiosa; una carrera de obstáculos luchando contra raíces ocultas, matorrales espesos, o zarzas y espinos que eludir. Se dejaron llevar por la impaciencia.
Después de una hora corriendo sin desmayo, empezaron a valorar a su presa de un modo menos despectivo. La caza se estaba prolongando más de lo que creían y, además, no lograban cercarlo. Ya de por sí, esto era una sorpresa para ellos, verdaderos centauros de la espesura. Por añadidura, ni siquiera le habían comido ventaja. Si bien al principio, y con mucha atención, lo sentían delante por alguna rama aún moviéndose o, incluso, la fugaz sombra de su figura, desde hacía bastante rato hubieron de conformarse, todo lo más, con pistas frescas de su paso, algún enebro despeluzado o la profunda huella de batida ante charcas y arroyos que el tipo cubría de un salto limpio; porque percibirle a él o a su reflejo, nunca. En principio el jefe pensó que el chico evitaría las montañas, pero iba recto como una flecha hacia ellas. No había manera de establecer estrategias para rodearlo, no había tiempo. Solo cabía la pura fuerza bruta de sus piernas contra las del fugitivo. Corazón contra corazón. Una clase de lucha en la que el valor nada aportaba.
Durante la tercera hora, el desaliento comenzó a hacer mella en los perseguidores. Cuando de tanto afán no se obtenía ninguna recompensa los ánimos se convertían en una carga tan real como la que portaban. Aunque no trajeran pensamiento de estorbarse con mucho peso, cualquier minucia, por pequeña que fuera, les causaba desazón. Comenzaron por el carcaj y el arco, un sacrificio asumible dada su ventaja numérica y la daga de pedernal, que era como decir su brazo, de tan unida a ellos. Pero, aún con la pérdida de peso de las armas, la cosa no mejoraba. El pulso se estaba convirtiendo en una música obsesiva, una voz que les gritaba su debilidad. Como si fuera un tambor, las venas batían contra el casco. Un dolor en las sienes que retumbaba con un redoble cada vez más acelerado, una molestia que se iba convirtiendo en tortura. Algunos no se lo pensaron, desabrocharon la trabilla y el bacinete quedó atrás. La respiración se hacía más y más ronca, y el sabor de la saliva parecía sangre.
Dos muchachos tuvieron que abandonar doblados de dolor y de impotencia. El líder, que era el mejor de todos, observó a sus compañeros. La mirada perdida, la cara reducida a una máscara espectral que recogía aire, aire para moverse; los saltos y quiebros, torpes y deslucidos: los signos alarmantes del fracaso. Donde al principio de la carrera todo era gracilidad y ligereza, ahora perdían tiempo y energía en rodear o arrastrarse vilmente ante el menor obstáculo; donde el gesto concentrado y ojos atentos ahora delirio y disolución. Él aún conservaba energía y resuello para acelerar. Decidió jugársela y adelantarse. Cuando llegara a la altura de su presa ya procuraría retrasarle hasta que sus compañeros lo alcanzaran.
Dicho y hecho. Inmediatamente dejó atrás a sus hombres, destacándose en solitario tras el destructor. Sin embargo la determinación no lo es todo. Llevaba bregando un buen rato en terreno de nadie pero, aún así, no lograba disminuir la ventaja que el muchacho le llevaba. De pronto, oyó ruido delante, y sonrió imaginando que el chico había caído o se había roto algo. Eso habría sido lo lógico, pues un simple destructor nunca debería ser rival para la agilidad y resistencia de los hombres del bosque.
‒Me las vas a pagar ‒dijo en alto el soldado, rechinando los dientes y tratando de aumentar el paso, algo ya imposible aun con la imaginación; lo estaba dando todo. Entonces se topó con él. Por sorprendente que fuera, el fugitivo volvía hacia la ciudad arbórea otra vez. Antes de chocar, su presa giró y se lanzó a correr hacia oriente, paralelo a la cordillera. Él también hizo un quiebro, igualmente hacia el este. La suerte ahora soplaba a su favor. Por fin lo tenía plenamente visible, no una sutil ilusión. Podía ver hasta su gesto aterrado gracias a que, de vez en cuando, el chico echaba rápidos vistazos hacia atrás.
Bien por imitarlo o por alguna duda, decidió girar él también la cabeza. Entonces lo comprendió. Un grupo de ogros venía pisándole los talones. Se trataba de una horda de crías, sin duda no tan fuertes como los adultos pero sí lo suficiente como para acabar solitas con una pequeña partida de soldados. Harta experiencia había acumulado ya de ataques de estas bestezuelas como para saber de su contundencia y, lo peor, de su velocidad.
De pronto tres nuevos ogros irrumpieron delante. Lus giró en cerrado y aceleró, el soldado imitó al chico. De cazador a cazado ya no pensaba en capturar a nadie sino en escapar y, sin duda, lo habría conseguido de no estar tan fatigado. Pero su físico estaba al límite, su cabeza no reaccionaba con la rapidez que requería el momento. Al encontrarse en su carrera una rama particularmente gruesa y baja, no pudo superarla de un salto limpio como hizo Lus, sino agarrándose a ella para remontarla pierna a pierna. Mientras hacía la maniobra sintió que una mano lo agarraba y tiraba de él hacia atrás con una fuerza incontenible. Lo último que vio fue la tierra que levantaban los pies de Lus.

El bosque de los ogros 14/25

‒Te propongo algo. Si dejas libre al muchacho ‒dijo Muniela pensando en Lus‒ me someteré y te juraré fidelidad.
El usurpador quedó sorprendido. No haría ni cinco minutos que había "pedido" a Mun su colaboración, si es que bajo tortura podía pedirse nada; recibiendo de la joven, por enésima vez, la correspondiente negativa. Cuando, de pronto, cambiaba de parecer y se avenía. El usurpador diose cuenta de que lo que facilitó el trato era poner por precio al irrelevante muchacho. Receló un tanto, pero el acuerdo le ponía en bandeja la victoria completa con la eliminación de la última resistencia.
Durante los dos días transcurridos desde la captura de Mun en el bosque, el usurpador la había estado presionando de muy distintas maneras; todas ellas físicas y desagradables, pero es que de las psíquicas no le quedaban ya recursos. Las amenazas a su familia no habrían funcionado, lógicamente, pues a la joven no le quedaba pariente vivo. Él mismo ordenó el asesinato de todos ellos. Así que sin base para presionarla por ahí, inmune, por otra parte, a los golpes y desmanes a que la había estado sometiendo, el usurpador estaba empezando a perder la esperanza de obtener de ella su adhesión.
-El muchacho, y obtendrás mi rendición ‒fueron las siguientes palabras de Mun.
Animado por el cambio de actitud de la joven, el tirano no perdió el tiempo en elucubraciones. "La suerte es para los rápidos", pensó. Y ordenó redactar, de inmediato, un documento que recogiera la claudicación de Muniela. La muchacha acababa de tomar una resolución; puede que no fuera la más cómoda, pero estaba segura de lo que debía hacer. En vida distó de guardarse en secreto las diferencias que se traía con su padre, quien la reñía muy a menudo por irreflexión. "No te centras en los problemas, le recriminaba éste, sino en no provocarlos". Qué gran injusticia proclamaban esas palabras. ¿Acaso alguien con temor a influir no debería pensar muy mucho antes de tomar una decisión? La aparente distracción de Mun no derivaba de duda, ni de estupidez, sino de prudencia. No existe burbuja que aísle a la gente de los efectos del poder, la única salvaguarda viene del cuidado con que se utilice. Ella y el usurpador poseían ese poder, y, por tanto, también tenían la capacidad de prolongar el sufrimiento de los demás. A él no parecían importarle tales aspectos, es más, seguramente los considerara peldaños en su camino, una herramienta más. Pero a ella sí, y las tribulaciones que le estaba tocando vivir no habían alterado su modo de pensar.
Fueran políticos o personales no le faltaban argumentos para continuar la lucha. Sí, sin duda, su familia había muerto, y el culpable estaba ante ella: un usurpador, autoproclamado rey. Razones políticas no le faltaban para seguir en la lucha pues la desmembranza de su pueblo ya estaba en marcha, al disolverse, con las nuevas medidas, la igualdad que durante siglos había caracterizado su forma de vida. No habría, así pues, nadie que la acusara de irreflexiva por continuar adelante con la resistencia al tirano. Sería considerado un acto legítimo, incluso. Pero no deseaba seguir amarrada a la rabia que sólo conduciría a la perdición de su pueblo. Por ello decidió mirar hacia otro camino, también complicado, pero mucho menos traumático: la claudicación.
‒Está bien. Sea. El muchacho no me importa. Pero tienes que firmar ahora mismo tu juramento de fidelidad a favor de mí ‒el usurpador hizo un gesto y un sirviente puso el documento sobre la mesa. Mun no dudó.
‒Es lo mejor, créeme ‒se frotó las manos el nuevo rey, mientras el hombre de la librea se alejaba con el documento refrendado. En la entrada, el criado se tropezó con un individuo estrafalario que llegaba. Los extraños pliegues en su hechura, fruto de un crecimiento quebrado y doloroso no describían a otro que a un devorador de túneles. Aquel que había acabado con la vida de la reina de las brujas, la tía de Mun.
El tipo desapareció, camino del centro de la sala, y fue visible de nuevo, sin previo aviso, encaramado en el antepecho de la galería; tumbado como si aquel angosto margen tuviera la anchura de una cama.
‒Tienes amigos muy poderosos ‒Muniela comentó al rey con repugnancia sin, por ello, dejar de mirar al nuevo personaje.
‒Reconozco que su participación me ha resultado muy cara. Y si bien no funcionó como teníamos planeado, no estoy descontento con Megis.
‒Él los atrajo, ¿verdad? Atrajo a los ogros ‒quiso saber Muniela.
‒Es imposible hacer nada con esas criaturas estúpidas. No entienden de tratos ‒explicó a Mun el rey.
‒¿Y de qué entienden?
Los ojos fosforescentes del devorador iban caprichosamente desde el amplio horizonte del mirador al cuerpo de Muniela, al que observaba con una extraña delectación. La joven solo acertaba a interpretar tal interés por ella como producto del deseo. Conclusión poco menos que incompatible con lo que sabía de los devoradores: seres solitarios que nunca convivían con nadie.
‒Los ogros sí comprenden el lenguaje de la furia, de la venganza, de la pasión ‒el rey no parecía cómodo ante la presencia del devorador, así que se explicaba dándole la espalda.
‒Qué hiciste para provocarles.
‒Bueno, digamos que aman a sus hijos y no me preguntes el porqué. Son muy ruidosos ‒abrió, por primera vez, la boca Megis, el devorador de túneles. Una voz muy áspera, en consonancia con el aspecto brutal de su físico, y poco acorde, sin embargo, con sus elegantes andares felinos.
Muniela abrió los ojos asqueada: ‒matasteis a sus crías.
‒Veo que ya lo coges. Bastaron unos cuantos pequeños y sucios gritones de esos para poner en marcha a una manada contra vosotros dos. Yo cumplí mi trato ‒añadió Megis dejando reposar su indolente mirada sobre la espalda del usurpador‒ vosotros tenéis malos arqueros.
‒He ordenado matar a aquel hombre que falló el tiro ‒se defendió el rey impostor con rabia‒. Su error nos ha costado tiempo.
‒Tu hombre no me mató a mí ‒Mun volvía a saborear la hiel de la ira. ‒Disparó a Baru.
El usurpador enarcó una ceja y sugirió en tono cínico: ‒el bueno de Baru se hubiera empeñado en defenderte. Tarde o temprano habría caído, no lo dudes.
‒Eres más torpe de lo que creía ‒protestó Mun ‒. Ahora no sólo te has enemistado con las brujas por matar a su reina, también tendrás a los ogros enfrente.
‒En lo de tu tía no hubo más remedio. ¿O crees que se hubiera puesto de mi parte?
‒Lo único que deseo es que tus decisiones no nos afecten. Para los ogros, no hay diferencia entre tú o yo, o cualquiera de nosotros. Desde su punto de vista somos iguales. No dudes que nos culparán como raza.
‒Tengo amigos poderosos ‒añadió el rey mirando al devorador quien, indolentemente, desvió la mirada hacia el paisaje de fuera.
‒Bien, basta de cháchara. He de cumplir mi palabra de rey. Vamos a liberar al muchacho que ha precipitado tu decisión. Veamos qué tanto vale para merecerse tu aprecio. Y para ponerlo más interesante se me ocurre una idea. Si tú lo das todo por él, quiero saber qué te devuelve.
‒Has firmado un trato ‒advirtió Muniela sospechando traición.
‒Sé más paciente, no te queda opción ‒sonrió con soberbia el rey‒. Pero tranquila, no voy a retorcer la palabra comprometida, simplemente me voy a divertir a tu costa. Verás, tengo una curiosidad. El chico ha sido importante, sin duda, para que cambies de idea. Yo no entiendo porqué, no le veo nada excepcional, más bien al contrario, pero eso me es igual. El caso es que te has acordado de él. ¿Él lo hará de ti? Yo creo que no; que te abandonará como sin duda habrían hecho todos tus partidarios ‒aún con los caídos sin inhumar, el individuo ya se había forrado de pieles y sedas, proclamando con desparpajo sus ínfulas de rey. Con todo a su favor, empero, no se relajaba, sino que, elevando el tono, con la ira del que ha padecido muchas tribulaciones y dudas, exclamó, buscando un principio de autoridad a su comportamiento golpista: ‒ toda tu familia evaluasteis mal a vuestros aliados. Yo, en cambio, los tengo bien sólidos y de más alcurnia. Tu padre no fue capaz de aglutinar más que a un ejército de desarrapados sin oficio ni beneficio. Qué ofrecía si no: solo reparto de miseria. En cambio, yo, con la anulación de los sorteos de tierras cada cinco años, prometía a cada hombre prosperar hasta el infinito, sin techos, sin renunciar periódicamente a su destino ‒dijo mirando al cielo con el brazo derecho levantado como si se le fuera a poner encima de la mano la bandeja con todos los suculentos frutos con que iba a pagar a sus seguidores.
‒Mi padre era un gran hombre ‒Muniela no quería ya rebatir las ideas, pero no iba a permitir que mancillaran el nombre de su progenitor, especialmente si lo hacía alguien ruin.
El usurpador se volvió y, turbio el rostro, se proponía acercarse enhiesto como un gallo a la muchacha, sin embargo algo que sucedía a pie del árbol lo distrajo.
‒Mira, el chico ya sale ‒el usurpador se hallaba sobre el pretil de la galería‒. Estoy convencido de que saldrá corriendo, pero antes le haré saber que su liberación la paga tu cautividad. Así lograré que no disfrute plenamente de su huida aunque, quién sabe, quizá sí lo haga ‒sonrió con cierta crueldad. ‒Al fin y al cabo la raza de estos destructores es baja y vil. No les importa nada ni nadie, tan sólo su propio ombligo.
Mun calló por prudencia. Si el usurpador supiese lo que Lus se proponía, no habría actuado con tanta frivolidad. De hecho seguramente no lo habría liberado. Pues el chico iba a traer a más destructores, y eso significaba problemas. Justo el tipo de cosas que ningún estadista, impostor o no, desearía afrontar.
El usurpador volvió su vista a la puerta del castillo por donde había sido sacado Lus. Abajo, el muchacho, aún con la incertidumbre de verse arrancado, sin aviso ni explicación, de la celda, entrecerraba los ojos bajo el luminoso día. El sayón habló al prisionero en tono suficientemente alto para que, arriba, Mun no perdiera detalle: ‒muchacho, la mujer llamada Muniela renuncia a su libertad en favor de la tuya, y el rey te la concede y sanciona graciosamente. Ahora debes marchar. Si te vemos dudar, si merodeas cerca, te capturaremos y te mataremos.
Le vistieron una camisa blanca, sobre su saya, con el emblema del senado. Era una prenda lo suficientemente llamativa para que las patrullas de vigilancia, si es que quedaba alguna, no lo acribillaran en su periplo a través del bosque. Una vez ataviado con aquella indumentaria-salvoconducto, Lus se alejó con su hatillo al hombro. El rey usurpador no sólo lo dejaba escapar sino que, además, le proporcionaba comida.
‒Ven a ver a tu héroe. ¿Quién sabe?, puede que me sorprenda y se niegue a marcharse sin ti ‒el rey indicó con la mano a Mun, para que se acercara a la ventana.
Esta vez, la joven sí que se decidió por hacer caso a su verdugo.
Desde aquel piso alto contempló a su compañero de fuga internándose hacia el bosque. Pareció tenerse un momento, vacilando, pues parose para volver el rostro, pero finalmente cambiaba otra vez de idea para continuar su camino. Ella nunca pensó que Lus obraría de otra manera pero, aun así, sintió una congoja muy agria mientras su figura se perdía entre el follaje del bosque. Era curioso, pero aun sabiendo que le quedaban amigos, con Lus se iba algo muy íntimo. Ella era perfectamente conocida por todos en su pueblo, la hija de un poderoso senador. Sin embargo, Lus venía de lejos, no se conocían de nada. Por ello no olvidaría su gesto protector cuando cayeron prisioneros:

Ay, hija ‒la tía de Mun se desplomó en el suelo de repente. ‒Marchaos, marchaos de aquí. Nos han descubierto.
‒Pero...
‒Tienen a un devorador de túneles. Ha excavado su madriguera y ha penetrado en la tersura que nos protegía. Lo malo es que yo formo parte de esa tersura. Ha hecho su túnel hasta mí.
‒Qué te pasa.
‒Cariño, te quiero ‒su voz era increíblemente débil.
De pronto, del pecho de la mujer ‒que no volvió a moverse‒ emanó una luz oscura circular que se prolongó como un rayo lineal. El haz luminoso se transformó en un ser humano, si es que tal monstruo pudiera tener el privilegio de la humanidad. Porque mirando a aquellos ojos fosforescentes, los enormes caninos y su figura quebrada en contrahechos pliegues uno perdía la esperanza de encontrarse con un semejante. El individuo sonreía.
Lus ‒y Muniela ya conocedora de las debilidades del muchacho apreció el valor del gesto‒ se interpuso. Pero no fue un acto reflejo, sino la manifestación dubitativa de un espíritu que quería hacer algo y no sabía el qué. Inmediatamente fueron rodeados por hombres armados. Y más tarde, llevados al palacio, ante el rey usurpador.

El bosque de los ogros 13/25

Mun conocía la aguda percepción de la hermana de su madre. Atenta al entorno, no despreciaba ninguna voz, y menos que a ninguna a la del mundo vegetal. Los silenciosos habitantes verdes están en todas partes, oyen, sienten y se comunican entre sí. Forman una red que lleva cualquier noticia de un extremo al otro del bosque, y aún más allá. Cualquier alteración en el día a día, primero ha de pasar por ellos. Y la bruja los sabía escuchar.
Unos pasos sinuosos irrumpieron desde la abrupta zona que los dos jóvenes dejaron atrás en su loca carrera. No se trataba de la galopada de los ogros. Este era el ligero roce de unos pies sobre la vegetación, el murmullo de un cazador en busca de presas. La bruja agarró a Mun y al chico para impedir que se movieran. Lus quería salir corriendo pero las garras de la hechicera lo clavaron al suelo con una intensidad dolorosa.
Apareció un hombre de aspecto similar al de Mun: vestido con ese mismo ropaje mimético que apenas lo diferenciaba del terreno, el sempiterno arco, como articulado a los huesos cual si fuera un auténtico miembro más. Si el tipo no arrolló a Mun fue porque en el último momento una mata oportuna le obligó a dar un quiebro. Pasó tan cerca que parecía imposible haberlo hecho más, y, sin embargo, no dio la alarma. Siguió adelante sin detenerse hasta desaparecer por el otro lado en la carrasca, con el mismo sigilo que lo trajo. Cuando finalmente perdieron los ecos de su presencia, la bruja liberó de su abrazo a Lus.
‒Muchacho, qué temperamento. Me ha costado mucho más inmovilizarte que ocultarnos ‒la bruja no habría amarrado al suelo con la sola ayuda de sus músculos a Lus. A este nada ni nadie lo pararía si le entraba el miedo. Dábase por hecho que un conjuro hubo de obrar tal milagro.
‒¿Tú lo has hecho? ‒el muchacho abrió la boca resoplando. Si la pregunta se refería al poder que mantuvo quietas sus piernas o si al que les escondió del explorador no había manera de suponerlo.
‒Yo no. Lo hizo... ‒y extendió el brazo indicando a todo su alrededor‒. Ya ves. Estos bosques han sido, yo sólo he dado la forma para atarte al suelo ‒la mujer había decidido que al muchacho le impresionó más esto que el truco de la ocultación. ‒Aunque no lo entiendas, todo ha sido cuestión de sonido. Ya ves, tan intangible y poderoso ‒repuso con una sonrisa de orgullo. ‒No has de creer, como todo el mundo, que algo que se percibe con los oídos, es sutil y débil. Nada más lejos de la verdad. El sonido es una tensión. Solo hay que tirar hasta que quede anulada su flexibilidad para endurecerlo a nuestro entorno. No se deformará, por lo que nadie oirá.
‒Pero nos ha tenido que ver.
‒Pues parece que le hemos despistado ‒la bruja se negó a dar más detalles.
‒¿No podrías concederle ese don de la invisibilidad? ‒exhortó Mun.

El bosque de los ogros 12/25

Lus dio un brinco tan alto que casi se descalabra contra una rama sobresaliente. Aquella voz había surgido tan de improviso, tan repentina que el corazón del muchacho bien pudo rendir cuentas en ese momento.
‒¿Qué tal, niña?
Justo detrás de él, fuera del círculo de polvo, una mujer los miraba. Lo primero que le llamó la atención al chico, una vez se giró, fue el parecido, o el aire similar en el porte de la recién llegada con Mun. En la cara triangular de la joven se apreciaba que un cincel común había esculpido a las dos mujeres.
‒Veo que mi hermana te ha enseñado a tomar precauciones ‒la misteriosa mujer miraba el polvo en suspensión alrededor de ambos muchachos.
‒La única magia que conoce mi madre es la que nos protege de vosotras. Esta ceniza no te dejará tocarnos ‒repuso Mun.
‒Es triste que mi propia familia sea una extraña para mí ‒se lamentó la tía de Mun en un tono aparentemente incompatible con la firmeza que destilaba su soberbia figura. ‒Ella es tan cabezota...
‒No, ella te conoce demasiado bien. Ya ves, cómo a la menor oportunidad ya estás hablando mal de nosotros ‒un destello de rencor encendió el tono de la joven. ‒Nunca aceptaste que mi madre quisiera a mi padre. Muy bien, tendrás que volver a aceptar lo mismo de mí: él es el que me dio el ser.
‒Dejemos eso, pequeña ‒la mujer cerró la boca en una mueca un tanto desagradable. ‒Eres mi sobrina, no necesitas protegerte de mí ‒su voz sonaba fría pero también algo compungida.
‒Ya lo sé. Pero la última vez trataste de raptarme.
‒Eso no es verdad ‒Lus supuso quién era aquella mujer excepcional; se trataba de la reina de las brujas, uno de los seres más poderosos que existía. Así que el chico trató de refrenar, por supuesto sin conseguirlo, a su compañera de huidas en la certeza de que, como a cualquier poderoso le sucede, la soberbia no admite negativas. Resignado, viendo el tenor de la discusión, se dispuso a sufrir un arranque de mal genio brujeril, pero nada de eso sucedió, sino que la hechicera puso cara de berrinche.
‒No me escucháis ninguna de las dos ‒se limitó a quejarse la tía de Mun.
‒Alto, no sigas. Y no quiero que me mires así, que ya bastante has forzado las cosas antes. Te lo vuelvo a repetir: no soy tu heredera. Aunque seas una reina no deseo ser yo quien te suceda ‒se defendió Mun, con una contundencia que al chico asustó.
Aquella mujer era un ser formidable. Alta, poderosa, su mirada apresaba la voluntad en tal grado que, a no dudar, volatilizaría cualquier resistencia. Lus supo que jamás la desobedecería, aunque ello comportara una traición. Su piel, tan inmaculada, pregonaba una edad que no congeniaba con la que sus ojos daban a entender, una intuición difícil de sintetizar. En aquella oscuridad apenas se apreciaba su indumentaria gastada de viaje, sin embargo algo destacaba sobremanera: un objeto, que debería ser un anillo si no fuera por el tejemaneje inaudito que se traía, resplandecía en la mano izquierda. La sortija se hallaba coronada por una conspicua aguamarina y no paraba quieta. Iba y venía, saltando entre los dedos, en un amago continuo de caída. Milagrosamente no se despeñaba nunca, como si la natural querencia de esa joya no fuera hacia la tierra sino hacia su propietaria. Otra peculiaridad de la hechicera era la del propio aroma que propagaba. Olía a invierno, pero no a esa clase de invierno identificada con el hielo, o con la mortaja de nieve que ahoga toda vida. Más bien evocaba el humo de las chimeneas quemando leña, o los calentadores de cama caldeando el lecho y el filandón al amor de la lumbre, aromas todos de hogar y familia, de paz y felicidad. Las que Lus no conocía.
De pronto, la mujer posó la mirada sobre Lus, y éste no sintió toda la implacable ola de voluntad que se temió; lo que habría manifestado en algún aspaviento bastante poco digno. Y es que la barrera de polvo debía de estar haciendo su trabajo.
‒¿Dónde está el jovencito Baru? Siempre vais juntos a todos lados ‒se le ocurrió adoptar un tono algo impertinente pero, casi de inmediato, la bruja palideció al mirar a su sobrina, como si hubiese cobrado conocimiento, sin necesidad de palabras, de lo acaecido.
‒Oh, pequeña. No... Lo siento ‒Mun sostuvo la mirada de su tía, pero fue incapaz de soportarlo. La joven, la fuerte Mun, se llevó las manos a la cara y lloró. Su tía se puso de rodillas hasta situarse a la altura de los dos chicos, aún sentados en el suelo dentro de su círculo protector. La mujer atrajo hacia sí a su sobrina y se abrazaron. Lus había deducido que la sustancia espolvoreada alrededor de ellos servía como una especie de muro inviolable contra la bruja, por ello tuvo un pequeño sobresalto al ver cómo la tía de Mun lo atravesaba. "La magia y los sentimientos ‒pensó‒ son familia".
‒Tuve que dispararle. Los ogros..., lo iban a coger ‒explicó la atribulada muchacha.
Su tía no decía nada. Pero toda su soberbia, todo su esplendor ahora habían desaparecido. Sólo era alguien verdaderamente afligido compartiendo dolor.
‒Un arquero le hirió con una flecha envenenada ‒intervino Lus, con timidez. Ambas mujeres permanecieron abrazadas, abstraídas del mundo de sombras que acechaba.
‒Gracias, tía, por tu respeto. Nunca te pareció lo suficientemente bueno para mí ‒rompió a hablar la joven.
‒No, cariño. Lo mío sólo eran puntos de vista, nada más. Puede que yo quisiera decirte algo contra Baru, pero qué tonterías eran. De qué autoridad me arrogaba para obligarte a ser como yo quería. Aunque yo me empeñaba en que sonaran a consejos no eran sino reproches... Si pudiera cambiarlos todos por prolongar tu felicidad, qué no daría por ello.
‒Sé que no lo querías, que tenía defectos...
‒Te merecías gozar de él. Verás, la misma discusión tuve hace mucho con tu madre respecto a su esposo, tu padre. Y yo perdí, pero lo perdí todo: ella no quiso volver a verme. Luego, he vuelto a caer en el mismo error, esta vez contigo. Ahora el tiempo os ha dado la razón. Mírame, Muniela, estoy sola. Al regañaros, al criticaros, en definitiva al no escucharos he cometido un doble pecado: contra vosotras por transformarme en una desagradable sombra para vuestra dicha, y contra mí misma por provocar vuestro alejamiento, mi soledad.
‒Ahora necesitamos de ti ‒la joven atisbó con inseguridad el rostro de la bruja, quien se dispuso a escuchar. ‒A Lus lo capturamos, baru y yo, cuando se dirigía a pedir auxilio a su rey. Los salvajes están atacando su aldea y el tiempo le apremia. Y yo no podré ayudarle porque temo que a mis padres les haya sucedido algo. A continuación relató el incidente en el que Baru perdió la vida.
‒¿Una flecha envenenada? ‒se preguntó extrañada la bruja. ‒Pero eso significa que el enemigo es uno de los tuyos.
‒Sí, no encuentro otra explicación yo tampoco.
‒Mi hermana tiene problemas y tu padre también ‒concluyó la tía en tono sombrío. Luego se volvió a Lus: ‒vuestros caminos se separan. Tu gente, jovencito, corre peligro.
‒¿Sabes algo? ‒inquirió Lus.
‒Vengo del norte, y en mi camino he visto grandes grupos de salvajes desplazándose desde sus áreas. Se traen consigo todo: animales, carros con comida, baúles. No dudan en asaltar las granjas y aldeas que les salen al paso, pero no con afán de conquista sino para avituallarse. Tiene todas las trazas de ser una huida en masa. Tu aldea no es más que una despensa más en su marcha y la tomarán.
»Afortunadamente tenéis a un hombre notable dirigiendo la resistencia. Tu abuelo es el mejor regalo que la aldea podía haber deseado para este apuro. Si alguien es capaz de dar solidez a la gente es él ‒Lus apartó la mirada de la tía de Mun. Todavía se acordaba del trato que recibió del anciano.
‒¿No te extrañas de que lo conozca? ‒aquella mujer parecía saber cómo sublevar a Lus.
‒No me importa mi abuelo, señora. Si es eso lo que quiere saber. No dudó en echarme del pueblo con todos esos salvajes fuera.
‒Estuve con él. Me habló de ti, de su dolor por haberte tratado como lo hizo. Pero también lloraba por el resto de muchachos que partió el mismo día que tú a pedir ayuda, y también lloraba por su aldea. Él es el líder, tiene que llevar esa carga por cada chaval, por cada hombre y mujer. Por eso se ve forzado a pedir sacrificios a quienes ama. Todo por resistir, por convertir a la aldea en un firme refugio. ‒La mujer consideró un momento al joven, quien no parecía renunciar a sus rencores, y a continuación echó un suspiro como quien echa los demonios de la impaciencia por no zarandearlo. Para despertarlo apretó más: ‒Si llegas a ocupar su puesto algún día, como él espera‒ a esta sí que logró estremecerlo hasta el punto de atraer por fin su mirada, ahora llena de extrañeza‒, te convertirás en alguien solitario entre los tuyos y eso te llenará de tristeza, aunque también de odio pues la aldea será una prisión. Tu abuelo no odia, pues es libre. Sólo os gobierna por amor, no por resistir.
Lus volvió a su mutismo, ahora más empeñado que sentido, y, a regañadientes, murmuró: ‒no, si tendré que ir. Pero a lo mejor es tarde ‒Mun estiró los labios en una mueca como de liberación.
La bruja se quitó una pequeña fíbula que no abrochaba nada. Tenía una forma que remedaría a la del arcoíris, y su color argénteo provenía del material de que estaba hecha. No obstante, rompía la monocromía un elemento verdaderamente conspicuo: un granate engarzado en el extremo. Depositó el dije en la mano de Lus y, a continuación, trazó un aspa en el aire ante el asombrado chico.
‒Ahora prométeme que en cuanto te pongas en camino, sólo pensarás en salvar tu aldea. Eso bastará ‒al encontrar gesto tan confundido en Lus, la hechicera, con algo de prisa, decidió explicarle algo más: ‒tu resolución alterará las percepciones del espacio, haciéndote creer que lo que está lejos no lo estará tanto. Bueno, no sólo lo creerás, será así... Digamos que tu módulo de medida cambiará, leguas por varas, pies por pulgadas. Ese broche te ha de ayudar a cubrir la distancia que te espera en muy poco tiempo. ‒Luego, se paró un segundo, como si hubiera oído algo, y, girándose hacia su sobrina, la apremió: ‒has de dirigirte a casa. El bosque ha cambiado..., está inquieto ‒su tono de voz se volvió implorante, casi nervioso.

El bosque de los ogros 11/25

Ella repitió el mismo comportamiento que en el último descanso. Sacó lo que traía, separó lo que estimaba para saciar el apetito y guardó el resto.
‒¿No nos seguirán todavía? ‒A pesar de la paliza que llevaban, Lus no estaba demasiado cansado.
‒Los ogros no son como nosotros ‒le tranquilizó ella‒. Toman interés por lo que tienen delante y no se les despista. Otra cosa es perseguir lo que no ven. Entonces se aburren y enseguida lo dejan ‒su voz sonaba cansada. Mientras se explicaba alargó a Lus una tajada con pan‒ ellos viven el momento; por eso no planifican nada, ni entenderían lo que es organizarse. No tienen aldeas y, hasta donde yo sé, la única relación entre ellos es la de madre-hijo, y únicamente durante los seis primeros años. Después la madre se olvida de la cría. Sí, me dirás, parecen humanos porque hablan, pero hacen más vida de oso que como nosotros ‒con el torso contra el árbol, más que sentarse se hallaba repantingada, extendida como un cuerpo sin solidez. Lo que hubiera en ella de vigor y seguridad lo perdió en aquella vaguada, de la que, si bien el cuerpo escapó, no así lo hizo su determinación, que pereció con Baru.
Luego suspiró y, como encarándose con una dificultad, preguntó al chico: ‒¿qué vas a hacer? ‒si Lus no había dejado de observar en la joven los signos de desconsuelo, no menos ella también había leído en él los de su ansiedad. El muchacho no había permanecido sentado mucho tiempo descansando de los esfuerzos de la jornada. Levantose, por contra, inquieto durante la explicación de la muchacha, y se dedicó a pasear lanzando de vez en cuando miradas hacia el sur, hacia el término de su personal aventura.
‒No he olvidado lo que hablaste ‒susurró con voz ronca la joven. ‒Los salvajes sitian a tu pueblo y dependen de la ayuda exterior. Tú buscabas esa ayuda y los tuyos la necesitan.
El silencio del muchacho fue todo lo que recibió por respuesta.
‒¿Cómo te llamas? ‒Lus prefirió satisfacer su curiosidad a hablar de la aldea que lo echó tan de mala manera.
‒Muniela, pero me llaman Mun.
‒¿Tus padres viven lejos?
‒Ya sabes, al oeste ‒Mun tardó en contestar y lo hizo apática.
Hacía un rato que Lus se había dado cuenta de la relación entre Mun y Baru. Si al principio pensó que entre ambos reinaba la jerarquía propia de la milicia, ahora tenía el convencimiento de que se amaban. Una intuición por la que no osó preguntar, convencido de la relación causal entre él mismo y la muerte de Baru.
‒¿Quién pudo disparar contra nosotros? ‒planteó Lus, tratando el mismo tema desde un punto de vista que lo alejara de sí mismo, sin darse cuenta del empleo de ese "nosotros". Mun había reparado en el detalle y lo saludó, aunque sin denunciarse. El compartir tan dolorosos trances la estaba uniendo con el muchacho, pero aún no estaba segura de qué hacer de ello.
La joven pensó un poco antes de contestar: ‒¿contra nosotros?, no exactamente. Contra mí, creo.
‒¿Tienes enemigos entre los tuyos?
‒Todos los tenemos. Nadie vive al margen de crearse odios. Uno nunca sabe por qué razones. Son insospechadas muchas veces. ¿Que no te quieren por tu forma de ser?, ¿que por cómo resuelves un problema?, ¿que por no hacerlo?, qué más da. El odio, muchas veces, no es una recompensa por una mala acción. Nos toca sin quererlo y sin participar. Es un destino. Y, por supuesto, forma parte de nosotros el concebirlo aunque no queramos. Mi padre me dijo que ninguna fuerza hay capaz de abortar su nacimiento. Y ahora puede que él haya sucumbido al odio de otros. Cuanto más lo pienso más claro veo que lo han asesinado. De otro modo no comprendo cómo osarían atentar contra mí.
Lus estaba horrorizado de la tranquilidad con que Mun hablaba de la muerte de su padre, como si fuera una consecuencia lógica, el producto de un razonamiento. Para él, la muerte era una sensación, no un raciocinio. De sólo mentarla se le venían a las piernas unas ganas tales que le maravillaba estarse quieto.
La joven continuó hablando decidida a entregarse a la única compañía que le quedaba. Lus, al contrario que Baru, parecía tocado por el don de la paciencia. No discernía lo importante de lo anecdótico. Para él todo era igualmente fundamental. Con alguien así, la borrachera de hablar constituía una tentación; excesiva para el grado de desconsuelo de Muniela. En otra circunstancia y con otra persona se habría planteado, antes de seguir adelante, si era prematuro descubrirse. Sin embargo, con Lus no había necesidad de estar a la defensiva. Tantas y tan buenas muestras de que su mansedumbre no tendría que envidiar a la de un cordero daba, que bastaron para vencer toda suspicacia.
‒Mi padre es, o temo que era, un alto dignatario de nuestro senado.
‒¿Algo como un rey?
‒No hay eso entre los míos. Nos gobierna un grupo de personas que lo llamamos senado.
‒¿No tenéis un rey? ‒comentó lleno de sorpresa Lus, como si le fuera imposible concebir que una comunidad funcionara si a su frente hubiera más de una cabeza rectora.
‒El problema es ese, que alguien quiere que lo tengamos. Nosotros vivíamos muy bien hasta hoy, pero un grupo de entre nosotros no está de acuerdo en continuar así. Esas personas creen que estamos equivocados, que nuestra forma de vida, antiquísima, está en un error, y por eso se debe cambiar. El meollo del asunto es la división del terreno. Nuestros bienes se reparten en lotes iguales cada cinco años y la distribución de los mismos se confía a la suerte. Eso ha permitido que no hubiera grandes diferencias de riqueza entre nosotros. Pero un grupo de senadores está a disgusto y quiere prolongar sin fecha final la posesión de su parte.
‒¿Para qué? ¿Piensan que es mejor que la de los otros?
‒En cierto modo sí. Lo que pasa es que todo se complicó cuando cambiamos de lugar.
‒Supongo que me hablas de cuando los de mi aldea os echamos de vuestro bosque para abrir pastizales.
Ella hizo un ligero gesto afirmativo, pero sin delatar rencor, sino resignación.
‒En este bosque no es como en el nuestro, pues aquí no hay uniformidad. Unas veces por lo accidentado del terreno, otras por el peligro, no sé. El caso es que es un lugar muy variado y no nos hemos aclimatado aún. Nos falta tiempo para hacer lotes homogéneos, por eso se levantan muchas quejas tras el reparto quinquenal. Pero la gente actúa, no espera. Hay intercambios de parcelas pese a que está prohibido todo negocio con los lotes. En este mercadeo, unos pocos se han quedado con los lotes de los demás y, por supuesto, ahora no quieren volver al reparto, sino disfrutar de lo que ya han adquirido. Estos individuos, que han acumulado una gran fortuna, se han unido y, como tienen mucho poder y riqueza, se han rebelado ya varias veces. El principal enemigo de este grupo de facciosos es mi padre, partidario de la opción de seguir como hasta ahora, dividiendo, cada lustro, el espacio y sorteando. Es por ello que los adversarios llaman a mi padre y a los que se han juramentado para defender nuestro modelo tradicional de vida, divisionistas. Mal que bien, los divisionistas, entre quienes lógicamente me encuentro yo, hemos tratado de seguir adelante. En general hemos ido ganando la partida hasta hoy, pero en el camino se han ido perdiendo lotes, acumulados por nuestros enemigos en su propiedad. De modo que con cada vez más poder, sus golpes y sus intentos de cancelar la vieja costumbre de la división han sido más y más peligrosos y mejor organizados. Muchas veces han sido muy violentos. Por lo que veo, es posible que, por fin, uno de estos intentos haya triunfado.
»Si, como creo, han tratado de acabar conmigo ‒Muniela pasó el odre a Lus mientras continuaba su explicación‒, si se atreven a atentar contra mí, es que no temen a la gente de mi clan.
‒Pero no lo sabes, sólo lo sospechas.
Ella suspiró: ‒por eso nuestros caminos se separan. Yo he de averiguar qué les ha sucedido a los míos. Y tú tienes que seguir para salvar a los tuyos.
Lus, de pronto, sintió una punzada de resistencia. No lo podía obviar, Mun lo había expuesto tal como era. Habían de separarse, sin embargo, la aflicción por despedirse de Mun le empezó a embargar. No se trataba de miedo a seguir la ruta solo, sino de algo más, algo relacionado con querer compartir; un sentimiento nuevo para él.
‒¿Y estás segura de que encontrarás aliados?
Mun no dejaba de plantearse esa pregunta desde que aquel arquero trató de matarla. Si un golpe de mano desplazó del poder al cuerpo del senado y los rebeldes se habían alzado por la fuerza para gobernar, ella no tendría la colaboración de nadie.
‒Esos ogros que nos cogieron estaban perfectamente ocultos bajo tierra. Luego alguien sabía de antemano qué movimientos íbamos a hacer. Nos vigilaban. En cuanto te capturamos, ‒y miró a Lus‒ prepararon el terreno de la trampa, pues el lugar que escogimos para descansar es de sobra conocido por todo mi pueblo, dado que no es frecuentado por los ogros. Dicen que porque es sitio maldito para ellos.
‒¿Es que sabéis cómo controlar a los ogros?
‒No, en general. Son tan brutos que no les conocemos debilidad. A no ser que aquí esté funcionando algo que no comprenda, algo como la magia ‒ni siquiera pronunciando estas palabras, Mun las podía considerar en serio. ¿Qué bruja iba a implicarse en algo tan nimio como una algarada política de su pueblo? Ellas actuaban tan por encima de esos asuntos mundanos que daba risa sólo de pensarlo. Lus, por su parte, se encogió de terror. Las poderosas hechiceras despertaban temblores en lo más hondo de su ser.
‒¿Tan importantes seríamos? ‒especuló Mun.
‒Buf, no metamos a la bicha aquí. Puede que los ogros no sean tan zotes, y hagan menos ascos de lo que crees a un buen dulce. Esos enemigos de tu padre de los que hablabas pueden haber amarrado un pacto con algún grupo de ogros a cambio de cualquier burrada. Ahora, que yo no negociaría con ellos, pues menudos aliados más peligrosos. Si tengo el poder, prefiero, como dicen, un yo me lo guiso, yo me lo como, y montar toda la sublevación yo solito.
‒Bueno, no siempre uno puede estar a todos los frentes, necesita aliados. Y aquí, por alguna razón, mis enemigos querían que los ogros nos mataran.
‒Les daba vergüenza mancharse ellos las manos ‒puso voz el muchacho a los pensamientos de Muniela.
‒El detalle menor es el aspecto moral: se trata de gente sin escrúpulos. El miedo, sin embargo, sí ha obrado. Me parece que no las tienen todas consigo, que no son dueños de la situación. Un asesinato a la hija de un senador puede volverse en su contra, provocar consecuencias opuestas a las que persiguen.
‒O sea que sí hay esperanza de que encuentres aliados. ‒Y añadió, el muchacho, tras una pausa ‒me alegro por ti. ‒Lus pronunció sus palabras completamente en serio, a pesar de que le llevaran a una conclusión dolorosa: ella tenía que dejarle.
‒Tú debes retomar tu camino ‒insistió Mun.
‒No veo esperanza. Si ya he sido capturado una vez, lo volveré a ser. Y, seguramente, por manos poco escrupulosas ‒Lus trataba de resistirse a lo evidente: se tenían que despedir.
‒Hay algo... ‒la duda no hizo sino animar la curiosidad del muchacho, ‒pero es muy peligroso.
‒Suena mal ‒Lus no estaba bien dispuesto a afrontar su viaje solo, y si encima en condiciones menos seguras, ya era el colmo.
Ella suavizó su afligido semblante, pues ya había intuido las escasas aptitudes para el coraje del muchacho.
‒Cualquier empresa requiere un sacrificio ‒le regañó suavemente.
‒Si éste mata al emprendedor, adiós empresa. Nadie se aventura si lo que se gana es la ruina.
‒Tranquilo, que lo podrás.
Entonces Mun desató su bolsón y extrajo de su interior un pequeño frasco de cristal. La luz de la luna se reflejaba en la pulida superficie del exótico artículo. Lus no perdía ojo a la joya. Nunca topó con un material tan extraordinario que producía brillos y dejaba ver el interior de lo que contenía. Ella lo destapó y, a continuación, espolvoreó la sutil sustancia de dentro, un polvo gris y mortecino que caía perezosamente al suelo alrededor de ambos, formando un círculo.
‒¿Qué es?
‒Polvo.
‒Ya ves, qué sorpresa. Todavía veo.
‒No seas idiota ‒era la primera vez que la chica se tomaba confianzas, y a él no le irritó.
‒Ahora qué va a ser ‒el muchacho empezaba a abominar del carácter tan resuelto de Mun.
‒No te preocupes. Tú quédate a un lado, que yo me encargo.
La joven comenzó a recitar una oración. Si alguna vez Lus oyó hablar del poder de las palabras, de su capacidad de persuasión y de su influir en los sentimientos, ciertamente no podría haber imaginado un ejemplo mejor. Aquella retahíla de frases incomprensibles conectadas entre sí por un ritmo y una asonancia no menos majestuosa que rotunda despertó en su conciencia un poder inconmensurable. Una fuerza presente pero dormida iba desperezándose bajo sus pies, hasta el punto de trasmitirse a través del suelo, en forma de un ligero estremecimiento. Mientras el rosario de invocaciones proseguía, el polvo que los rodeaba empezó a levantarse formando una cortina. No hubo ningún otro cambio, perceptible al menos por Lus, quien, más que por el fenómeno, estaba anonadado por la memoria de la mujer. Sin papel alguno pronunció tan largo discurso, en una lengua tan incomprensible que no pudo por menos de admirarse, cuando a él malamente se le quedaban las más elementales listas. De pronto llegó al final. Fue demasiado abrupto. Como el ceremonial había durado, al menos, un cuarto de hora se terminó por acostumbrar al soniquete, y el hueco, al concluir, constituía una especie de tanta solidez como una piedra.

El bosque de los ogros 10/25

Emprendieron la huida en la dirección más conveniente a los intereses de Lus. A ella poco le habría importado qué norte seguir, palpitante aún en su corazón la despedida de Baru. A gusto al mando, los que la rodeaban siempre se allanaron al paso de su palabra de una forma espontánea. Un aura de autoridad por corona coloreaba desde su niñez el temperamento de Mun, que de tanta facilidad no necesitaba ponerse a ello para exhibirla. Ahora no guiaba, más bien se había dejado tomar del brazo sin ofrecer resistencia a tirar por allí, como tampoco la habría opuesto de haberlo hecho hacia el lado contrario.
Acometieron, pues, la subida por la ladera quebrando en zigzag, dado el abigarramiento de la arboleda. Si alguien armado de arco y saetas acechara con la pretensión de abatirlos, como Lus esperaba en su salsa de presagios descorazonadores, no encontraría la situación propicia pues, o bien los troncos o la propia manera de correr de los dos fugitivos volvía prácticamente imposible realizar un disparo certero.
Poco a poco fueron ganando terreno a sus perseguidores, mucho menos ágiles y rápidos. Y una vez arriba, qué iban a reflexionar. Apenas tuvieron tiempo de fijarse en el paisaje que se abría a su derecha, una epidermis verde oscura de colinas y valles en sucesión. O en el de enfrente, hacia donde el relieve se iba suavizando en formas cada vez menos arboladas hasta un fondo que se adivinaba de tierras abiertas, y campos de cultivo resplandecientes en tonos dorados bajo el Sol. Se imponía la realidad: los resuellos y gruñidos del grupo asaltante, atragantado en la cuesta, venían soplando tras las orejas de ambos chicos. Por lo tanto no había lugar para un descanso. Desde la cima del cerro se tiraron ladera abajo hacia aquellas tierras despejadas del sur.
—Ven, vamos a buscar algún refugio que conozco —ella dirigió sus pasos, retomando la iniciativa, hacia poniente, pero se detuvo ante la falta de disposición de Lus.
—También lo conocerá tu pueblo. Vamos a seguir al sur todo recto —los ecos de la partida de ogros ascendían entre jadeos desde la vaguada. El acoso no había cesado.
—¿Pero tú crees que aquellas flechas eran de uno de los míos? —a pesar de la confusión y el drama de los últimos minutos, a ella no le pasaron desapercibidos los hechos.
—No lo dudo. No sé qué manejos hay entre vosotros pero aquel tipo que disparaba vestía igual que tú. No me sentiré seguro hasta que no salga de estos bosques.
Ella lo pensó brevemente y sin una idea mejor se lanzó en dirección hacia los llanos cegadores, hacia el sur.

Lus la dejó acurrucada, abrazada en silencio a sus piernas, a espaldas del mundo que la había traicionado. La muchacha no había abierto la boca desde la conversación tras el ataque, y ya iba oscureciendo. No habían cesado de correr durante toda la tarde, poniendo poco a poco distancia con sus perseguidores. Colaboró también a la empresa de despistar a los brutos la pericia de la muchacha, quien puso en práctica algunos trucos para romper el rastro que iban dejando. A ello y a la natural mudanza del carácter ogruno agradecían ahora la tranquilidad absoluta que al fin se habían ganado.
Él se sentó enfrente, un poco a trasmano, para que Mun no se topara con su presencia si levantare la vista. Con miedo a resaltarse, se acurrucó, mudo y absorto, lo más camuflado, convencido como estaba de que el dolor de la joven habitante del bosque estaba relacionado con la irrupción de él. Baru nunca fue de su gusto, pero se mortificaba de pensar que, de no haberse cruzado él con la pareja, tal vez el muchacho siguiera vivo y su compañera no andaría así, tan derrotada. Sintiéndose culpable, el pesimismo le dominó hasta el punto de querer hacer algo para librarse de las recriminaciones que se lanzaba. Y qué podría hacer ya, si cualquier cosa llegaba tarde: Baru había muerto. Desear, desear, mucho, pero no quedaba nada por hacer. Pensaba algo, mas pensar mismo carecía de utilidad. Por ello no se movió. No hizo nada. Ni la habló, ni la animó, por creerlo cosa estúpida. Sin embargo él quería acompañarla.
Tan sólo unas horas antes bien habría deseado una ayuda para zafarse de los dos jóvenes a los que no conocía, de los que tanto temía. Unos carceleros, no más eran; pues de eso se trataba, de llevarle cautivo, por lo que la relación con ellos no podía llegar a nada bueno. Pero la muchacha, tan fuerte que hizo callar a Baru sus burlas y desprecios, prefirió tomar partido por él y por su abuelo, Laélides, a pesar de no conocerlos, incluso sufrir menoscabo por su causa. Lus había sabido ver algo en aquel acto de fe intuitivo de la joven. Algo que estaba relacionado con el valor de la vida por sí misma. Un concepto sin significado para él, sólo atento a ir tirando, a ir saltando de mal en mal, huyendo siempre alocadamente, sin plan, sin horizonte. Ella sabía, tenía una idea clara, por tanto ofrecía seguridad.
Lus volvió a atormentarse con aquella mañana, hacía menos de un año, al norte, lindando con las tierras estériles donde nadie imaginaría que pueblo alguno morara. Los muchachos se estaban bañando en un manantial. En verano, aun siendo ariscas latitudes, el Sol imponía su imperio y el calor invitaba a nadar. Pero mientras los chicos hacían aguadillas, despreocupados en el agua, unos nómadas atacaron. El único que, zambullido, desconoció la urgencia del momento fue apresado. El resto puso agua de por medio. El caso fue que, dolidos en su amor propio por los gritos del prendido, sus compañeros se envalentonaron y, animados por el escaso número de asaltantes, se decidieron a rescatar al desgraciado. Lo lograron pero en la refriega hubo pelea, e incluso sangre. Uno de los muchachos no llegó nunca a casa. El salvado, por ironías del destino, salía vivo, mientras el salvador sufrió tan serias heridas que no tardaría en morir. Ambos eran hijos de la misma madre. Pero mientras el superviviente pertenecía a un primer matrimonio que terminó en viudedad, el otro fue fruto de una segunda unión con otro hombre. Cuando los muchachos llevaron a casa el cadáver del idolatrado hijo, el padre hizo caer todo su odio en el hijastro superviviente. Desde entonces, el hombre no volvió a hablar al hijo de su mujer. Es más, cada vez que lo veía no dejaba de pensar en su vástago, muerto por salvar a "ese". No hubo trato, ni palabra, ni atención, simplemente nada. Igual que si fuera un desconocido o un enterrado. En lo que a él tocaba, su hijastro Lus estaba muerto.
Desde el desdichado incidente, Lus, que hasta entonces no había sido especialmente cobarde ni destacaba en valentía, fue ganado por el miedo a todo y por todo. Concebía el mundo como una sucesión de seres amenazantes que no lo querían, que lo odiaban por estar vivo, que buscaban su ruina. Abrumó al muchacho una inseguridad que fue ahogando su decisión, sus ilusiones. Se convirtió en un cuerpo sin sueños, extraviado en tal bruma de desorientación que no acertaba a imaginar su futuro. Una vida hecha a golpe de sobresalto, de huida en huida, en su propio hogar, en su pueblo, sin un espacio mínimo para pensar con calma qué rumbo tomaría. Su abuelo, Laélides, fue el único que le mostró cariño. Por eso, mayor si cabe fue su desamparo cuando el bondadoso anciano le echó de la aldea para cumplir aquella misión suicida.
Su misión. Casi la había olvidado en las últimas horas, pendiente de sobrevivir.
‒Bueno, habremos de comer algo. Llevamos corriendo sin parar desde mediodía ‒la voz queda de la chica interrumpió los pensamientos de Lus.

El bosque de los ogros 9/25

De pronto sonó una trompetilla. El trío volvió sus ojos hacia adelante. Otra tronó justo por detrás.
–Huyamos –ordenó la muchacha–, ha sonado muy cerca.
Una avalancha en una montaña no habría diferido mucho del alud de pisadas que, de pronto, los rodeaba. Aún no les veían, pero el miedo les hizo imaginar las siluetas ennegrecidas de un grupo de ogros en plena carga. Llegaban tanto por un lado como por el opuesto, y ellos estaban en medio. Tenía razón la joven, ya no había tiempo sino de salvar la vida. Lus observó que la pareja salía a toda velocidad hacia un lado, despreocupándose de todo. Lógicamente él lo hizo hacia el contrario. No lo dudó, casi se podría decir que fue un acto reflejo.
–Déjalo marchar –era la voz de la chica. –No podemos impedirlo. No nos acusarán.
El fugitivo tomó su camino desentendiéndose de sus captores. Enseguida se topó con una ladera ascendente. No había lugar para elecciones, de modo que no la esquivó sino que lanzose, recto, contra ella. Mientras se alejaba, escuchó los gritos de rabia de los ogros. A Lus le pusieron los pelos de punta. Sus piernas, en esas condiciones, eran resortes infalibles que lo catapultaban más lejos y más rápido que a nadie. Así que más que correr volaba cuesta arriba. Pero un chillido, reconocido de inmediato, lo agarrotó al suelo. Volviose inquisitivo, justo para contemplar a sus dos cazadores cazados.
Inexplicablemente tres ogros –¿“qué hacían ahí”?, se preguntó– los habían atrapado. Dos de ellos sujetaban firmemente a la chica y el otro se lanzaba a por Baru, quien mucho más menudo y ágil, esquivó fácilmente la arremetida. El problema, sin embargo, no eran estos tres sino el resto de energúmenos que llegaba en tropel aullando. Para rescatar a la chica, Baru solo dispondría de medio minuto. Si tardaba más, ambos caerían, y morir a manos de ogros no era agradable.
Lus cerró los ojos y se lanzó pendiente abajo, con una gruesa piedra en la faltriquera y otra en la mano. Mientras se acercaba desabrochó su honda. Entre tanto, Baru intentaba atraer sobre sí la atención de los dos captores de su compañera para evitar que allí mismo empezasen a devorársela; pero al mismo tiempo bregaba con el tercer ogro que lo acosaba. Finalmente logró asestarle a éste un facazo muy feo en el muslo con lo que, más libre, se puso a lanzar cuchilladas a los otros dos. Dilató la asesina intención que se traían respecto a la joven a base de golpes certeros, labrando con su filo el pellejo de sus enemigos. Mas estos no soltaban la presa y el tiempo se agotaba; tenían casi encima a la horda ogruna.
El guijarro golpeó a uno de los dos jayanes en la cabeza. Éste, inmóvil y sonriendo con suficiencia, se volvió para lanzar una mirada asesina al apedreador justo para ver otro canto, esta vez como un puño de grande, zumbando a toda velocidad hacia sus ojos. El impacto tiró para atrás al bruto que, atontado, soltó la presa. Lus, acudiendo en ayuda, cargó la segunda piedra en la onda por si fuera necesaria. Baru aprovechose del desconcierto, y así apuñalaba fatalmente en el corazón al enemigo aún en pie. No hubo intercambio de palabras entre los tres, echaron pies para adelante y se lanzaron a una carrera frenética perseguidos por una ola de bestias armadas con monumentales cachiporras y rompecabezas.
Algo produjo un siseo que acabó de forma abrupta con un golpe seco. Baru se miró de inmediato su brazo. El ardor inconfundible de una herida lo distrajo de correr, la única posibilidad que tenía de sobrevivir.
—Vamos —la chica, inadvertida, se volvió para animarle.
Baru la miró intensamente. Unos segundos más era todo lo que les quedaba por compartir. Su vida juntos concluía, el tronco del que él se desgajaba en ese instante, y no había fuerza capaz de evitarlo, crecería pero ya en soledad. Ella lo comprendió todo al ver la mancha roja extendiéndose por el brazo de Baru. La inteligencia recorría la dolorosa senda de las consecuencias tras aquel golpe de infortunio; otra cosa distinta sería exigirle a la voluntad aceptarlas. La marca de la casa de aquellas flechas consistía en la letal sustancia que, impregnando sus puntas, se fabricaba a partir de la madera del tejo. Y aunque el proyectil no se le había llegado a clavar; sí dejó un profundo surco en la piel a la que sembró de ponzoña. Ambos se estaban despidiendo sin tiempo de saber que lo hacían, con la sabiduría del instinto. De nuevo volvió a sonar el silbido de muerte, pero el sonido duró menos que antes. Algún tronco cortó la trayectoria del dardo, a pesar de la puntería del arquero, antes de llegar a su objetivo. Para entonces ella ya no escuchaba, ya no sentía.
Lus barrió la zona con ávidos ojos y distinguió la sombra de alguien moviéndose entre las copas de los árboles. El característico color verde no dejaba duda. Era el traje habitual de los hombres del bosque para camuflarse entre el follaje, idéntico al que vestían los dos muchachos. Un individuo del pueblo de Baru y la chica los estaba asaeteando.
—Vete, huye, Mun, no hay tiempo —imploró Baru, consciente de la inminencia del peligro.
Lus seguía observando aquella silueta verde encaramada en lo alto del robledal. El misterioso atacante se paró, inmóvil, peligrosamente quieto. Entonces Lus actuó, cubriendo la distancia con la chica en el tiempo en que alguien apuntaba con su arco y disparaba. Cuando la flecha llegó a donde estaba ella, sólo había una huella, la de su mocasín. La muchacha se desasió de Lus, y, con un movimiento tan natural como la caída de una hoja, fijó el blanco con su propio arco. El disparo fue certero. Su compañero de juegos, su amigo de confidencias, su amante cayó muerto.

El bosque de los ogros 8/25

—Tendrás hambre —se interesó la chica. Cualquiera habría identificado la forma de andar tan torpe y cansina de Lus como producto de debilidad.
—Vaya tipo, sale de su nido sin llevar nada encima. ¿Y cómo te pensabas alimentar? —le amonestó el muchacho.
Ambos aportaron de sus sacos para hacer de dos, tres porciones, y las compartieron con Lus.
—Come —dijo la joven mientras se llevaba carne curada a la boca.
—Eso de juzgar, ¿qué significa? ¿Me dejaréis volver a mis asuntos? —preguntó Lus alargando el brazo para recibir su ración.
El chico se atragantó y ella se quedó con el bocado a medio camino de la boca.
—¿Estás de guasa? Probablemente te condenen a muerte. Y si no lo hacen, desde luego nunca saldrás de aquí —le explicó el muchacho.
Ahora le tocó a Lus quedarse pasmado.
—Pero yo no os he hecho nada. Es mi abuelo, él tiene la culpa —balbuceó casi gimiendo. —Me echó del pueblo con todos esos salvajes fuera.
—¿Habéis sido atacados por los del norte? —intervino la chica con un matiz de angustia en la voz, cuyo eco captó su compañero.
—Hay un ejército de ellos —explicó Lus percibiendo más piedad en ella que en él.
—Y te han encomendado la tarea de buscar ayuda. A la capital, ¿no? A ver a tu rey y traerte contigo a más destructores —concluyó el habitante del bosque, echando una rápida mirada a su compañera, como si también hubiera notado en ella alguna señal de lástima. —Mira, me lo pones cada vez peor. No sólo atraviesas nuestro territorio por las bravas, sino que, además, quieres que vengan más bichos como tú. Desde luego todo son buenas razones para retenerte.
Lus contempló al muchacho con una mirada aterrada.
—Pero... —Lus elevó su cabeza alarmado.
—Te voy a decir algo. Nadie que haya pisado estas sendas bajo los árboles debería salir nunca del bosque. Eso pienso. Y como yo, casi todos los miembros del consejo. Nuestros caminos son secretos.
—Pero no me mataréis, ¿verdad?
—¿Si eso te hace feliz? Puede que te dejen vivir bajo la condición de ser encerrado de por vida.
El rostro de Lus se distendía y adoptaba un gesto más tranquilo, lo que el habitante del bosque tomó por una tácita aceptación.
—Pero, ¿de verdad prefieres vivir aquí, condenado a no volver a tu casa, sabiendo que los tuyos morirán? —preguntó retóricamente el chico para, suponiendo negativa la respuesta, añadir: —sin duda tratarías de escapar, digo yo. —Y añadió con regodeo —por eso es mejor ejecutarte.
—No, no me escaparé —se apresuró Lus a negar entre vaivenes de manos.
Fue entonces cuando la muchacha decidió entrar a saco desplegando algún tanto de temperamento: —¿Entonces qué pasa de tu misión? —gritó indignada. —Los tuyos están rodeados por los salvajes. Si estos entran en el pueblo, harán una sangría. No me irás a decir que renuncias sin más a pedir ayuda a tu rey —exhortó furiosa esperando algo del otro, quien, a base de callar, provocaba el desprecio de la joven—. Creo que no tienes dignidad.
—Vamos, no te vayas a enfadar por eso. No es asunto tuyo —su compañero le dio unas breves palmas en la muñeca —no es, en realidad, nadie que se merezca tu respeto.
La chica ahora se volvió a su acompañante con un brillo furibundo en la mirada: —No necesito que nadie me diga lo que he de respetar.
—Allá tú. Yo, desde luego, prefiero los salvajes a estos destructores —gruñó el muchacho del bosque apuntando con la barbilla a Lus.
—Van a matarlos. A mí no me hace feliz una carnicería. Puede que a ti te encante ver sufrir. No es mi caso —la chica miró a Lus quien se hundía en un marasmo de sensaciones contradictorias, tanto que no tenía fuerzas para enfrentarse con la muchacha.
—Probablemente los esclavicen, Baru —aunque usó el nombre de su compañero, ella seguía acosando con la mirada a Lus. —¿Sabes lo que es eso?
—Bueno, depende del amo —principió Baru con la frialdad de quien habla de algo ajeno. —Si es uno con algo de piedad, los convertirá, mientras sean útiles, en siervos de hogar o en trabajadores de campo.
—Pero eso es una parte —arguyó ella.
—Me da lo mismo lo que les pase a los destructores —el muchacho extendió la mano hacia el hombro de su compañera para que dejara de poner su atención en Lus y atraérsela hacia él. —Te recuerdo que hace años, estos tipos —señaló con el índice hacia el prisionero, quien seguía cabizbajo, rebelde a manifestarse, lo que enfadaba más aún a la chica, —quemaron el bosque al sur de su pueblo. Todo, ¿para qué? Para que pudieran poner a pastar a esas estúpidas vacas. Tuvimos que abandonar nuestros hogares para venir aquí, a este bosque. Que es mucho más peligroso, por los ogros.
—Yo no os he hecho nada –Lus interrumpió. —Dejad de decirme lo que tengo que hacer —por fin, se defendía, cansado de que le recordaran su misión. —¿Tú, muchacha, me vas a soltar? ¿Vas a enfrentarte a tu gente por un extranjero? No, seguro que no. Luego deja de torturarme con lo que debo o no hacer si tú misma dudas de tus deberes. Al prenderme, tú ya sabes lo que les sucederá a los míos: nadie llevará el mensaje de auxilio, y mi pueblo será arrasado. Luego no cargues sobre mí toda la vergüenza que sentirás por el destino de mi pueblo, si es que es de eso de lo que hablas —ella no se encogió ante la objeción de Lus, sino que, con aplomo, sostuvo una actitud de distante frialdad, ante lo cual, el muchacho capturado comprendió que estaba ante una persona acostumbrada al mando.
—Más respeto —rugió con desprecio Baru. —Estás hablando con alguien importante. Un tipo como tú solo piensa con la cabeza en el suelo porque eres un arrastrado. Ella, en cambio, está por encima. Al menos ha demostrado ponerse en el pellejo de los tuyos, y en cambio tú sales con que se meta en sus asuntos. Desde luego no te mereces ni que te miremos.
—No le atosigues —terció ella.
—Fíjate que estoy convencido —arrugó los ojos Baru —de que no piensa en su propia gente. Es más, seguro que si le dejáramos escapar no atravesaría los llanos de las brujas para ir a avisar al rey. ¿Has oído, cobarde? Los llanos de las brujas. Si te cogen te cocerán en un caldero —el muchacho del bosque se cayó de la risa por el rictus de horror en la cara del atribulado prisionero.
Éste levantó la mirada, esperando ver aparecer de pronto a una de esas legendarias mujeres. El horror que le inspiraba tal posibilidad lo estremeció.
—Ja, ja. Es un maldito cobarde. No moverá un dedo por los suyos. Sí, me has convencido —rio más aún Baru —abogaré ante el consejo por ti para convencerles de que te conmuten ejecución por cárcel perpetua.
—Mi abuelo me echó fuera de la muralla —murmuró apretando los dientes en lo más parecido a un estallido de rabia que los dos habitantes del bosque hubieron percibido en su trofeo humano. —El muy traidor no me quería.
—Tuvo que hacerlo —objetó la muchacha pero ya sin la rotundidad de antes. —Eres su única esperanza. ¿Cómo puedes ser tan injusto con tu abuelo? —la chica resopló adelantando la mano abierta hacia Lus para explicarse mejor.
—¿Qué te importan a ti los sentimientos de éste? —explotó indignado Baru.
Ella se puso a partir más menudo su tajada con forzada concentración, por lo que Baru continuó su perorata mirando a Lus: —lo que importa es que los salvajes pueden cargarse a los destructores y es mejor que sea así, pues son más dañinos —Baru lo veía claro. —Y una vez destruida la aldea, tú —dijo mirando a Lus— dejarás de pertenecer a un clan. Perderás tu apellido y tu casa. ¿Adónde ir, entonces? Mejor cautivo que sin nación, como un extranjero. Créeme, hasta te estaremos haciendo un favor si te encerramos para siempre.
Lus reflexionó sobre ello. Ahora, aunque extrañado por los suyos, se sentía de su aldea. De destruirla los salvajes, perdería su identidad. Ya no sería un alguien, sino un nadie; huérfano de algún lugar al que pertenecer, sin respeto, sin posibilidad de recibir trabajo o tierras del consejo, o una mujer del clan con la que engendrar hijos que le llenarían de orgullo ante la aldea. Quedaría desprotegido, abandonado. Un estado de ausencia de ser. Mientras existiera su gente, él sería gente; si no, un extraño de por vida.

El bosque de los ogros 7/25

Continuó ascendiendo por el bosque de pino, tapizado en la parte más próxima a la cima de brezal y enebro. El terreno, tendido hacia arriba, no le estaba haciendo un favor precisamente, ni la falta de un morral con provisiones tampoco. Se acordaba de lo que renegó cuando lo designaron para esta misión. Quizá, de haber sido más dócil, alguien habría reparado en que carecía de petate. Ay si tuviese algo para llevar a la boca, un poco de carne seca, algo de queso curado, cualquier mendrugo. Pero él era así; se tomaba los peligros a la tremenda siempre. Ahora, compungido y lloroso, se lamentaba de sus protestas; se moría de hambre. Para colmo, además, seguía en peligro. Pues, aunque dejó a los hombres salvajes atrás, los ogros no le brindaban la serenidad de ánimo para cazar. De no ser por ellos ya habría hincado el diente a algo, aunque fuera un escuerzo arrancado de alguna charca asquerosa. Con unas frutillas no se valía para tenerse una jornada de marcha, necesitaba ya algo más sólido.
Por lo demás no se podía quejar, aunque tampoco es que hubiera pasado un día tranquilo. Un par de sustos ya llevaba sobre el corazón, aunque no supusieron ningún riesgo para su vida. Pues de un pico picapinos poco daño habría de venirle. Peor las pasó una pieza más allá, cuando estuvo seguro de tropezar con un monstruo de esos que vegetaba ocioso panza arriba, y en el plazo transcurrido hasta que no enfocó bien la vista casi sufría un patatús. A las hormigas no se les daba nada por lo malo que se puso el chico al confundir el hormiguero con la prominente barriga de un ogro tendido de espaldas. Y no se le achacaría el malentendido a la falta de luz, pues el Sol espiaba desde lo más alto del cielo con un implacable martilleo de estío. Sin duda el terror le empañó la vista.
Llevaba caminando varias horas y el efecto de estar tanto tiempo alerta se estaba convirtiendo en una obsesión. Pero no se dio tregua. En un momento determinado, creyó sentir un crujido de madera y, aterrado, se ocultó bajo un tejo de ramas caídas. No movió un músculo, casi no respiró. Entonces apareció una pareja de aquellas bestias, paso tranquilo, como de crucero, a muy poca distancia, tan cerca como una navaja de afeitar. Se trataba de una hembra acompañada de su cachorro. Una mala casualidad: si no lo mataba para alimentarse, esta madre seguro que lo haría por instinto de protección sobre el pequeño. Afortunadamente los ogros se alejaron, pero él seguía pegado al pie del árbol, paralizado del susto. Ya, una vez perdidos de vista, empezó a resollar recuperando el aire que no se había atrevido a coger, y sus oídos volvieron a escuchar. Concentrado en vigilar a los dos monstruos, su mente había permanecido en blanco para todo lo demás. Volvieron otra vez a sonar, poco a poco, en su cabeza los susurros de los troncos rozándose entre sí, las hojas aleteando, algún avecilla saltando de rama en rama en busca de alimento, una voz diciendo: —Ni se te ocurra moverte.
Del susto, casi se desquicia: esta vez lo habían pillado, esta vez iba a morir, lo iban a despedazar, a comer, a... Todas las cosas más lindas en qué pensar desfilaron por el tiovivo de su cabeza.
—¿Q... quién eres? —Lus contestó a aquel extraño estudiando con horror su voz.
—¿Estás de broma? En todo caso, ¿quién eres tú? —preguntó en un tono agrio el desconocido.
—¿Me estáis apuntando? —Lus ya había deducido con la rapidez de un conejo acorralado qué clase de cazadores no eran estos que le acababan de capturar: no se trataba de ogros. Los gigantes del bosque nunca usaban arcos, o al menos eso se decía por aquellos lares.
—Con flechas de tejo. Será mejor que no te tengamos que herir.
—No me matéis, por favor —rogó desconsolado. Tal nerviosismo le azotaba que se le quebraron las palabras y le acometió el hipo.
—¿Vas a llorar? —la voz del desconocido se volvió irónica.
—Pero..., si ya lo está haciendo —intervino una segunda voz, esta vez femenina. —Tranquilízate, no te vamos a matar.
—No lo hagáis, no me matéis —él estaba arrodillado en el suelo. Su pulso tan acelerado que apenas le permitía silbar las palabras entre dientes.
—A este tipo le va a dar algo.
—No, no temas. Que no queremos hacerte daño —la chica empezaba a estar algo preocupada por la agitación de Lus.
Éste, viendo una posibilidad de salir vivo, se mantuvo quieto como una estatua. Oyó ruidos de gente bajando del árbol. Luego, por fin, recibió un achuchón muy poco considerado, que imaginó significaría: andando, adelante.
No volvieron a abrir la boca. Pero se comunicaban con él, vaya que sí. La mano firme le hablaba continuamente, con poco sutiles empujones, a veces tan fuertes que se diría se ensañaba.
—Lo sabía, lo sabía, esto no saldrá bien —empezó a quejarse, míseramente, el capturado.
—Qué runruneas. ¿No estarás haciendo un conjuro? —el tipo inflexible hizo caer a Lus al suelo boca abajo de un empellón. —Te voy a atravesar el pecho y así acabamos —el arco crujió por la tensión.
Luego, Lus oyó la queja del desagradable muchacho: —Qué pretendes. Déjame hacerlo.
Y a continuación siguió un pequeño rifirrafe del que emergió vencedora la voz de la chica, mucho más cálida y suave en oposición a la del otro.
—Levanta y continúa. Y no intentes nada contra nosotros.
Tras un rato caminando, en silencio y sin incidentes, por una trocha que se desviaba de su camino hacia la fortaleza de Sund, Lus decidió preguntar.
—¿Adónde me lleváis? —la garganta estremecida aún de miedo.
—El consejo decidirá —le contestó el muchacho. —Te conducimos ante nuestros líderes, quienes te juzgarán.
—¿Juzgar? Si no he hecho nada. ¡Ay, ay! —la agitación, a Lus, le hizo vacilar.
El del arco lo tuvo que sostener de una forma muy poco delicada añadiendo en un bufido lleno de rencor: —eres malo, extranjero. Malo y peligroso. Y seguro que te condenan.
—Calla —intervino, molesta, la voz femenina. —Tú no sustituyes al consejo. Ellos se pronunciarán.
El apresador gruñó en contestación a su compañera.
—Pero yo soy un pobre tipo. No hay nadie más manso y débil, una ruina os digo. Preguntad en el pueblo —se defendió Lus lleno de temblores.
—Cómo te atreves a mencionar a esos destructores. Tú eres uno de ellos, eres un destructor —la voz masculina hablaba plena de convicción.
—No he hecho en mi vida daño a nadie —se apresuró a negar Lus, cada vez más alarmado por el cariz que tomaban las palabras de sus captores.
—Desde luego, tú tienes pinta de eso si me preguntaran. No he visto nunca a nadie con más miedo —repuso sarcástico el hombre. La mujer emitió un ronroneo difícil de interpretar.
—Quieto, destructor. Aquí comeremos.
Lus no había sido atado, pero como si lo hubiera. Todo su cuerpo temblaba de terror al pensar en una de esas flechas de tejo atravesando su cuerpo.
Cuando le dieron la vuelta contempló a dos individuos de aspecto ágil y un poco más bajos que él, lo que era muy común, por otra parte. Uno era el muchacho gruñón y el otro una joven de aspecto agradable. Traían mochilas pesadas, arcos pequeños y carcaj asegurado con tapa de piel para que no cayeran los dardos.
Se dispusieron sentados en el suelo, con Lus por medio. Los dos habitantes del bosque sacaron algo de comer, lo justo para el momento, y volvieron a guardar el resto en sus macutos. En el bosque nunca se podía estar seguro. Si toda esperanza de salir vivos de un ataque se cifraba en echar a correr, había que estar preparados permanentemente. De ahí que alimentos, bebida o armas nunca deberían estar más que el tiempo justo fuera de sitio.