miércoles, 22 de diciembre de 2010

El bosque de los ogros 19/25

Lejos de allí, en su palacio en medio del bosque, el ilegítimo rey planificaba su próximo golpe. Ahora, ya desembarazado del inútil y débil senado, sería él quien llevaría a su pueblo a las mayores cotas de felicidad. Por ello el primer objetivo del usurpador sería claro: los ogros.
Ellos suponían la diferencia entre vivir con libertad o bajo amenaza. Por ello el rey decidió organizar una expedición de castigo contra aquella raza desaforada. Pero un proyecto tal no debería ser únicamente la decisión de un dictador huérfano de apoyo. La maniobra debía constituir la espina dorsal que vertebrara a su pueblo con él. De modo que se dirigió a sus súbditos para atraerles a la ejecución de sus planes, para que participaran de ellos y en ellos.
Y lo hizo perfectamente, el rey usurpador supo explicar su idea con objeto de que la secundaran y, de paso, obtener legitimidad. Si bien algunos levantaron la voz para proclamar que los ogros tenían un derecho preeminente por ser los pobladores originales del bosque, inmediatamente fueron acallados por la inmensa mayoría, para quienes la raza ogruna ejercía una tiranía insoportable. Lo de menos era la estrategia a seguir. Se trataría de algo muy simple y directo. Propuso, desde su trono recién ganado, administrar la misma medicina que los ogros usaban con ellos: el miedo. Para sembrar ese sentimiento entre los monstruos, la idea del ataque rápido haciendo el mayor desastre posible pareció calar rápidamente.
El resultado de la batida fue un éxito completo. Murieron muchos ogros y, lo que más les alegró a los atacantes, muchas crías. No se dudó de que esta estrategia extremadamente agresiva era el único lenguaje que los brutales monstruos entenderían, por lo que se esperaba obtener un largo período de paz.

Nunca sospecharon la reacción que se produjo. Los ogros no permanecieron amedrentados y el pueblo de Muniela lo lamentó.
El rey tardó en reaccionar porque lo que veía no entraba en sus proyectos. Las figuras de aquellas bestias escalando los árboles no terminaban de encajarle. Pero todo estaba claro, los ogros atacaban. Un ataque deliberado, masivo.
No funcionaron las alarmas pues no quedaban partidas de vigilancia fuera de la ciudad. Tanto los exploradores que recorrían la entera superficie del bosque, como los centinelas en continua vela alrededor de la urbe arborícola, respondiendo al apellido, hubieron de interrumpir sus tareas habituales de ser los ojos y oídos. Órdenes eran órdenes. Para llevar a cabo su razia sobre los ogros el rey había convocado a todos los efectivos dispersos, en el entendimiento de que los objetivos de la operación se alcanzarían más a su gusto cuanto mayor fuera la contundencia del golpe.
Ahora los tenían en la propia ciudad, adonde nunca antes los ogros se atrevieron a acercarse. No lo trasmitió a través de sus gestos, pero al rey le aterrorizaba la velocidad a que escalaban, parecían diablos reptando. La agilidad de aquellas crías de ogro contrastaba con la de sus progenitores adultos, totalmente incapaces para imitarlas dada su constitución de plantígrado. Tal peculiaridad obligaba a que fueran los cachorros las que protagonizaran el raid. No es que el ogro fuera un ser muy paternalista hacia su prole, pero tampoco se podría decir que abandonase a los hijos a su suerte. Por ello no dejaba de sorprender el dolor que los padres estaban dispuestos a asumir por las bajas que indudablemente se produjeran.
Porque aquello no podía ser un capricho infantil de los retoños. Por lógica tenían que ser los adultos los que anduvieran detrás de la feroz acometida. Era una acción planificada por mentes dispuestas a lograr un fin. Lo que, por otra parte, no dejaba de sorprender viniendo del temperamento versátil de aquellas criaturas medio animales.
–Vamos, no nos dejaremos vencer. ¡Y buscadme al devorador! Su ayuda nos vendrá bien.
El rey tomó la iniciativa. Organizó por columnas a los arqueros que comenzaron a realizar su trabajo tras la improvisación inicial. Los atacantes ascendían hacia las casas arbóreas en lo alto de las viejas hayas. Una vez allí, entraban y mataban sin más cuanto encontraran vivo a su paso. Rugiendo, partían tabiques de madera, machacaban cabezas, quebraban costillas o huesos, arrojaban desde lo alto a los niños. Visto su denuedo implacable, la defensa careció de piedad y el combate llegó a trabarse en un sangriento toma y daca con un grado de salvajismo inusitado.
La rehilada se espesó sobre las crías de ogro, menudas figuras rechonchas que ninguna ternura despertaban, más bien, pues de un amasijo de músculos movidos con una velocidad y saña impropias de su edad se trataba, se hacían odiosas. El pellejo de los escaladores no llegaba a la dureza del de un adulto pero un disparo no lograba su efecto a distancia. El problema era que para cuando los dardos se volvían letales el blanco ya estaba encima y no había margen: o el arquero acertaba o moría, aunque muy a menudo ni acertando.
Los ogros adultos esperaban abajo, al pie de los monumentales troncos. Naturalmente, ante eso, ninguno de los habitantes de la ciudad quería llegar al suelo vivo, pues los monstruos se encargarían de dar un tormentoso final al infeliz que no encontrara la muerte en la caída. Tal les ocurrió a varios prisioneros, que, abriéndose camino a la libertad merced a los destrozos provocados en las celdas por el encarnizado cuerpo a cuerpo, decidieron hacer su huida por tierra. Ninguno sobrevivió. Entre aquellos cautivos, la propia Muniela, quien asomándose entre el tornado de brazos, flechas y mazas entrevió el peligro de escapar por el suelo, y acertó con no seguir a los otros por ese camino. Pero si no había salida por ahí, sólo se le ocurrió buscarla en altura, consciente de que tal dirección cercenaba sus posibilidades.
El frente se iba desplazando a más altura, lo que quería decir que los habitantes de la ciudad retrocedían ante el incontenible furor de aquellas bestezuelas. Las armas solas no los contenían. Lo único que hubiera igualado las tornas habría sido la irrupción a su favor de una fuerza poderosa, algo como la magia. El usurpador recordó las palabras de la joven Mun y no tuvo más remedio que darle la razón. El devorador no se presentó, no ayudó cuando más esperaba de sus poderes. Y la batalla no iba bien.
El rey terminó por buscar tiempo elevándose hasta las últimas ramas, ya sin flechas, pero lanzando derrotes al enemigo que lo cercaba. Fue la excesiva animosidad en una acometida lo que rompió el tallo al que se amarraba. La caída fue mortal afortunadamente para él, pues no tardaron los brutos apostados al pie de los árboles en reconocerle y cobrarse furiosa venganza, sin importarles la inutilidad del esfuerzo. Si algún ingenuo se hizo la ilusión de que el fin del rey apaciguaría el fuego revanchista de los ogros la realidad se lo quitó de la cabeza. No se trataba de un ataque para amedrentar, sino más bien de una expedición de exterminio.
Muniela estudió la vía de escape aérea. La ciudad estaba hecha a hombros de un soto de hayas gigantescas que se destacaban del resto del bosque. Para aislarlas de la espesura se optó por talar alrededor de las hayas para dejar un anillo vacío. Ahora ese vacío, que en principio se pensó como artificio contra un ataque, se había convertido en una trampa al no permitir a la muchacha huir de copa en copa hasta el bosque circundante. Sin embargo no había posibilidad alguna de sobrevivir en el suelo. Tenía que acceder a una de las hayas del perímetro y saltar sobre ese anillo vacío de árboles hasta alcanzar alguna rama del exterior nemoroso, sin estrellarse en el suelo. Puso en práctica su plan, dirigiéndose lo más rápido que pudo hacia el punto desde el que pensaba dar el salto.
La idea era buena pero su ejecución peligrosa. De hecho cometió un error, lo que la hizo caer hasta por debajo de la cota en altura de la oleada atacante. Sin darse tregua, prosiguió aunque mal acompañada. Dos ogros abandonaron su posición para lanzarse tras ella. La agilidad de la muchacha le permitió mantener la distancia de sus perseguidores quienes la taladraban con sus ojos viscosos y vacíos de toda racionalidad. Mun logró llegar a un árbol del perímetro exterior. La única oportunidad de salir viva estaba delante. Un vacío de varios metros la separaba del siguiente objetivo, el bosque, ya al otro lado de la franja vacía, en el que confiaba perder a sus perseguidores. Un salto tan largo no era una hazaña descabellada. De pequeños, jugaban a estas cosas muchas veces. Se preparó, tomó impulso y brincó. Ya en el aire, con la rapidez de alguien que se la jugaba, enganchó pies y manos en las cuerdas de su capa y ésta se tensó. Ahora venía lo importante. Pronunció la frase que cualquier habitante del bosque debía de saber de memoria, tres palabras tan cortas de decir que no suponían más que dos latidos de corazón. El efecto fue inmediato: sus brazos y piernas tuvieron que hacer un esfuerzo titánico para no doblarse hacia arriba al tirar de ellas la capa hinchada al viento. Flotó como una hoja desde su posición de partida, avanzando hacia la fronda de la libertad. Detrás, los dos perseguidores se quedaron mirándola atónitos, comprendiendo que por ahí no encontrarían carne fresca sino un trastazo mortal. Por ello, con el típico desinterés pragmático de los de su raza, dieron la vuelta y continuaron a lo suyo con otras víctimas menos escurridizas que Mun.

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