miércoles, 19 de enero de 2011

El bosque de los ogros 20/25

El aterrizaje en el árbol no fue cómodo. Se hizo varios cortes y quemaduras pero logró asirse a un gancho del leñoso tallo, evitando así caer al duro suelo. Una vez segura volvió la vista atrás. Nadie la seguía. Curiosa, elevó los ojos hasta la rama desde la que se acababa de lanzar, y no pudo evitar sentir un estremecimiento. Lo había conseguido, un vuelo de varias decenas de metros y había salvado el calvero en forma de anillo que aislaba su ciudad arbórea del resto del bosque. Ahora podía continuar adelante, desplazándose por lo alto sin preocuparse de regresar a la tierra firme. Tenía todo el bosque para ello.
Sin embargo, el avance entre ramas altas, pasaba factura a su cuerpo. Tras un buen rato más, decidió que no había peligro en bajarse y continuar a pie. Con las manos degolladas y llenas de raspaduras, fue descendiendo con mucha prudencia, parándose a espiar alrededor a cada brazada; aún con la aprensión a encontrarse un ogro. En ningún caso halló otra vista que el oquedal bajo las frondas de las hayas, por lo que, confiada, procedió hasta tocar, por fin, el piso firme con los mocasines. Nuevamente echando un vistazo para convencerse de que ningún peligro acechaba, no se lo pensó más y se lanzó a continuar su camino, aún con titubeos como imaginándose de equilibrio sobre una rama. Pero no pudo dar ni tres pasos. Una mano tocó su hombro y ella reaccionó como un rayo, haciendo de una vez el darse la vuelta y el desenfundar el cuchillo para vender cara su vida. Cuál no sería su sorpresa al darse de cara con la última persona que esperaba ver: Lus.
El joven había hecho su camino a toda velocidad amparado bajo la camisa que le proporcionaron de salvoconducto. Viajó sin perder ni un minuto desde la aldea, y su llegada a la ciudad arbórea de Mun coincidió con el ataque. Ante la horrible escena logró vencer el impulso, tan natural en él, de volverse para correr hacia su poblado. Lo que hizo fue, por contra, esperar oculto. Esperar a Mun.
El milagro que lo hizo permanecer, desafiando el horror, tenía mucho que ver con ella. Y es que algo le había cambiado la muchacha. La decisión de salir del pueblo no era un traslado de residencia sin más. Era un cambio de mentalidad. Hasta ahora su morada había sido un sitio físico, la casa familiar, a partir de ahora lo sería una persona: Mun.
Desde lejos, sin meterse en la caldera de aquel infierno supo reconocer a la valiente joven. Adivinó la intención que llevaba y por ello se desplazó cual sombra sin perderla de vista. Todavía recordaba el modo en que, unos días antes, huyó, abandonándola a pesar de que fue ella quien le proporcionó la libertad. No estaba seguro de que no le rechazaría. Por ello decidió hacerse el invisible y esperar una oportunidad para pedir perdón. Imaginose dónde tomaría tierra y se pegó al pie del tronco, bajo un enorme garrancho que le disimuló a los ojos de Muniela. Previniendo la relampagueante respuesta de la muchacha tras tocarle el hombro, se separó prudentemente. Lo que no esperaba fue el siguiente movimiento de ella. Tras la inicial incredulidad, se lanzó a abrazarlo.
Lus no supo si corresponder o no, aunque la naturaleza tomó el control de sus brazos que contestaron con sensatez por él. Las novedades no terminaron ahí sino que fueron llegando aumentadas: Mun empezó a llorar.
La joven fue incapaz de parar. Había sido espectadora de espeluznantes hechos. Los fogonazos de su memoria eran una deforme serie de escenas en que ogros-cría entraban en las casas colgadas y arrojaban al vacío a los niños, a los viejos, a cuantos pillaran en su camino. Y abajo, o se estrellaban o los ogros adultos se encargaban de rematar lo que quedare por rematar. Había transitado por un estrecho embudo, el derecho a cuyo paso apenas se creía merecer. A cada brazada, a cada salto se decía que ella no debería estar viva; que la deuda contraída hacia los suyos no menguaba, sino todo lo contrario, conforme se alejaba. Era un peso demoledor contra el que había de luchar si deseaba vivir, una atadura antitética a sus instintos de supervivencia. Al agotamiento del espíritu se sumaba el del cuerpo: tanto físico como inmaterial. Los músculos estaban al límite de sus fuerzas y, además, para el formidable salto había consumido todos los recursos mágicos que, afortunadamente para ella, tenía almacenados. Lo que más le desgastó el ánimo, empero, fue la punzante seguridad de que no lograría huir, de que moriría.
Ahora se encontraba viva y acompañada por un amigo. No podía imaginar mayor fortuna, ni olvidar la que no halló su gente. Nadie salió de la trampa. Todo un pueblo, una raza fue arrasada por los ogros.
Poco a poco Lus fue tomando conciencia de la inmensa soledad de su compañera de andanzas. Y no era una certeza alcanzada por vía del sentido común, que muy fácil se dejaba inferir de la matanza íntegra de su pueblo. Al contrario, percibió el dolor directamente en el contacto del cuerpo. Sus emociones, sus miedos, su fragilidad tomó camino a través de los brazos, y de ellos a la piel; toda una miríada de sensaciones inexplicables que forjaban el vértigo del vacío. Jamás imaginó Lus que la fuerte, la habilísima arquera, fuera a temblar y llorar así.
–No estamos a salvo todavía –se animó a hablar Lus. Pero ella no escuchaba, atenta con el ceño fruncido a alguien más que los acompañaba.
–Sí lo estáis –una voz cavernosa y particularmente molesta sonó a la espalda de Lus, quien rápidamente dio la vuelta para encontrarse ante una mujer singular.
Lus había caminado con todo el disimulo de que fue capaz, y eso significaba mucho decir. Pero, lo mismo que Mun no lo avistó en ningún momento, tampoco él cayó en la cuenta de los sutiles pasos a su espalda. La desconocida se fijó en el muchacho que estaba espiando la hecatombe, y decidió que quería saber hacia dónde se dirigía. Y a través de él llegó a Muniela.
Lus contemplaba a una persona de edad indefinida, aunque de aspecto general más bien joven. No era la excelsitud de la belleza pero sí se podría decir que muy hermosa. Su cabello, muy corto, apenas se dejaba asomar bajo un curioso tocado naranja, muy visible en la umbría bajo las frondas, y que le confería el aspecto de una enclaustrada religiosa. Como antítesis a tal similitud, el vestido, de satén negro, seguía fielmente su figura como una sombra.
–¿Qué haces aquí? –Mun entrecerró los ojos por un instinto de defensa innato.
–Yo siempre me intereso por lo que sucede. Es insospechado el momento para la oportunidad y he de estar vigilante.
Mun volvió su vista en dirección al poblado, todavía con la frente quebrada por la sospecha. Instintivamente su cabeza buscaba una relación entre la bruja y el genocidio. Y entonces empezó a abrir la boca presa de una sospecha terrible.
–Lo habéis provocado vosotras... –concluyó llena de odio Mun. –Os habéis vengado por la muerte de mi tía.
–Tú no tienes nada que temer de los ogros. No te seguirán; privilegio de tu sangre –pero si había motivos para agradecer algo por estar viva, la joven los ignoró horrorizada.
–¿Os dais cuenta de las consecuencias de vuestro revanchismo? ¿Las vidas que ha costado? –Mun se desembarazó de Lus y se acercó en dos pasos a la bruja– yo no pedí que vengarais a la hermana de mi madre.
La bruja no pareció interesada en absoluto por la desesperación de la chica. De hecho, no se diría que hubiera afección en su semblante inmaculadamente verdoso.
–Te equivocas. No nos hemos vengado. Todo esto no lo hemos organizado para satisfacer unos sentimientos.
–Luego estáis detrás.

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