jueves, 15 de diciembre de 2011

La boca

Eloísa, a la que todos llamaban simplemente Isa (la pequeña lo aceptaba a regañadientes y, desde luego, se negaba a contestar al nombre de Elo), subió corriendo al castillo que dominaba su pueblo. Lo hacía todos los días. Desde allí alcanzaba a ver toda la vega. Tierras granates, rojas, otras verdeadas por los retoños sucedíanse interrumpidas por setos de zarzas, o por choperas que, a esas alturas del año, parecían helados de limón en racimos. Permanecía durante un rato mirándolo todo, con la mano estrechando la chaqueta a su cuello para protegerse del airón. Después se daba la vuelta y bajaba otra vez hacia su casa, dejando atrás los solitarios muros, cada vez más invisibles mientras iba cayendo la noche. A su madre no le gustaba que hiciera eso, pero hubo de ceder porque la pequeña lloraba mucho si se lo prohibían.
De la vieja fortaleza tan solo quedaban ya los muros exteriores y la base de la torre. Aún así, cuando uno levantaba la vista desde el camino de subida al pueblo, maravillaba contemplarla. Tenía todo el aspecto de un auténtico castillo medieval, y seguía dando impresión verlo posado en la cima de la montaña, como si fuera una corona de almenas. Bueno, una corona era lo que decía Isa, porque Aurelio lo encontraba más parecido a una boca siempre abierta, y las almenas los dientes. Por eso Aurelio no subía nunca al castillo, por temor a que la boca le comiera.
Aurelio era el más listo del pueblo, aunque tardó un poco en espabilar sus dotes. Al principio se destacaba bien poco en los números y en las letras, no sucediendo lo mismo con el dibujo, terreno en donde enseguida sobresalió. Uno no sabía cómo, pero el chaval sacaba a papel y lápiz, sin practicar apenas, lo mismo un botijo que unos ojos. Eso sí, nunca seres vivos enteros. Decía que para eso tenía que mirar mucho si lo quería hacer como debía.
Poco a poco, mientras cogía confianza con sus compañeros, Aurelio fue destacando también en el resto de los estudios. Tanto, que la maestra se quedó maravillada. "Ese talento se desperdiciará en el pueblo", había llegado a decir la profesora a los padres, quienes, orgullosos de su hijo, decidieron que el chico tenía que seguir estudiando. El problema era que no había ningún sitio cerca, y los que había resultaban muy caros. Encontraron un seminario, bastante lejos del pueblo, y allí fue a donde pensaban mandar a Aurelio. Lo hicieron porque creían que era lo mejor para su hijo, que allí aprovecharía mejor su inteligencia.
Pero al chico no le gustó nada la idea. Cogió tal tristeza que se pasaba los días sin estudiar ni pintar, las dos cosas que más alegre le ponían. Solo lloraba y lloraba. Tampoco comía. Salía a caminar por los alrededores como ánima en pena, con las manos en los bolsillos, la cabeza gacha, sin compañía de los demás chavales del pueblo. Los padres, preocupados, trataron de hablar con él, pero su hijo no contestaba. De todos modos, no cambiaron de idea sobre lo de mandarle al seminario.
―Ya se le pasará la llantina ―pensaron, creyendo que en el futuro, cuando Aurelio se hiciera adulto, les agradecería la decisión.
Isa se lo encontraba a veces ―cosa para admirarse― arriba en el castillo, apoyado en las almenas; mirando hacia abajo pero no por admirar la belleza del paisaje, como hacía ella misma. De hecho Aurelio no veía nada, pues únicamente pensaba, y, además, no quería estar alegre. Isa trataba de animarlo, pero tarea inútil. El otro no respondía, sino que se giraba hacia ella, y con un suspiro echaba a caminar hacia el pueblo. Que no para volver a casa, sino a seguir trotando por ahí.
Un día, al caer la tarde, cuando en sus casas las familias se reunían en el comedor para la cena, los padres de Aurelio echaron en falta a su hijo. La mujer tomó su pañuelo y recorrió el pueblo, entrando a preguntar en cada hogar.
―¿No está con vosotros?
Y le contestaban que no.
―¿No le habréis visto? ―insistía a continuación, pero nadie se lo había encontrado. Ni siquiera Isa en su diaria visita al castillo.
La madre volvió a casa toda preocupada.
―A ver si se ha caído al pozo ―dijo hecha un manojo de nervios.
Los antiguos defensores del castillo podían sentirse seguros de no quedarse sin agua en caso de ataque exterior, pues dentro de sus muros disponían de un profundo pozo. Lo protegieron levantando, con piedra tallada, un brocal para evitar accidentes, pero el tiempo y el abandono terminaron por dañarlo de modo que, en algún punto, se había venido abajo.
El padre descolgó una larga cuerda, que se puso al hombro, y ambos, marido y mujer, emprendieron la subida a la vieja fortaleza. Tuvieron que hacer el camino guiados por la luz de una potente linterna pues era ya de noche. Mientras recorrían el sendero, oyeron las voces de sus vecinos que, también preocupados por la suerte de Aurelio, tuvieron la misma ocurrencia. Así que, arriba, los padres del muchacho no estaban solos.
Pero no encontraron a Aurelio. Lo único que veían era el negro hueco del pozo que se perdía hacia abajo, hacia las profundidades de la montaña. Gritaron el nombre del muchacho, menearon las luces, golpearon con palos para hacer ruido. Nada ni nadie contestó. El padre se descolgó con la cuerda para buscar en el fondo. No vio indicio alguno que le infundiera ánimos. Estuvieron un rato más hasta que algunos dijeron que había que buscar en los alrededores del pueblo también, no fuera a haber tenido una mala caída y no pudiera levantarse por haberse roto algo. Dicho y hecho, los hombres y mujeres comenzaron a rastrear esa misma noche.
A Aurelio no lo hallaron, ni esa noche ni después de varios días. Por mucho dolor que causara a sus padres, llegó un momento en que le dieron por muerto. Isa seguía subiendo a la fortaleza, como siempre. Aunque ahora no lo hacía con tantas ganas, pues estar arriba le recordaba a Aurelio. Fue allí la última vez que lo vio.
Un día, apoyada en la almena a resguardo del aire, oyó unos ruidos extraños. Se volvió. Venían del pozo. Al principio se asustó mucho porque parecían unos suspiros. Isa, como todos los críos del pueblo, había escuchado, durante las noches de invierno, las historias que se contaban junto a la lumbre. Sobre todo aquellas que hablaban de los antiguos templarios que vivieron en el castillo. Personajes mitad monjes, mitad caballeros, llegaron a tener mucho poder y riquezas. Pero sufrieron un final trágico: murieron dentro de la torre en un incendio provocado por el rey, deseoso de quedarse con los tesoros guardados en los sótanos de la fortaleza. Desde entonces, se dice que, en noches de viento norte, sus fantasmas vengativos despiertan en sus tumbas y salen, envueltos en desgarrados sudarios, a pedir justicia por su terrible muerte. Recorren los cerros gimiendo por los tesoros que les fueron robados. Sus gritos resuenan entre las calles, se cuelan por las ventanas y las chimeneas hasta el interior de las casas. Los niños se arropan bajo las mantas para no oírlos, y a los adultos se les ponen los pelos de punta.
Sin embargo el miedo le duró a Isa bien poquito. Aurelio apareció, de pronto, por lo que quedaba de brocal para sorpresa de la chica. Aunque no menor fue la que se llevó él, pues no esperaba encontrarse a esas horas a nadie. Isa bajó corriendo con la intención de abrazar al niño. Estaba radiante de contenta.
―Ssshhhhhhh ―el muchacho mandó callar. Ella no hizo ni pizca de caso.
―Verás lo contenta que se pondrá tu madre ―lo abrazó encantada.
Lo observó mientras tiraba de sus brazos para auparlo. No parecía en malas condiciones. Estaba un poco más delgado y sucio, pero su aspecto no era el de una persona dada por muerta.
Una vez en el suelo, Isa le echó mano a la manga para arrastrarlo hasta el pueblo. Aurelio se plantó. No tenía ninguna intención de seguir a la animosa Isa.
―¿Pero qué te pasa, no quieres ir a casa? ―preguntó ella, medio en broma.
―Pues no.
Isa dejó de empujar.
―Me quieren llevar lejos de aquí ―ante la cara de extrañeza de la chica, Aurelio se lo explicó. Él no quería ir al remoto seminario. Quería estudiar, sí, pero no al precio de despedirse de todo esto, los campos, el castillo, su mamá...
―Pero, ¿qué dices? ―le riñó ella. ―Tú nunca sales de casa pues te pasas el día estudiando, jamás te he visto paseando por las tierras porque te tropiezas, nunca subes al castillo porque te da miedo, y no te dejas besar por tu madre, que yo te he visto. Vamos ya de una vez al pueblo, que seguro que ella está llorando por ti.
―No, me quiere mandar fuera ―se resistió Aurelio.
A continuación, Isa ya no pudo más y le echó a Aurelio la mayor regañina que nunca tuvieron los dos en toda su vida. Pero él era un muchacho terco y no quiso ceder. Es más, trató de convencer a la chiquilla de que colaborara con él. Le rogó que le trajera comida y bebida, y mantas porque hacía frío. Ella, a regañadientes, y viendo que no podría disuadirle, aceptó traerle lo que le pedía.
Aurelio enseñó a su amiga cómo y dónde se había ocultado todo este tiempo. En el pozo, unos metros abajo, había una cámara secreta que se abría al exterior a través de un pasadizo. Este, excavado en la pared, solo era visible empujando una piedra en forma de palanca junto al brocal. Al accionarla, asomaban de la fábrica que revestía las paredes del pozo, unos sillares que, a manera de peldaños, se perdían desde la boca hacia su interior. Los escalones descendían hasta la abertura del pasadizo, que, en principio, no permitía el paso más que a cuatro patas. Luego se ensanchaba en lo que parecía una amplia gruta, bastante alta como para permitir estar en pie. Era un lugar húmedo y frío en el que no se veía nada. Aurelio ya había repartido por toda la pieza varias velas. A Isa le horrorizó el sitio y miró a Aurelio como quien ve a un bicho raro.
―¿Cómo puedes preferir esto a tu casa?
―No tengo casa. Ya te he dicho que me quieren echar.
Isa aceptó hacer lo que Aurelio le pidió. Le trajo comida, abrigos, mantas, y lo hizo tan bien que nadie sospechó. Pero Isa no estaba feliz. Se cruzaba todos los días con la madre de Aurelio, que estaba cada vez más enferma y triste por la pérdida de su hijito. Llegó un día, ya muy avanzado el otoño, que no quiso seguir colaborando con el muchacho. Y, decidida, fue a casa de Aurelio a hablar con sus padres. Ante la puerta, tuvo miedo. Sabía que se enfadarían con ella y que la castigarían. Pero no soportaba ver tan desgraciados a los papás del chico. Isa entró y se lo contó finalmente a la madre. Esta, angustiada y fuera de sí, abofeteó a la niña por haberlo ocultado.
―¿Cómo no me lo has dicho antes? ―pero inmediatamente, arrepintiéndose, la abrazó con fuerza, ―perdona, cariño, has sido muy valiente viniendo a contármelo. Anda, llévame allí.
La madre, rebosante de felicidad, acogió a su hijo entre los brazos y lo besó con todo el cariño acumulado de tantos días de sufrimiento y desesperanza. Aurelio, por su parte, se disgustó muchísimo temiendo que lo fueran a mandar enseguida al seminario. Gruñó y gritó a Isa que era una traidora y que ya nunca le hablaría. La aventura no terminó del todo bien para el terco muchacho, pues una pulmonía casi acaba con él. Pasaron semanas hasta que se curó. Pero no se repuso totalmente. Quedó sordo de un oído.
A Aurelio no le duró mucho el rencor por Isa. De hecho, fueron compañeros de pupitre en lo que quedó de curso, pues ella había perdido, según dijo, su manual de escuela; lo que le costó una buena reprimenda de sus padres. El libro costaba unos cuantos duros y no le pudieron comprar otro.
Años después, Aurelio se casó con ella, y, finalmente, no marchó a estudiar lejos, sino que permaneció en el pueblo, donde se hizo cargo de la hacienda de sus padres. Cambió el cultivo de la ciencia por el de la tierra, y lo hizo bien. Pero siempre le quedó el gusanillo de no haber estudiado. A medida que pasaban los años su biblioteca fue creciendo y creciendo, pues, eso sí, fue un gran lector. Entre libros sus hijos se criaron, y cuando se hicieron mayores, pudieron continuar los estudios sin tener que elegir entre vivir en casa o recibir clases fuera. El pueblo de al lado contaba con un instituto y el autobús venía a recogerlos diariamente. Uno de los chicos prefirió dedicarse a las tierras, pero el otro llegó a la universidad. Se hizo arquitecto.
Cuando Isa murió, Aurelio se sintió muy solo. Subía, de vez en cuando, a la vieja fortaleza, con mucho esfuerzo pues a su edad las piernas no le daban mucho de sí, y desde allí admiraba toda la extensa vega. Un día particularmente ventoso, recordó su viejo refugio, así que, movido por la curiosidad, se acercó a la palanca junto al brocal. La accionó y ¡funcionaba! Al día siguiente volvió con una linterna. Bajó por los escalones perfectamente esculpidos y entró en la gran sala. Todavía quedaban recuerdos de su antigua aventura: unos cabos de vela desperdigados por el suelo que usó para alumbrar la estancia, tres latas de sardinas arrinconadas. No había mucho más. Las mantas y las ropas fueron retiradas; algo, no obstante, llamó su atención. Acercose y comprobó lo que era: un libro que yacía olvidado. Las páginas amarillas y mohosas por la humedad estaban casi en blanco, algunas, incluso, se habían adherido. Se trataba de una vieja enciclopedia infantil. Subió otra vez a la superficie para poder verla a la luz del día. En la portada, a modo de ex libris y escrito con letras bamboleantes de caligrafía infantil, había un nombre: Eloísa.

sábado, 10 de diciembre de 2011

Colino y las arañas 29/29

Jiménez no dejó de pensar en el ayudante el resto de la jornada. Sin embargo no se obsesionó. Con los años, el alquimista había aprendido a ir relativizando las preocupaciones, a que no se enseñorearan de su vida domesticándole anhelos y alegrías. Pero esta virtud de poner perspectiva en todo suponía algo previo en la persona: el sosiego del que se sabe no perseguido, del que se sabe seguro. Jiménez, hacía ya mucho tiempo que se sentía así. No era el caso de Dana, en cuya naturaleza, marcado a fuego, dominaba el instinto de vivir con la sospecha hacia todo. Para alguien como ella, las preocupaciones no se relativizan, sino que se agravan y conducen al temor, a la amenaza, y el corolario prendido a ella, la agresividad.
Ya en casa, no pudo callar. Jiménez comentó a Dana la conversación con su ayudante sin revelar, en cualquier caso, los reproches de este, especialmente en lo tocante a los interrogatorios, o sus insinuaciones, sobre todo respecto a las llamadas anónimas. No la quería enterada de esa parte. Y si bien lo logró, obtuvo el mayor de los fracasos a la hora de tranquilizarla por la amenaza latente que suponían las sospechas del ayudante. No acertó a quitar importancia —o no se molestó en hacerlo— al peligro que ese hombre pudiera representar, o si empleó alguna energía en ello no llegaría al resultado de inducir convicción sino, quedándose a medio camino, hilaridad cual si de un chiste se tratase. La única sensación que dejó todo el asunto en Dana fue que ese hombre conocía muchas cosas, demasiadas.
—¿Y qué sabe ese tipo? —Dana preguntó en un tono neutro.
—Lo suficiente para ponernos en peligro —Jiménez, sirviéndose un refresco frío, contestó sin darle importancia, con la sonrisa del que estuviera bromeando.
La mente de Dana volvió hacia atrás, al día en que ella relató a Colino los hechos de la muerte de su madre-araña.
… Y por eso me enamoré de ti. Porque noté que carecías de algo esencial a la naturaleza de los demás: la certeza de pertenecer a un rebaño. Enseguida me percaté de que tú eras distinto. Los rehuías como yo. Y cada vez que charlaba contigo mostrabas una inclinación al rechazo hacia tus congéneres. A veces llegué a creer que los odiabas.
Colino levantó la cabeza y habló con una voz desconocida para ella, una voz que era un torrente de ferocidad.
—¡Mátala, mátala! Hazlo por mí. Esa Carmina me está volviendo loco y terminará arruinando mi vida y la tuya también. Tú tienes la fuerza moral que a mí me falta, tanto por lo que te hicieron como porque no somos de tu especie. Yo te ayudaré, te daré ideas. Pero hemos de hacer algo, esa mujer nos pone en peligro.

Aun a pesar de conocer sus prontos desbocados, Dana recordaba la conmoción con que recibió aquellas palabras desnortadas de su marido, así como la metamorfosis que la vesania realizó en su semblante. Nunca hubiera creído en él tales pensamientos. ¿De dónde venía ese frenesí?, ¿es que a tanto llegaba el perjuicio que Carmina les acarreaba? Él nunca se lo revelaría. Sin embargo, el bancario había creído ver en la secretaria una amenaza sobre el hogar, el corazón de la vida de Dana, su guarida, y ella "tenía tanto que agradecer" a Colino.
Dana, poco a poco, fue saliendo de aquel recuerdo, como si emergiera de un trance. Solo era pasado, un puño sin cuerpo, de humo no más, tan lejano que ninguna influencia esperaba. Pero ahora tenía delante al policía, pendiente de ella. Jiménez todavía conservaba el vaso de tónica en la mano, aún con la sonrisa en la punta de sus labios. La mujer reaccionó, o reaccionó su cuerpo para tornar a la realidad. Se dio la vuelta y acercose a tomar un platillo con aceitunas de la mesa baja.
—Así que ese compañero tuyo sabe lo suficiente para ponernos en peligro, ¿eh? —comentó ella ambiguamente, de espalda al policía, sus dulces cejas ahora crispadas, ocultando en la sombra las pupilas reducidas a dos alfileres sin fondo. —Tú sabes que te debo tanto —se irguió y volviose, con inefable sonrisa, hacia el agente para ofrecerle el pequeño ágape. Cumplido el agasajo y tras depositar el plato de nuevo, puso los ojos en Jiménez— no tienes ni que pedirme cualquier cosa que quieras, aunque no me la digas —se ofreció mientras jugaba con una aceituna negra entre sus afiladas uñas.

martes, 6 de diciembre de 2011

Colino y las arañas 28/29

En la oficina, Jiménez estaba encantado. Movía sus papeles canturreando por lo bajo, con la confianza de quien ha logrado sus metas. El jefe, en su despacho, también parecía contento. A ver, caso resuelto casi solo. En este universo de orden y satisfacción el ayudante de Jiménez se sentó en el borde de la mesa de su compañero. El tipo fumaba ocioso, mirando al techo.
—Quítate de ahí esa cosa —protestó Jiménez apuntando al cigarrillo.
—Verdaderamente molesto, ¿verdad?
—¿Qué?
—Las cosas molestas son fáciles de neutralizar. Se aplastan y acabaron los problemas.
Jiménez se quedó con la boca abierta, incapaz de juzgar las palabras de su siempre obediente ayudante.
—Dime algo —prosiguió el joven, todavía con el pitillo en la boca, —¿tenías que sembrar tantas dudas respecto a Colino?
—Es caso cerrado.
—Estuve en los dos interrogatorios a la plantilla —prosiguió impertérrito el ayudante. —En el primero todo fue normal. Pero en el segundo algo había cambiado en ti. En cada pregunta que hacías, en cada observación, dejabas caer extrañas sospechas sobre Colino. Y fuiste exhaustivo. Todos los empleados salieron de la sesión de preguntas con su ración de prejuicio contra él. Tú sabes cómo funcionan los rumores, tenías que saber lo que estabas haciendo. Eso es tanto como empujar una pequeña piedra en una montaña. El alud es seguro. Convertiste a todos aquellos compañeros de Colino en potenciales enemigos suyos. Los programaste para no atender a razones, vaciando sus cabezas de lógica y poniendo en su lugar infundios y supercherías.
Jiménez, a medida que su ayudante desgranaba su teoría, se volvía más tranquilo e indiferente, como si todo aquello no le alcanzase.
—Veo que no te afecta nada. Te puedo asegurar que yo he sido tu mayor admirador aquí. No he dudado en salir al paso ante cualquier sombra de desconfianza, e incluso he mentido al teniente algunas veces en favor tuyo —observó el ayudante tirando, por fin, la colilla al suelo.
—¿Quieres que te regale un jamón? —preguntó Jiménez con un cinismo tal que su ayudante, escandalizado, no lo creía posible. Fue como el desengaño de un creyente acérrimo. Más violento cuanto más ferviente.
—Yo creo que conocías a Colino o a su mujer de algo, pues no había nada para ir tras él. Debía de haber algo personal ahí.
Esta vez Jiménez demudó el rostro, cosa que el otro advirtió de inmediato.
—No sé qué asunto te traes con esa mujer. Y luego están esas llamadas absurdas a la policía, todas disparatadas y anónimas. Fue uno de los delatores telefónicos, que tampoco se identificó por cierto, el que echó abajo la coartada de Colino en el asunto de la muerte de su director, para mí, y estoy seguro de que también para ti, un suicidio clarísimo.
—¿Acaso crees que yo era esos anónimos? —Jiménez se encogió de hombros con inocencia.
—Le he pedido al jefe un traslado —suspiró finalmente el joven.
—Pues que te vaya bien —le deseó el veterano agente con una mirada fría.
—He hecho constar la causa, he escrito en la solicitud que no me gustan tus métodos y que por eso abandono la ciudad —el ayudante estudió a su superior. —Sin duda, esta consideración atraerá el interés de alguien. Jiménez se quedó callado, pero su mirada trasmitía un odio feroz.
—Sí, será mejor que, durante un tiempo, no hagas tonterías, incluso harás bien en parecer intachable. Esas palabras en mi solicitud están por escrito, y eso puede traer consecuencias para ti.

viernes, 2 de diciembre de 2011

Colino y las arañas 27/29

―Así que, sin forcejeo alguno, Colino cogió y se arrojó por el ventanal ―el teniente se frotaba las manos de satisfacción. El alcalde en persona le había llamado para felicitarle por la resolución del caso, aunque, en realidad, a un tipo tan práctico como él, esas cosas le dejaban frío. Lo que realmente le había hecho feliz fue la otra llamada, la de sus superiores para comunicarle que, vistos los éxitos del departamento que gobernaba, se le ascendía.
―¿Y por qué lo hizo? ―el ayudante de Jiménez parecía empeñarse en poner sombra a la alegría del teniente.
―Tendría remordimientos, ¡yo qué sé! El tipo se cepilló a su compañera de trabajo. Y no contento con esto, también se carga a su director...
―Eso último no está nada claro. Insisto en que el jefe de Colino se suicidó con su escopeta de caza, teniente.
―No le dé tantas vueltas a por qué Colino se arrojó a la calle. El testimonio de cincuenta personas coincide exactamente. Simplemente él saltó.
―Algo tuvo que pasar.
El teniente elevó los hombros y abrió los brazos, dando a entender que no hubo nada secreto actuando.
―¿Se defendería?
―Ninguno le amenazó, ni le tocó, ni siquiera le oyeron ―el teniente, harto, elevaba el tono de voz.
―Pero...
―¡No sea idiota, muchacho! ―galleó el teniente en su estilo habitual, ―nadie en sus cabales toma a sus compañeros por enemigos para tirarse después por la ventana como hizo él. ¡Y cállese de una vez! ―apuntó con el dedo. El joven agente miró a Jiménez esperando que interviniera.
Este no terció en ningún momento a favor de su ayudante. Totalmente ausente, se encontraba sentado frente a la mesa, con el sombrero, contra lo que en él era costumbre, en las manos y, por primera vez, parecía menos inexpresivo. Muy al contrario, mostraba un buen humor muy cercano al de su superior.
―¿Cómo sabía que debíamos ―apuntarse medallas, la especialidad del teniente― vigilar a Colino?
Jiménez se lo pensó un tanto, y todo lo que contestó fue mover los hombros. El otro no se molestó en nada más, como se esperaba de él, más pendiente de sí mismo que de tener un mínimo de curiosidad.
Dana, que sí quería saber, se lo volvió a preguntar al salir de comisaría. Antes de contestar, Jiménez observó a la bella mujer-araña. Se había reunido con ella varias veces durante los días anteriores a la muerte de su esposo y, poco a poco, consiguió persuadirla para que no se confiara tanto a Colino. De pronto, se le ocurrió pensar en las artimañas que no inventaría para disimular aquellos encuentros.
―Colino me importaba poco ―suspiró Jiménez―. Reconozco que me llegó a interesar algo, al ver tu nombre asociado al de él en la lista para interrogar al personal del banco. Pero le olvidé por completo cuando comprendí, tras ser asaltada en aquel descampado, que ese nombre eras tú.
―Entonces, ¿todo se ha resuelto por sí mismo?
―Tú lo has dicho ―repuso Jiménez.
―Ya. ¿Y no me vas a contar nada más? ―inquirió Dana, una vez en la calle, al tiempo que se agarraba del brazo del policía.
―Tu maridito era un experto en tecnología ―sonreía ufano Jiménez. ―Tras el accidente mortal de Carmina en aquel pozo negro, decidimos inspeccionar en su coche y hallamos un aparatejo muy curioso instalado en él ―explicó a la viuda―. Nuestros técnicos lo analizaron en profundidad. Su dictamen fue que se trataba de un sistema de teledirección, muy avanzado dijeron. Con ese chisme, Colino podía conducir el auto de Carmina a distancia. Cuando ella circulaba a la altura de la fosa séptica, él tomó el mando del vehículo y lo precipitó allí con la secretaria dentro. Sus conocimientos tecnológicos eran todo un secreto que supo disimular muy bien. De hecho, en el banco, todos usan ordenador salvo él, que se arreglaba con papel y lápiz. A lo sumo contaba con la asistencia de una calculadora. Sin duda un engaño, una buena máscara, pues en el registro hecho en vuestra casa, encontramos un laboratorio informático. Desde luego el tipo no escatimó pues hallamos ―miró a Dana con complacencia― los artefactos más sofisticados, de ultimísima generación y, lo más importante, huellas dactilares suyas por todos ellos. Colino era un experto en tecnología, ―y terminó con un concluyente― no hay duda.
Dana recordó en silencio la última vez que su marido tomó contacto con la tecnología, seis meses antes.
―Cariño, será mejor que lo dejes en mis manos ―aconsejó Dana.
―Sí, creo que sí ―contestó Colino con una sonrisa agradecida, suspirando con desconfianza ante el mudo PC que no se atrevió ni a tocar.
Dana conectó el ordenador y se puso a escribir el informe que Colino debía presentar el lunes. Usaba unos guantes muy extraños que se ajustaban como el látex.
―Siempre que te pones a andar con las maquinitas metes las manos en esos guantes, querida.
―Es que se me estropean las uñas ―alegaba ella.


Jiménez no tardó ni dos días en pasarse a vivir con Dana. El agente se lo propuso con mucha delicadeza, y ella respondió con toda naturalidad afirmativamente —"te debo tanto", se explicó—. A lo que se negó la mujer fue a abandonar su casa de siempre. Jiménez quedó admirado por el valor que demostraba, pues convivir con los recuerdos no parecía un plato de gusto. Dana no titubeó, deseaba continuar allí. Así que tuvo que ser Jiménez quien se mudara.
La viuda se fue acostumbrando a la presencia del agente. A los pocos días de convivencia recuperó su costumbre de canturrear entre dientes mientras trajinaba por entre muebles, suelos, armarios y pucheros. El policía, que al principio temió algún desvanecimiento o añoranza, se rindió a la evidencia: Dana parecía, en su hogar, la más feliz de las criaturas. Lo adecentaba, lo limpiaba, lo pulía. Hacendosa ama de casa, nunca le ganaba la pereza por mantenerlo a resguardo de cualquier suciedad, molestia, ruido o, por supuesto, amenaza. Apenas salía de sus cuatro paredes, ni siquiera a las compras, para lo que abusaba del teléfono. Y cuando Jiménez volvía del trabajo le rodeaba de todo tipo de atenciones. Quería hacer feliz al policía, como antes lo procuró con Colino. Poco a poco fue retomando muchas de las viejas rutinas que, válidas para el difunto esposo, resultaron igualmente útiles —dándoles un sentido diferente— para el nuevo hombre.
Desde el desbaratamiento de su primer hogar que terminó en la trágica muerte de su madre, alanceada en aquel pasadizo —milagrosa vía de escape—, la mente de Dana siempre funcionó con reservas hacia todo lo humano, un rasgo que no era innato pero, por la violencia de aquel primer contacto con el hombre, se convirtió en necesidad. Cada vez que hallaba una oportunidad de vivir con cierta tranquilidad, no se olvidaba de fabricar una salida, un seguro, un ardid para desaparecer o para desviar el peligro. Ahora, con el alquimista podría decirse que había muchas posibilidades de haber alcanzado la meta definitiva, el estado de tranquilidad que siempre había deseado. Con Colino casi lo logró. Solo casi, porque siempre se había resistido una ligera sospecha, una pequeña duda. La recién viuda temía que sucediese lo mismo con Jiménez, y, por tanto, también hubiese menester de una vía de escape por si acaso el policía fallaba como falló el bancario. Esa vía de escape que usó con Colino —aquellos guantes de látex— se demostró muy eficaz, pero ahora, con Jiménez, no podía utilizar idéntico expediente. El policía era demasiado inquisitivo, y habría terminado por descubrir la singular solución.
Así que, una tarde que el alquimista estaba en la comisaría, Dana procedió a quemar los guantes de látex. No es que supusieran un riesgo inminente, de hecho lo que los convertía en peligrosos para ella pasaba prácticamente inadvertido, solo una exploración microscópica lo habría revelado: en la zona que cubría la yema de los dedos unos sutiles relieves reproducían las huellas dactilares de Colino.
Porque el difunto esposo jamás tocó ninguno de los sofisticados artefactos informáticos de casa. No hubo ninguna máscara, ni engaño por parte de Colino. La tecnología no era lo suyo, sino, desde luego, de Dana, que no escatimó nunca en medios para recibir la más cualificada formación. Acompañando a los extraordinarios guantes, la mujer-araña también arrojó a las llamas los croquis y apuntes, a mano, del sistema de conducción a distancia que instaló en el vehículo de Carmina.

martes, 29 de noviembre de 2011

Colino y las arañas 26/29

Ya no se trataba de una mera sensación de hostilidad, o, incluso, una especial actitud inamistosa. Lo que tenía enfrente en este instante rebasaba claramente los límites de toda formalidad. Nada de gestos, esta vez habían pasado a la acción. Lo primero que pensó fue en intentar abrirse paso. Echó a correr, decidido a huir. Pero el muro que formaban sus compañeros era lo suficientemente compacto como para impedírselo. Empujó y tiró en aquel paño de sillares humanos pero sin conseguir hacerle brecha. Tan firme su ensamblaje. Ni la argamasa en una pared obraría su efecto con tal convicción. Y él qué tenía para oponerse a tanta fuerza moral: ningún convencimiento. Otra vez crecieron en su alma las dudas: que por qué habría de hacer frente común con Dana, por qué tendría que aliarse con alguien no humano, especialmente ahora que se mostraba más remisa hacia él. Por qué razón debería defenderla, si la única aspiración de Colino consistía en evitarse todo daño, para lo que aplicaba su método propio: caer bien para inscribirse como parte de su raza, para parecer integrado, un título oficial de humanidad.
No causaba ningún mal por esconder la crónica enemistad que sentía hacia sus congéneres. Podía seguir disimulando el rencor hacia la raza a que él pertenecía, fingiéndose del lado de sus compañeros, y simultáneamente asumir las razones de Dana sin dejar de aparentar que estaba en su contra. A ella un solo individuo no le haría más daño, a ellos tampoco más fuertes. Y en cuanto a él mismo, se consideraba perfectamente preparado para no perder su identidad en el conflicto de intereses entre ser del bando de ella y simular su apego por los otros. Estaba seguro de su esencia, seguro de no perderse en la antítesis en que vivía.
Y, por ahora, su esencia corría peligro. No era el momento para elucubraciones: debía parecer amigo de ellos. Hacerse acreedor de su simpatía. Para los demás debía pasar por un ser con una definición muy precisa, nada de ambigüedades. Ellos le tenían que identificar como alguien de su lado. Y el mejor método era echar balones fuera. No dudó un instante.
―Os equivocáis, el monstruo no soy yo. Es Dana, mi mujer. Ella es quien os ha de asustar ―Colino se llevó las manos al pelo. Los demás observaron impertérritos sus esfuerzos por arrancarse mechones de cabello.
―¡Mirad! No os engaño ―al tiempo que, desesperado, se desplumaba, iba repartiendo el despojo cabelludo ante la barrera humana a la que se enfrentaba. Los compañeros de Colino dieron un paso adelante, mudos, sordos a tanta parafernalia estúpida.
―¿Acaso no veis?
El bancario se contrajo de terror. Lo estaban confundiendo con Dana. ¡Aquella partida de violentos lo creía del bando de ella!
―Soy exactamente como vosotros ―Colino, torturado por el recuerdo de la muerte de la madre de su esposa, se retorcía inútilmente. Dieron otro paso adelante.
―Creéis saber pero andáis perdidos.
No quedaba más que una franja estrecha entre la ventana y el cerco de personas. Estas murmuraban satisfechas de su masa compacta, pero ninguna quiso entablar diálogo con Colino, resguardadas en la seguridad de su propio número.
―¿Cómo podéis tener tanta seguridad? En realidad, no es de mí de quien deberíais tener miedo, sino de cada uno de vosotros que estáis tan seguros de no errar ―trató de huir de nuevo rompiendo a través del paramento de cuerpos y volvió a fracasar.
Tras la tentativa, y desvaneciéndose por la falta de esperanza, dejó oír su voz, ya sin el ímpetu de un grito, resignada.
―No soy lo que creéis... ¿Por qué estáis convencidos?, ¿acaso hay algo...? ―otro paso adelante del muro humano silencioso, ciego, resolutivo.
En el suelo, veinte plantas más abajo y con el alboroto propio de la calle, nadie tuvo la oportunidad de escuchar el ruido de unos cristales al romperse.

sábado, 26 de noviembre de 2011

Colino y las arañas 25/29

Colino necesitaba librarse del acoso de sus compañeros de trabajo. Se levantó hasta la ventana para evadirse de sus preocupaciones, dando la espalda a la oficina que más parecía una cueva llena de misteriosos cuchicheos. Los tejados, a esa hora de la tarde, se convertían en una sucesión de diedros contrastados, los unos bañados por el Sol, los otros desaparecidos en la penumbra, e, intercaladas, azoteas escondidas cual pequeños collados en la compleja geología urbana. La luz inverniza buscaba su camino entre tanto accidente sin lograr en el empeño más que dos efectos radicales, o luz o sombra, o bien refulgentes brillos en las cubiertas encaradas a su favor, o bien el abandono en las tinieblas crecientes al resto de habitantes arquitectónicos. Colino necesitaba encontrar en el paisaje el consuelo del equilibrio, pero un caserío abigarrado lleno de esquinas ocultas en la umbría, o paramentos iluminados que saturaban sus ojos, no le estaba sirviendo sino para acrecentar el desasosiego.
No había nada vivo. Solo una sucesión de trazados geométricos, ajustados a una perspectiva matemática, todo ello en una atmósfera limpia de nieblas o nubes. Un mundo vectorial, purificado de toda experiencia, donde las relaciones entre los objetos se atenían a leyes tan perfectas como imposibles, un espacio de irrealidad inhóspito para un ser vivo. Colino empezó a sentir vértigo ante la distancia que lo separaba de tal sueño de perfección inaccesible. Únicamente había un elemento que rompía la sincronía general: la absurdamente enorme masa de la torre de la catedral. Un pegote injertado en el muñón de la antigua torre caída. Aquella erupción de dudoso gusto proyectada hacia lo alto era lo único que interrumpía la vista.
Tras una primera inspección somera de la monótona vista vespertina de la ciudad, dedicó Colino los siguientes minutos a taladrar el diseño general para descubrir detalles. Por la izquierda una sección entrevista de muro en llamativo color amarillo, enfrente una antena moderna en rojo y blanco que reproducía en miniatura a la Torre Eiffel, por fin algo vivo en la forma de una abuela inclinada hacia la calle sobre el antepecho del balcón, unas caras mirándole en el paramento de la torre catedralicia. ¡Unas caras mirándole a él! Sus entrañas se removieron de dentro afuera recorridas por el susto.
Volvió a fijarse, pero no había duda. Allí estaban: rígidas, expectantes, aterrorizadas. Estudiolas con más detenimiento y entonces descubrió en ellas los rostros de su propio departamento. No hacían nada, estaban allí, mirándolo. Flotaban en la cristalera de la ventana manteniéndose levitando sin peso en el espacio geométrico de los tejados. Tuvo que hacer un enorme esfuerzo de concentración para cobrar conciencia de que eso no era posible. No se trataba de una visión proyectada por su mente, ojalá lo fuera. Toda aquella silenciosa reunión de personas era real, y estaba detrás de él. Porque lo que veía en el cristal no era más que un reflejo, distorsionado por las irregularidades del ventanal, de la propia oficina. Se dio la vuelta muy despacio y se los encontró: una pared muda formada por sus compañeros de trabajo. Inmóviles, con los ojos fijos en él. Colino retrocedió un paso hasta que su espalda chocó contra el cristal. Echó la mirada a un lado, a otro. No tenía escapatoria. Aquella gente lo estaba cercando.

miércoles, 23 de noviembre de 2011

Colino y las arañas 24/29

Colino miraba absorto a la ventana desde su silla. Aquella mañana le habían dejado tranquilo los compañeros. Ni un mal gesto, o palabra. Se diría que la tormenta desencadenada alrededor suyo estaba amainando. Lo malo era que ignoraba la causa de la manía que se había levantado contra él y el por qué de esta escampada inesperada. Puede que le importase muy poco, o nada, todo ese tropel de gente con el que compartía el lugar de trabajo, más aún, que, en realidad, los aborreciera, sin embargo el desconocimiento de lo que les azuzaba en contra suya, lo estaba empezando a asustar.
Ante el incomprensible acoso, no obstante no se resignó, sino que, decidido, contraatacó. Y lo hizo con su método propio para granjearse, si no la amistad, sí al menos cierta templanza en la animosidad del ambiente: dar bien para recibir dominación. Siempre había resultado la mejor táctica. Así que desplegó una intensa actividad. Favores, sonrisas, silencios cómplices; echar una mano a unos y a otros... Sin embargo no había forma de mitigar toda aquella inquina por más esfuerzos que hiciera. Era frustrante e inexplicable. Así fue como le sucedió con Carmina, quien, por nada del mundo le miró con algo distinto al rencor a pesar del despilfarro de buena actitud hacia ella. Invertir en sus compañeros el bien no le estaba rindiendo lo esperado. Al contrario, la cosa empeoraba.
Por lo bajo había empezado a escuchar frases sueltas que destilaban un odio irracional: "es un monstruo", "estamos en peligro", "nos devorará." Expresiones totalmente absurdas pero de las que no podía defenderse por ser desatinos. Y como en horas de tribulaciones todo son malos pensamientos, una idea estrambótica comenzó a abrirse camino en su cabeza: la de que las peculiaridades de su mujer fueran contagiosas. Recordando con repugnancia la metamorfosis de Dana, se estremeció ante la idea de que se abrieran en su faz los fríos ojos depredadores de arácnido, o se extendiera por su cuerpo el vello oscuro de su atractiva esposa, qué no decir de aquella proliferación de patas. Colino, obsesionado, llegó a acercarse al baño varias veces, cuando empezó a oír esta clase de comentarios, para echarse un vistazo en el espejo, no fuera a asomar algún inadvertido estigma de dicha monstruosidad. Pero los espejos eran tercos. Su fisonomía no había transitado hacia la de un bicho. Entonces, buscándole alguna causa dio en un laudo de gran resistencia a cualquier argumentación: "Quizá, reflexionaba el excitado bancario, poseer la maldición de Dana incapacitaba, por naturaleza, para percatarse de las hechuras de araña". Esta sola idea anulaba la utilidad de cualquier espejo.
―"¿Y si toda aquella parafernalia maldita de patas, pelos y quelíceros se hubiese instalado en mí, y no me diera cuenta?".
Colino navegaba perdido en la ojeriza general hacia él, un océano de ojos acusadores y dedos que le apuntaban como si irradiara rareza. Ciertamente, no habría sufrido tantas tribulaciones de haberse sentido normal, un tipo más. Pero no era el caso, porque él mismo sentía odio a todos. No podía evitarlo, como un frío indeleble que le ponía la piel de gallina cuando se veía rodeado de gente. El único lugar donde no padecía tal trastorno era su hogar; es más, allí Dana, obrando de mágico bálsamo, se lo calmaba. Extrañamente la presencia de su mujer nunca le despertó esa aversión que se traía hacia las personas; como si él, de algún modo, la hubiera intuido siempre inhumana, aun antes de la fantástica epifanía aracnoide.
En su casa se encontraba a sus anchas. Tanto que, en realidad, esa estrategia de dar bien para recibir dominación, Colino la concibió para crear una extensión del hogar, una burbuja a su alrededor cual caracola a cuestas. Un palenque en cuyo interior, desde su estrado, dirigiera a los demás con objeto de que no le hicieran daño. Convertirse en dueño y señor de la ley y el orden, monopolizador de la fuerza punitiva para desviarla de sí mismo. Porque él tenía pánico al dolor, a todo dolor. Haría cualquier cosa por evitarlo, incluso erigirse en el dictador que impusiera las reglas del juego merced al arte de adueñarse de la simpatía de los demás. En este arbitrio veía su mejor protección.
El descubrimiento de la aracnicidad en Dana, en vez de sumirlo en aversión hacia ella, produjo el efecto contrario: le unió. Ambos se sabían extraños en el mundo de los hombres, y se necesitaban. Ambos dependían del disimulo para deambular por la vida con el máximo de garantías. Ser alguien vulgar era la mayor, o única, respuesta al miedo a destacar, a ser descubiertos. Ella por su extraordinaria esencia, él por su misantropía.
Pero algo extraño había sucedido. La vulgaridad, que era su seguro, de algún modo ya no le hacía desaparecer ante los demás. Se estaba distinguiendo, contrastado contra el fondo como una de esas sombras chinescas, patentes al público, inocultables a los espectadores que eran sus congéneres. Pero él necesitaba con desesperación pasar desapercibido. La angustia por su actual conspicuidad lo estaba minando física y mentalmente. Le iban a conocer el odio hacia los hombres que llevaba dentro, o, peor aún, se lo habían conocido ya. Eso le producía terror pues, pensaba, le atraería idéntico sentimiento de fobia de todos ellos. El corazón bombeaba errático en su pecho mientras gotas de sudor, frotando con un sutil prurito, le empapaban la barbilla. El cerebro, devorado por el temor, andaba maquinando mil diabluras. ―"¿Es lo más lógico que si adivinaran algo distinto en mí, algo que me delatara como diferente, movidos por el miedo, se volvieran en contra mía, como los que mataron a la madre de Dana?" ―se alzaron en su cabeza, con fuerza caníbal, pensamientos tan inquietantes como ese, y aún mucho peores. En el fondo, para Colino, el final de la madre de Dana sería algo así como el justo precio por su contranatura. Un destino merecido. El problema era que ese razonamiento le engullía a él también.
Dana. Colino no había llegado al conocimiento valiosísimo de que ella era su apoyo fundamental; que estaba siempre ahí, al llegar a casa, para darle el equilibrio, para proporcionarle la energía necesaria. Pero Dana llevaba varios días distante. Y esta vez era distinto del anterior bache que tuvieron cuando descubrió el secreto de ella. Esta vez la actitud fría y ausente no partía de él, sino de su mujer. Era Dana quien no le buscaba como antes, deseosa de satisfacerle. Para colmo, nunca como hasta ahora había faltado tanto de casa. Ella lo justificaba por unas nuevas amigas. Colino no había investigado la veracidad de eso. En cualquier caso, incluso cuando su esposa estaba en casa, lo trataba con desconfianza, como si no esperara nada de él. Pero a Colino solo le valía recibir todo el cariño que ella tuviera. Lo demás no le servía para nada.

sábado, 19 de noviembre de 2011

Colino y las arañas 23/29

El jefe de Colino fue hallado muerto, hundido en el enfangado tollo. El arma disparada, y su rostro prácticamente volatilizado merced a la perdigonada recibida a bocajarro. En el gatillo no más que sus huellas y en la percha una polla de agua desplumada.
―¿Tiene que llamar ahora? ―el agente, de guardia al teléfono, bostezaba molesto. Ya era la quinta llamada aquella tarde, y empezaba a resultar repetitivo.
―Oiga, es él, sin duda ―el anónimo interlocutor ignoraba el escepticismo del policía.
―Si no lo dudo, pero es que, ¿a nadie le resulta simpático ese hombre? ―El funcionario, harto de tanto malquistamiento hacia Colino, lanzó un suspiro mientras alargaba la mano por un cuaderno. Decidió, con muchas reticencias, apuntar por escrito por si a Jiménez le resultaba útil este enésimo testimonio telefónico.
―Verá, es increíble. Colino se subió al árbol sin tocarlo. Como suspendido de una cuerda. Pero nadie lo izó. Tiene poderes, ¿sabe?...
El policía se hallaba tomando nota de la llamada, con el altavoz del teléfono activado, cuando pasó junto a él un compañero del departamento.
―No te quejes, que ayer me tocó a mí uno que le vio rascarse sus cuernos ―comentó el que iba de paso.
―No te quedes conmigo ―respondía el otro.
―¿Cómo dice? ―interrumpió su narración el testigo. El policía escribiente se dio cuenta de su error. Olvidó cubrir el auricular con la mano para censurar su desahogo con el compañero.
―Que se cuelga de hilos como las arañas. Eso iba diciendo ―prosiguió el amanuense resignado.
―Deben llamar a la NASA. Que abran en canal a ese maldito Colino y lo analicen. Seguro que todavía hallan en sus tripas al asesinado.
―¿Qué quiere decir?
―A su jefe, el que cazaba.
―Colino no estaba por allí.
―Mentira ―reaccionó con viveza el anónimo delator.
―¿Y eso?
―No en la misma cacería, pero él andaba cerca.
―Bien.
―No me cree. Pregunte en la tasca del pueblo, pregunte.
―¿Y cómo es que sabe tanto?
―Soy un ciudadano solícito que conoce la verdad y no permitiré que nadie la burle.
―Déjeme sus datos.
―De eso nada. Yo señalaré desde la sombra. La sombra me da poderes. Si salgo de ella encontrarán mis motivaciones, por lo que dudarán o querrán corregirme. Al final me reducirán a testimonio irrelevante. Mejor que no se me conozca ―por supuesto la policía trató de investigar el origen de las llamadas anónimas, pero el interlocutor o interlocutores nunca dejaron pistas de su rastro.

miércoles, 16 de noviembre de 2011

Colino y las arañas 22/29

Colino ya no estaba contento en su trabajo, pues algo importante había cambiado: sus compañeros le odiaban. Antes, la fuente de disgusto provenía de una única persona: Carmina. La mirada reprobatoria de la secretaria lo había seguido por todas partes, volviéndose particularmente rencorosa cada vez que él se dirigía al jefe o viceversa. Y no solo aquellos ojos de hielo, todo en esa mujer había exudado aversión hacia él: los gestos displicentes, el tono de voz, hasta la respiración se le volvía atropellada cuando coincidían. Carmina se terminó por convertir en su gran maldición, en la terrible hechicera de todo cuento de hadas que lanza sobre el inocente héroe un conjuro para buscarle la perdición. Con ella viva había sido imposible desenvolverse cómodo en la oficina. No la soportaba. Por eso ahora que estaba muerta se las prometía felices. Por fin, Colino vislumbraba ante sí una larga etapa de tranquilidad. Sin embargo poco sospechaba que iba a echar de menos aquella pequeña molestia, tan terca, tan solitaria. Pues, elevándose desde todos los lados a su alrededor, reapareció idéntica sensación que le produjo Carmina mientras vivió, pero ahora multiplicada por toda la plantilla. Parecía que el alma retorcida de aquella bruja se hubiese transmigrado a la integridad de los trabajadores de la oficina, emponzoñándoles y azuzando el rencor que siempre le tuvo. Escuchaba el crepitar de la hoguera que lo perseguía en los ojos de los hasta ahora inofensivos trabajadores, aquellas personas que compartían labor con él y nunca le manifestaron hasta hoy malquerencia alguna. Qué sordo murmullo, tan deprimente como el de la mar para el náufrago que echa mano al flotador pinchado. Lo percibía en cada una de las idas y venidas que hacía por los despachos. Les sabía pendientes de dónde se paraba, de sus consultas, o de las llamadas. Llegó a sentirse tan asediado que, a veces, miraba por encima del hombro, en la creencia de que se iba a encontrar con una funesta contable enarbolando el tóner de la impresora, a punto de descargarlo con furia sobre él.
Además, se estaba encontrando cada vez más a menudo con situaciones poco favorables. Si hasta ahora había sacado adelante con donaire todos aquellos apuros que se le fueron presentando habitualmente durante su jornada laboral, desde este momento dejó de suceder. Así, cada vez que proponía algo o presentaba una solución, siempre llegaba alguien con otra idea que, por aclamación, de inmediato se aplicaba menospreciando la suya. Ya no se le hacía caso, es más, se le desoía. “Muy complicado, muy difícil, le decían, mejor lo de este otro”.
Todo ello estaba haciéndole dudar de su eficacia, incluso de su inteligencia, hasta el punto de sentir vergüenza a hablar. Hastiado, se retiró de la vida social, retrayéndose hacia su lugar de trabajo. Nunca pasó más horas en el escritorio que en estos momentos, olvidándose de todos, vigilado por todos. En casa, su mujer le descubría mirando al techo mucho más que antes, con una obstinación casi enfermiza. El hombre yacía en la cama las horas muertas en esa intimidad silenciosa, ausente a todo y a todos.
Qué distinto estaba ahora de los días posteriores a la muerte de Carmina, en que parecía tan feliz. No duraría más de una semana el subidón de dicha que experimentó Colino: aproximadamente desde el accidente de coche de la secretaria hasta el segundo interrogatorio del agente Jiménez. En ese lapso de tiempo el bancario mostró lo mejor de sí mismo. Es más, Dana volvió a verle con el mismo espíritu cariñoso y complaciente de la etapa de recién casados. Recuperó algo de su locuacidad, que en los últimos años había ido perdiendo, y hasta se atrevió a proponer un viaje juntos, cosa a la que Dana se negó inmediatamente: "como en casita en ningún sitio", se resistió ella. A partir de ahí, del nuevo interrogatorio que practicó el agente, ella percibió la caída fulminante en el ánimo de su marido. Una caída tanto más dolorosa por el contraste con lo que fue durante esa semana mágica: jovial, al menos para los cánones habituales en él, y extrovertido. Ahora, en cambio, se había vuelto tanto sobre sí mismo que apenas reparaba en que estaba viviendo con su esposa. No solo no hablaba, tampoco cumplía obligación alguna. Sentarse o yacer en el lecho eran los únicos movimientos en su vida. Se había convertido en un pecio incapaz de hacer cosa alguna. A Dana no le importaba su falta de colaboración en la casa, pues el hogar-guarida ella lo sentía como extensión de su propio cuerpo, pero sí le irritaba su desinterés, la despreocupación por defenderlo. De los dos, Colino era el humano, por tanto, para Dana, era él quien debía proyectar una función de pantalla que les salvaguardara frente al mundo de los hombres.
Lógicamente, tales extremos en el espíritu de su marido la turbaron. El hundimiento no pudo deberse, reflexionó Dana, al interrogatorio en sí, pues a Colino no le afectó en absoluto, como tampoco lo hizo la primera vez, inmediatamente tras la muerte de Carmina. Por otra parte no esperaba que Jiménez le apretase en exceso, aunque solo fuera por lealtad hacia ella. Así que la mujer empezó a desconfiar de la solidez de su marido, o de su amor. Las dudas que Jiménez sembró en ella, en la cafetería, durante su última conversación, sobre la fiabilidad de Colino para guardar el hogar no contribuían sino a aumentar su inquietud. Dana no podía dejar de reconocer, no obstante y sin disponer de más elementos de juicio, que una buena parte de la culpa por la radical depresión de su esposo tenía que atribuírsela a sí misma y su extraordinaria esencia medio arácnida. Por tanto dejar de creer en él ahora sería como una traición. Por algo así ya pasó una vez, al abandonar a su madre en aquel pasadizo, y no deseaba repetir.

sábado, 12 de noviembre de 2011

Colino y las arañas 21/29

Colino se sentó en su silla. Jiménez acababa de terminar con él. El policía vino a primera hora al banco escoltado por su ayudante y, con la excusa de completar la información que recabó de su anterior pesquisa, repasó a la plantilla entera nuevamente. En esta segunda ronda de interrogatorios a todo el personal, Colino no se puso tan nervioso. Por más que seguía siendo intimidante el procedimiento, el bancario ya no tuvo el desagradable impacto por la novedad.
Una vez cumplido el trámite de las preguntas, retomó su tarea con ánimo. Aún tenía por delante un largo día de trabajo y la interrupción del agente no le iba a distraer. En eso de abstraerse, como si nada hubiera interferido, tenía cierta capacidad excepcional. Los últimos sucesos en su propia casa, aun con ser tan increíbles, no lograron despistarle de sus obligaciones laborales, ni de ningún otro tipo. Colino pasaba, como una apisonadora, por encima de atosigamientos. Así era que los demás lo veían como alguien equilibrado y frío. Pero no se trataba sino de una ficción, pues en realidad sí le alcanzaba la vulnerabilidad. Para combatirla él tenía su sistema: lo que quiera que amenazara atormentarlo quedaba comprimido en una fruslería, una especie de egagrópila de su conciencia empaquetada en su particular telaraña. Y de ahí no saldría nunca, jamás. Por tanto, de Colino los demás percibían solo una parte, la más estoica. El resto de él se hallaba enjaulado. Pero encerrar no significa no ser.
De esos fragmentos del bancario que componían su cara oculta, Dana solo tuvo alguna intuición. Era el caso de la hostilidad de su marido hacia sus congéneres humanos en la que ambos coincidían. ¿Mas eso era suficiente para confiarse ciégamente a él? El hombre parecía siempre idéntico a sí mismo, con la expresión medida, templado con la indeterminación de un espíritu inasequible. Pero, Dana, ¿qué podía inducir de su sempiterno hieratismo: la solidez de alguien inconmovible en quien saberse segura o el fraude de un ser débil que se derrumbaría en el momento límite?
Ningún compañero, así pues, tuvo ocasión de contestar afirmativamente a la pregunta del policía sobre cualquier cambio en él: siempre estaba igual. No así los demás, que largaron con munificencia sobre lo que pensaban los unos de los otros. El agente sacó una lista gigantesca de observaciones. Era como si el ingeniero que opera la presa de un embalse, abriendo las compuertas, dejara vía libre al cúmulo de murmuraciones, sospechas, odios y compadecimientos de los compañeros entre sí. Cada uno forjaba su propia opinión sobre los demás, dibujando una imagen personal del otro; y no había excepciones, un auténtico ejercicio compulsivo de imaginación al que nadie quería renunciar. Podría haber un mismo tipo al que los demás creyeran o tímido, vengativo, recién viudo, un vulgar trepador, o un desconfiado, incluso alguno podía pensar que acaso estuviera enfermo, o así. ¡Y tan múltiples pareceres solo de uno!, obrándose el maravilloso milagro de ocupar, muchos individuos distintos, un mismo espacio físico.
El caso era que, una vez fuera del cuarto de interrogatorios, los compañeros ponían en común las preguntas, tratando de atisbar algún indicio en la vía que seguía la policía, o buscándose cada cual su propia resolución. Como en toda pesquisa científica, los datos comunes eran los más reveladores. Hacían pensar que el inspector, si insistía en un mismo punto, es que insinuaba un culpable. Y el nombre por el que más veces pareció interesarse el agente fue por Colino. Conforme fueron más y más los que daban su conformidad a este parecer, la imagen respecto al compañero iba unificándose. Si al principio esta era múltiple: bien reservado, o pelota, o despreocupado, o soberbio, o cualquier otra cosa; poco a poco fueron desechándose opiniones, o integrándolas por intuirse sinónimas, hasta que el juicio general quedó dividido en dos. Los unos, la mayoría, pensaban que Colino era un superdotado que hacía lo que los demás en la mitad de tiempo, y el resto del personal lo formaba el núcleo duro de inquebrantables para quienes Colino no era más que un falso, un fraude que vivía a cuerpo de rey a costa de toda la plantilla.
―Es un cara. Cuando le hacemos un favor, una hora de trabajo nos adelanta ―murmuraban estos últimos.
―Cuando se sienta, ya se le ha ocurrido una forma de superarnos ―rezongaban envidiosos los que le atribuían capacidades intelectuales sobresalientes.
―Ya está bien de tanta ventaja.
―Deberíamos tener todos las mismas oportunidades.
―Vive demasiado bien ―concluían los unos.
―Vive demasiado bien ―pensaban los otros, llegando a un acuerdo tácito entre todos a pesar de partir de presupuestos dispares.
Colino no tuvo conocimiento de la tormenta que se avecinaba. Sentado en su estrecho puesto, un capitán ciego entrando en la galerna levantada ante su proa, no reparó en los signos del peligro.
La vigilancia se cerró sobre él. Si levantaba la cabeza hacia la ventana, el espionaje se lo reprobaba. Que escribía algo, peor; porque una idea suya demasiado brillante sospechábase dañina por hacer peligrar puestos de trabajo. Y cuando el jefe acudía a él, un furor sordo salía de las mentes de la plantilla indignada por el incienso, con el agravante de que la actitud de rondar partía del jefe. Tan adocenado, pensaban, que ya iba solito a por su ración de jabón.
―Pelota ―clamaban en silencio los compañeros del inadvertido Colino, mientras el jefe departía algo con él a la vista de todos.
Aquella misma tarde empezaron a recibirse las llamadas sobre Colino en la jefatura de policía. Cada día sonaba no menos de un par de veces el teléfono. Una procesión de voces anónimas que amenazaba sobrepasar la paciencia de los agentes. Todas ellas claramente acusatorias, o difamatorias incluso. En unas dudábase de la coartada del hombre, en otras se insistía en la tirria de Colino por Carmina. Pero no contentos con esto, otros aludían a su inmensa fortuna, o a sus contactos misteriosos. Los había, en un alarde de inventiva, que aseguraron haberlo visto volar de una azotea a otra.

martes, 8 de noviembre de 2011

Colino y las arañas 20/29

―Debes huir de él. Te causará problemas.
―Yo no lo veo así. Es una persona vulgar y corriente ―la mujer semiaraña lo puntualizó con énfasis demostrando lo que la discreción representaba para ella: su forma de vida―. Me quiere como soy. De hecho, él me conoce. Sabe de mi aberración.
―Pero qué ingenua eres. ¡Estás en peligro! ―el alquimista casi gritó alarmado. ―Cuanto más tiempo pases con él mayor riesgo corres. Te terminará delatando. No podemos convivir con los hombres por una mera lógica natural. Si lo hacemos, nos arrollarán.
―No me ha delatado y no creo que lo haga ―se empeñó ella.
Jiménez giró la cabeza en señal de escepticismo.
―Aunque te parezca difícil de entender ―defendió Dana a Colino― tuvo su oportunidad. Te digo que ha demostrado que me quiere proteger.
―Estás equivocada.
―No me has dado apenas tiempo para saber de tu vida y ya quieres elegir por mí ―la joven empezaba a hablar más enérgicamente―. He tenido que buscar mi camino sola y empiezo a estar orgullosa por haberlo hecho bastante bien. Así que no empieces por tachar todos estos largos años de disimulo y de miedo. Son míos, no pertenecen a nadie.
El alquimista se quedó en suspenso un instante, como si, sorprendido de la opinión de Dana, meditara sus opciones.
―Cuando encontré a tu madre me percaté al instante de su peculiaridad y, ocultándola a las miradas de la gente bajo las mantas del carro, la llevé a mi casa. No me alargaré en su descripción. Era como tú.
―Ya, ya sé lo que soy: una abominación. No hace falta que me lo recuerdes ―protestó Dana―. Pero he dejado de ser aquella asustada cría que huía de unos asesinos. Tengo una vida propia junto a Colino, y quiero vivirla.
El alquimista, estupefacto ante tan firme y arriesgada resolución, no opuso razones.
—Está bien, trataré de no olvidarlo, pero yo no he pasado tantas incertidumbres para nada. Estaré a tu lado suceda lo que suceda ―y, levantándose con bríos, añadió ―ya sabes dónde me tienes.
El alquimista se dirigió a la salida del establecimiento, que franqueó para internarse en la atareada calle, un colapso a esa hora del mediodía. Ella lo vio a través de los cristales de la cafetería. El hombre cruzó la acera y, a modo de despedida, se volvió un segundo. Un gesto, un caluroso movimiento con la mano servía de adiós por el momento. Ella sonrió. Dana tuvo la certeza de sentirse querida y arropada por él. No importaba que hubiese alguna disconformidad entre ambos, el alquimista estuvo unido a su infancia y la huella de su sombra no desaparecería nunca.
Ahora, de adulta, veía las cosas de un modo distinto que de niña. Como si el hecho mismo de pensar se realizase con otro órgano diferente que de pequeños. Los mayores tienden a hacerse preguntas porque no entienden. De chicos no hace falta comprender sino sentirse amados. Por ello nunca interrogó a su madre; porque el cariño materno allanaba cualquier dificultad, cualquier paradoja. Pero ahora, mientras hablaba con el hombre con el que formó en su momento una familia, sentía la necesidad de saber los porqués. ¿Quién era?, ¿exactamente qué compartía con él? Su madre no le llegó a hablar nunca de ello. ¿Sería una decisión consciente por su parte? Tenía que ser así, pues oportunidades las hubo. Hurgar ahora sería violentar aquel silencio de la que le dio el ser, una traición tanto más insoportable cuanto que el abrazo de ella no se había enfriado en su recuerdo. Y se sentía tan huérfana de este... Se la arrebataron antes de que el amor materno colmatara el hueco en su pecho. El vacío de cariño funciona como un ciclón que absorbe todo lo que va contra él. Una fuerza que arrampla con lo se le oponga, aunque sea la libertad en busca de sus preguntas. Nadie puede luchar contra esa fuerza. Dana tampoco. Si el problema de su identidad podía postergarse, no era el caso el de su seguridad. Dana había desarrollado con los años de disimulo una auténtica manía enfermiza. Fue capaz de tomar riesgos cuando se buscaba su futuro hacía mucho tiempo, pero ahora ya no quería volver a enfrentarse a ninguno. Su desconfianza hacia el género humano se había terminado por convertir en un atributo esencial, de ahí que nunca abatiera todas las barreras que la protegían. Con Colino, de todos modos, las cosas fueron bastante bien siempre, no necesitaba casi de esas barreras, y por eso no dudó en defenderlo con vigor ante Jiménez. Ahora, ya sola en la mesa de la cafetería, reflexionaba sobre las palabras del alquimista. Sonaban como un martillo pilón en su cerebro: “No podemos convivir con los hombres por una mera lógica natural. Si lo hacemos, nos arrollarán”. La incertidumbre sobre el humano con quien estaba casada empezó a disolver los cimientos de su vida en pareja. ¿Colino seguiría siendo su baluarte particular?

viernes, 4 de noviembre de 2011

Colino y las arañas 19/29

Dana quedó aturdida. Había estado a punto de escapar a toda velocidad calle abajo. Sin embargo, a la sola mención del personaje que las acogiera a ella misma, en la niñez, y a su madre, olvidó por completo su intención. Cómo iba a ignorar los felices años vividos en la casa del alquimista. Allí no tuvo nunca temor, y su madre le prodigó todo el cariño que una niña demandaba. Nada se podría parecer más a vivir en un paraíso donde no tenía que esconderse de nadie. El alquimista conocía su secreto y, mientras ambas gozaron de su hospitalidad, jamás hubo en él susto de verlas a las dos, por la casa, en su forma arácnida. Es más, fue el primero y último ser humano que la acarició, a pesar de las ocho patitas y su lanosidad marrón oscura, o de esos ojos compuestos a cuya contemplación los pocos hombres testigos respondían con espasmos y gritos inhumanos.
―¿Quién dices? ―Dana era desconfiada.
Jiménez se quitó el sombrero con toda la parsimonia. Su ralo pelo blanco apenas recrecía en aquel cráneo alargado de melón. Bajo la nariz chata de gorila su boca esbozó una sonrisa, más en potencia que en acto, que mostraba discretamente la alegría por el encuentro. Solo en potencia. Demasiados sinsabores como para olvidarlos de golpe. Dana echó de menos el mostacho a la moda en aquella época, que nada estorbaba a los abrazos que le diera de cría. En general, salvo por la pesadumbre que mostraba su rostro, no habría mayor diferencia. Sin embargo, algo en su fisonomía sí ponía un brusco punto y a parte a lo que fue el carácter de aquella cara risueña: el ojo derecho se hallaba cruzado por una gran cicatriz que ensombrecía el gesto. No obstante, la terrible marca en la faz no llegaba a descomponer el amor que profesaba su mirada. La mujer supo reconocer al instante a su querido alquimista.
―Es un truco. El sombrero cambia mis facciones ―explicó el policía.
―Creí que te..., que te mataron ―le costó a Dana pronunciarlo.
―Un golpe de hacha debería de haberlo hecho ―dijo el hombre señalando la vieja herida en el ojo. ―Estuve inconsciente..., tal vez durante varias horas o días, no sé ―como ambos tomaron asiento en una cafetería, la camarera acudiendo, interrumpió al agente. Después de tomar la comanda, la empleada les volvió a dejar solos, y el policía prosiguió: ―siento mucho lo que le pasó a ella.
Ambos se miraron. Dana se había creído siempre heredera exclusiva de todo el dolor por la muerte de su madre. Se equivocaba. El alquimista no era una fingida máscara de compasión. Su semblante delataba la tristeza de un hombre afligido, que en aquel aciago día había perdido algo tan íntimo, tan enraizado, que le ganaba el derecho a compartir, con la hija, el duelo por el recuerdo de la madre-araña.
―Te seguí el rastro durante un tiempo.
Al principio, la pequeña Dana, sola y sin nadie que le enseñara, erró sin objetivo. Su pista se hallaba sembrada de leyendas de la niña-monstruo que aterrorizaba a la chiquillería. Era fácil seguir su presencia. Con los años, la joven supo ser más cauta y camufló con la inteligencia de la lección aprendida, más a palos que a besos, su extraordinaria condición mestiza. Cada vez era más difícil de rastrear su paso.
―Llegué a un punto muerto. Te perdí.
A Jiménez se le enturbió la voz al recordar ese momento del pasado. La ausencia de todo indicio de la pequeña Dana solo tuvo, para él, una explicación: la captura. No la creía suficientemente preparada para enfrentarse a los hombres y su realidad, tan implacable como contradictoria. En aquel mismo instante en que, aturdido, no supo qué camino coger, sufrió un derrumbamiento moral que duró mucho tiempo. Años le costó superar la pérdida de ambos seres, madre e hija. Cuando, por fin, recompuso su voluntad de sobrevivir ya no cabía sino hacerse un sitio y aguantar lo que le tocara.
―Ahora estás aquí, y quiero recuperarte ―no cabía la menor duda sobre los sentimientos desbordados por el reencuentro con que el inspector se expresaba.
―Pero yo estoy atada a Colino. Sin él no estarías hablándome ahora. Al alquimista se le ensombreció el rostro.

martes, 1 de noviembre de 2011

Colino y las arañas 18/29

―Llame a mi marido ―Dana no redujo el paso.
―No le permite hablar conmigo, ¿eh? ―apuntó con perspicacia Jiménez.
Nerviosa, no contestó con un sí a la pregunta, ni él necesitó que lo hiciera pues tenía la convicción de que Colino se lo había prohibido.
―No me dirá que sus obligaciones le traen al mercado ―apremió la mujer.
―No voy a justificar mis andanzas. Soy un policía investigando ―por primera vez Dana escuchó la despersonalizada y firme voz del agente. Algo en su gesto y en la frialdad del rostro le indujo a ponerse a la defensiva.
―Muy bien. Ahora voy a hacerle unas preguntas ―insistió Jiménez. ―Trato de aclarar la coartada de Colino.
―¿Es que duda de mi marido? ―se irritó ella.
―Realmente no me importa. Y si fuera más inteligente, tampoco debería importarle a usted.
La mujer se paró de inmediato.
—Acaba de asegurarme que me iba a...
―Ya, ya, que me interesaba por Colino ―el agente se tocó la nuca dubitativo, mas inmediatamente se lanzó adelante con un discurso apresurado. ―Tenga en cuenta que debe elegir entre la verdad y su vida ―al ver la cara de extrañeza de ella se atascó. ―No, no quería decir eso, o no ahora. Es que, verá, he observado que lleva una existencia totalmente dependiente de su marido. Apenas hay nadie fuera de él. De hecho, usted casi no sale de casa.
―Estoy aguantando aquí por respeto a la autoridad que representa. Pero, aun así, no tengo por qué escuchar opiniones y chismorreos, ni siquiera de usted ―Dana empezaba a estar molesta, aunque, de momento, solo por las inconveniencias que acababa de escuchar, no por recelo.
―Ni siquiera trabaja ―Jiménez continuaba en el mismo plan, y, a despecho de su habitual mesura, con cada vez más urgencia por terminar de decirlo. Mientras, Dana cada vez más incómoda porque no lo concluía―. No se relaciona con sus vecinos en el mercado, no habla con nadie, ni se reúne con las amigas, ―la mujer de Colino empezó a arrugar el ceño, pero ya no por lo improcedente de semejantes mamarrachadas, sino porque tanto conocimiento revelaba un preocupantemente exhaustivo seguimiento sobre ella, ―y créame que no tengo nada contra las amas de casa. Pero, incluso para serlo, lleva una vida singularmente dedicada a su esposo.
—Buenas tardes, agente ―Dana se dio la vuelta rápidamente, con más miedo que indignación.
―Creo que huye en la dirección equivocada. Es más, sí que lo debería hacer, pero de él.
Fugitiva veterana de los hombres y conocedora de sus sutilezas, Dana creyó percibir una inquietante sombra amenazando tras la gravedad con que le hablaba aquel tipo. Por eso no dudó que tenía que marcharse, lo que Jiménez neutralizó agarrándola del brazo.
―Me sorprende que nunca buscaras al alquimista —dijo lacónico el agente con pleno conocimiento del significado tras sus palabras.

viernes, 28 de octubre de 2011

Colino y las arañas 17/29

El teniente gruñó algo y mandó a paseo a su subordinado, quien, por fin, pudo salir del despacho con un suspiro de liberación. A Jiménez no le gustaba aquel hombre. Se podría decir que jamás congeniaron. Sus modales maleducados y soberbios se mezclaban muy bien con la actitud despótica de que hacía gala en cada ocasión posible. Jiménez, libre y disperso, había estado gozando de las crepusculares maneras del provecto predecesor del teniente. Cinco felices años de recomendaciones, ligeros reparos y enhorabuenas, trocados a partir de la toma de posesión del actual jefe por órdenes, broncas y silencios.
―¿Ya no me necesita? ―Jiménez había llegado hasta su mesa en donde Dana, la mujer de Colino, aún esperaba tras haber declarado por el intento de asalto de que fue objeto.
―Todo arreglado. Puede marcharse ―el agente acompañó a la testigo hasta la puerta de la comisaría. Una atención por la que Dana no acusó extrañeza alguna.
―Demostró una gran frialdad ante aquel macarra. Es más, creo que no sintió miedo, sino irritación. Créame que los de esa clase no se andan con remilgos. Podría haber sido peligroso ―explicó Jiménez de camino a la calle pasillo abajo.
―No me asuste, que no ha pasado nada ―se quejó Dana, aunque en un tono despreocupado. Luego, algo más interesada comentó: ―ha sido usted providencial, sin duda. Todavía estoy preguntándome cómo apareció.
―Estoy de ronda por aquella zona.
―¿Por algo en particular?
―Sí.
―No será por mí, ¿verdad? ―se interesó Dana con una sonrisa algo forzada, más cerca de la inquietud que de la broma.
―Estoy tras otra persona.

―Repite eso ―le cortó Colino a su mujer.
―Dijo esas palabras, «estoy tras otra persona».
―¿Y después?
―Nada ―la mujer contestó con una despreocupación que contrastaba con el nerviosismo de Colino―, llegamos a la puerta de la comisaría y él se despidió.
―¿Se llamaba Jiménez?
―Sí, un tipo alto, con gabardina y sombrero.
―Hoy la gente no viste sombrero, ―reflexionó Colino acordándose del inspector que le hizo preguntas sobre la muerte de Carmina en el banco. El tipo llevaba en el brazo una gabardina y en el cráneo aquel sombrero clásico, tan llamativo por inusual. Colino empezó a incubar la ocurrencia de que esa "otra persona" a que aludió el policía fuese él mismo.
―No estés tan nervioso. Al fin y al cabo no me sigue a mí ―Dana alteró un poco el tono de voz.
―No entiendes nada porque no eres del todo humana y crees que todos te persiguen ―explotó Colino en un arranque de mal humor. Dana se encogió.
―Los hombres somos peligrosos ―añadió el hombre fuera de sí.
Dana volvió a recordar los hechos que acabaron con la vida de su madre. La herida abierta no cicatrizaría porque nunca había dejado de ser una fugitiva. Su única vía de contacto con el mundo era Colino, a quien le debía todo. Para empezar su libertad, o lo que quiera que fuera. Pero eso la obligaba a estar a merced de él.
―Entonces, ¿qué hago?
―Evítale, no hables con ese tipo. Si te llama, no le contestes. Si te pregunta, dile que hable conmigo.
Dana se obligó a levantar la vista. Estaba cansada de pensar, de prevenir, de disimular, sorteando a personas que, como aquel policía, fueran curiosas. Se había pasado la vida buscando un ser que la acogiera sin preguntas. Las preguntas socavan la solidez. Son azadones y picos que abren las paredes, los muros que nos protegen, e incluso afectan a los cimientos de la persona. Colino nunca había hecho preguntas, hasta que por un increíble arranque de mal humor, ella se descubrió. Ahora no podía huir de él. De hacerlo, estaba segura de que sería capturada. Por eso debía acatar la voluntad de su marido, sacrificando la propia.

lunes, 24 de octubre de 2011

Colino y las arañas 16/29

El hombre, poco a poco, volvió de sus pensamientos, atrapados muy lejos de allí, hacia la voz de su mujer que yacía al lado.
―Fue camino del súper. Atajé por el descampado.
―Te he dicho mil veces que es peligroso ―Colino hablaba maquinalmente, como si hubiera puesto en marcha una grabadora y repitiera un imperativo por enésima vez.
―Tenía prisa ―se defendió ella con cierta ironía.
El descampado era un enorme solar en donde algunos restos de edificios servían de polo de atracción a grupos de gente de muy diversa clase: drogadictos, jóvenes de botellón, desamparados, quinquis y demás hermandades. Algunas veces se producían asaltos y violencias y por ello la gente que conocía la zona procuraba evitarlo. Pero naturalmente la mujer de Colino no encajaba en lo que sería una ciudadana inofensiva.
―¿Te asaltaron? ―preguntó él, con cierta pereza, arrastrando la frase.
―Pues sí ―sonó entre preocupada y aturdida.
Algo en el tono de voz de ella alertó a Colino que se dispuso a escuchar atento.
―Creí que les había dado esquinazo ―se explicó Dana.
―¿Te persiguieron, entonces?
―Me oculté tras una pared, pero no sé cómo uno de ellos me encontró. Y yo no supe qué hacer, me tapaba cualquier escapatoria.
―¿Lo mataste? ―A Colino le tintineaban los ojos con un brillo salvaje.
―No..., no ―se apresuró a contestar. ―Apareció alguien.

―A ver, Jiménez, a ver si me aclaro. Usted está seguro de que Colino tiene que ver con la muerte de su compañera de trabajo. ¿Cómo se llamaba...? Ah sí, Carmina. Y lo que me propone es vigilarle. Explíqueme ―el teniente mascaba chicle despreocupado ante el impávido rostro del agente de policía Jiménez, sentado en la crujiente silla frente a su superior.
―En el interrogatorio, yo vi algo ―empezó el aludido.
―No me venga con bobadas. Eso fue hace dos días y no sacó nada ―ante la expresión de suficiencia de Jiménez, el teniente cedió: ―muy bien, ¿quiere decirme qué vio durante el interrogatorio para ser tan concluyente? ―En el despacho no había nadie más, de modo que Jiménez no tenía por qué andarse con pudores.
―Ese tipo es demasiado cumplidor.
El teniente dejó de mascar chicle y no parpadeó durante un minuto, digiriendo el irrelevante juicio de su interlocutor.
―¿Que es demasiado cumplidor? ―rugió incrédulo el teniente interrumpiendo su meneo mandibular. ―¿Me está tomando el pelo?
―No ―mintió Jiménez, quien se encogió de hombros para quitarse de encima la necesidad de añadir un auténtico razonamiento a su aserto. Los dos hombres se conocían desde hacía tiempo como para andarse por las ramas.
―Jiménez, ándese con más ojo y salga ahí fuera a husmear, que esto está en pañales ―el aludido se dio la vuelta deprisa dirigiéndose a la puerta del despacho. ―Ah, y qué historia es esta del pandillero que asaltó a la mujer de Colino. ¿Cómo es que estaba usted, casualmente, tan cerca?
La mano impaciente de Jiménez se quedó con las ganas de agarrar el pomo para salir.
―Bueno, ya le he dicho que Colino está en el meollo del asunto. Había empezado a vigilarle. Así que patrullaba por su domicilio.
―¿Antes de consultarme?
―Algo de iniciativa se me permitirá ―se defendió Jiménez.
―Aquí se hace lo que digo yo, y mucho cuidadito ―el teniente apuntó con el dedo al otro quien, a pesar de aquel gesto intimidatorio, ojeaba aburrido el repugnante cenicero atiborrado de chicles usados.

viernes, 21 de octubre de 2011

Colino y las arañas 15/29

―¿Qué tal el trabajo? ―preguntó ella, por fin, interrumpiendo una melodía de moda en la radio.
―Tengo algún problemilla ―resopló Colino.
Dana dejó todo lo que tenía entre manos para volverse con los cinco sentidos hacia su maridito. El fogón, bajo la olla, cocía un guiso de costillas que pedía a gritos acometerlo.
―El jefe, ya sabes, con su mandar mucho y no dejarme en paz.
―¿Y sufres mucho? ―ella puso cara de honda preocupación. Colino no sopesaba el grado de disgusto que su esposa alcanzaba por sus melindres.
―No quiero hablar de eso ―si Dana hubiera sido una madre habría descubierto que su hombre estaba mimoso.
Volviéndose hacia la cocina, continuó manipulando la cuchara de madera. Al cabo de un rato, Colino se acercó y la avisó de que la cebolla se estaba quemando.
―No quieres hablar de tu jefe pero te pones triste, y me disgusta que estés triste ―ella ni siquiera parpadeó ante la mengua del estofado
Él tardó en contestar. De la mirada de Colino era difícil deducir pues siempre andaba como divagando en otro universo, puede que el suyo o puede que viendo fantasmas ahí fuera. Colino, entonces, manipuló su expresión para componer un gesto heroico.
―No importa ―suspiró con una contención falsa. Realmente tener en suspenso a su bella mujer le infundía ánimos, aunque aparentara estar dolido.
―Seguro que sí. Y no me lo quieres decir. Si pudiese hacer algo, cariño ―Dana desconocía que a esas horas, en todos los hogares, sucedíase una queja, si no exactamente igual, parecida contra la población de jefes y superiores jerárquicos del mundo. Ella, tan aislada, tan arraigada a la casa que no gustaba de conversaciones con otras personas, ignoraba la escala de jerarquías en que discurre la vida de los seres humanos. Muchas veces él gustaba de hablar sobre la similitud entre el mundo de los hombres y el de las hormigas, haciendo paralelismos entre la organización férrea de los insectos y la de las personas: "Las hormigas vencen por orden, como nosotros", pero Colino también revestía esas explicaciones con circunstancias no muy positivas: "el orden sirve para empujar al progreso, y los individuos sueltos que no cooperan son aplastados por la masa que avanza". Naturalmente, venirle a Dana con el ejemplo de las laboriosas hormiguitas era perder el tiempo. Para ella, esos pequeños bichos de menos de ocho patas y amigos de grandes aglomeraciones distaban de ser ejemplo de nada. El de la mujer de Colino era un mundo individual donde solo existían su guarida, los peligros y la comida, nada más. Jerarquía y orden le eran conceptos ajenos.
Así pues entre que no entendía las complejidades del trabajo en equipo y que se había pasado bregando toda la tarde para satisfacer a Colino, comenzó a alumbrar un cierto odio hacia el dichoso jefe que aparentemente hundía a su marido en la melancolía. Pero Dana no estaba dispuesta a que ningún asunto se llevara sus esfuerzos a la basura. Así que intentó hacerle hablar, procurando, al menos, que el hombre se desahogara en su regazo.
Naturalmente este tratamiento era justo lo que él necesitaba, una droga que le volvía codicioso, y despertaba más y más sed de atenciones. Todo le parecía poco al bancario avaricioso. Así que, con cruel afectación, simulaba su impotencia y tribulación, para recibir el deseado caudal de Dana. Colino respondió finalmente a tantos cuidados y se puso a contar sus cuitas por el tan absorbente director. No paró de hablar, allí sentado en la banqueta, hasta que la cena no estuvo hecha. Luego comieron.
La mujer no se había ataviado especialmente. Mallas y una camiseta vieja ceñida, el pelo corto, todo de andar por casa. No le hacía falta cuidarse mucho de su indumentaria para requerir toda la atención de los hombres. Al poco, él acabó enredado en los labios de su atractiva esposa.

―Cariño ―dijo ella.
Colino no tenía ganas de contestar. Después de amarse, había quedado con la mirada perdida en el techo enhebrando hilos deshilachados de su pensamiento.
―Esta tarde casi, casi me descubren.

miércoles, 19 de octubre de 2011

Colino y las arañas 14/29

Colino llegó a casa puntual, como siempre. Él no se andaba con autoexigencias ni entusiasmos serviles a la empresa. Las siete marcaban el final de la jornada laboral y eso era sagrado.
Habían pasado dos días desde la visita del agente Jiménez y no habían vuelto a saber más de él. No es que el silencio trajera malos presagios, pero casi. Por más que el policía insistiera en tranquilizarlos asegurándoles a todos que se trataba de rutina, imponía respeto hallarse incurso en un procedimiento criminal por el asesinato de Carmina ―la policía ya daba por hecho que la compañera de Colino no se precipitó al pozo negro por accidente―. Además, tanta frialdad por parte de los agentes, tanto distanciamiento le ponían nervioso. Parecían entomólogos diseccionando un bicho.
Ya en el garaje recibió el potente olor a guiso. Era promesa de un recibimiento caluroso. Justo lo que necesitaba después de pasar todo el día encajado entre las relaciones anónimas y frías del trabajo. El trato no familiar con extraños erosinaba sus cualidades sociales, lo teminaba por desgastar. Un esfuerzo en el que él se echaba a un lado, apartándose del camino para crear un pasillo de cordialidad falsa por donde asomarse hasta el prójimo. Era agotador. Por ello miraba tanto la inversión de simpatía hecha en los demás: naturalmente con el objetivo de recuperarla.
Pero la energía para sostener ese constante esfuerzo no aparecía de la nada. Colino no lo sabía, pero en realidad todo ese caudal de fuerza procedía del amor de su mujer, de su entrega. Sin esta aportación el empeño del hombre se quedaba sin combustible que lo empujara. Sin caricias ni atenciones sus reservas se acababan, y la única madera por quemar ya era él mismo, su optimismo, su vitalidad. Pero eso solo servía para una urgencia.
Junto a la puerta de entrada, irrumpía de la pared un perchero con cuatro colgaderos. A los invitados les llamaba la atención la forma de las perchas. Parecían huesos. La mujer de Colino explicaba que se trataba de inofensiva madera tallada, pero a nadie le satisfacían sus palabras. La gente que entraba miraba aquellas protuberancias con disgusto y pasaba adelante sin colgar los abrigos en la esperanza de que el resto de la casa no arrojara sombras tan siniestras como las que aquellos dedos alargados del perchero dibujaban en la pared a la luz de las bombillas.
Al querer colgar su gabán, Colino se encontró con una desagradable sorpresa. De los cuatro ganchos, solo el de la derecha estaba ocupado por la prenda amarilla de su mujer. Todos vacíos salvo uno, el que le pertenecía a él. Emitió un graznido desagradable y, a continuación, colocó aquella cazadora invasora, sin mucho cuidado, en el hueco libre del lado izquierdo.
Dana llevaba trabajando en la cocina durante toda la tarde. Quería dar una alegría especial a su marido que tantos trastornos y cambios había recibido durante los últimos días. Colino formaba parte de su hogar, y ella guardaba su hogar. Lo protegía y, a su vez, se protegía en él. El exterior consistía en una amenaza, un sobresalto continuo e incontrolable. Su guarida, en cambio, no albergaba imponderables. Las sorpresas habían llegado a disgustar profundamente a Dana. Tantas sufrió en su vida y tan funestas que terminó por detestar cualquier sospecha de una. Así que Colino merecía un trato preferente, tanto por constituir una parte más de su refugio, como por ser la pantalla humana contra ese mundo humano, extraño y oscuro, que tramaba amenazas insospechadas a cada instante.
El gruñido de Colino, nada más entrar por la puerta, trastocó los planes de la ejemplar esposa. Dana, siempre pendiente de su marido, intuyó la causa de su disgusto. Cuando vino con la compra, con prisa como siempre que subía de la calle, no reparó en dónde colgaba la cazadora. Ahora lo imaginó: en el sitio equivocado. Una jornada feliz no podía empezar mal, y ella bien sabía lo que desagradaba a su marido encontrar ocupada la percha del lado derecho. Ya le conocía lo suficiente para saber que no era capaz de dominar sus prontos, más bien le dominaban a él. Así que para sosegarle, salió al pasillo. Pero ya era tarde. El hombre apretaba con demasiada fuerza el gabán al colgadero.
―Siempre que me tengo que encontrar ocupada la del lado derecho ―exclamó con un gruñido.
―¿Qué más te da?
―Es muy ancho mi abrigo y ocupa más. La puerta lo roza justo en las costuras de la manga.
Dana se quedó callada unos instantes. Meneó la cabeza resignada, y abriendo una amplia sonrisa le reconvino con cariño: ―algún día ese genio tuyo va a hacerte daño.
―Pero el abrigo…
Dana no se arredró. Muy segura de lo que hacía, se abalanzó sobre él y cubrió su mejilla con un beso lleno de amor. Aunque renegara, el bancario lo estaba anhelando. Bastó esa feliz explosión y todo volvió a ajustarse, sus niveles de vitalidad se colmaron, regresó el equilibrio. El caos percheril con los abrigos, o cuanto trajera pegado de fuera, cualquier sinsabor, duda, miedo, desaparecieron en ese instante. La familiaridad y afecto que le demostraba su esposa constituían su principal haber. Si Colino manejaba las deudas de bondad de sus compañeros de oficina, él se sentía en deuda con el cariño que le suministraba su mujer, derramado con tanta munificencia como el de una estación de servicio inagotable y gratis.
―He hecho una cena muy rica para ti.
La cara de la esposa estaba iluminada por una sonrisa abierta y franca, un prodigio de verdad. Nada en aquella luminiscente pureza denotaba algún estigma mal borrado de su esencia espuria. No había sino que asomarse a sus ojos rebosantes de sincero afecto para confirmarlo.
―¿Qué tal, maridito, en el trabajo?― pero antes de que él contase nada, ella le obsequió con la lista de sucesos corrientes de la jornada. Un rito solo interrumpido durante unos días en que se quebró la convivencia entre los dos, tras el “descubrimiento” por Colino de la naturaleza arácnida de Dana. Unos días de silencios que, si fueron duros para ella, él no los recordaba, huérfano del energético cariño de su esposa, como un camino de rosas. Pero eso ya era pasado. Las costumbres de siempre tomaban el ritmo del hogar, y, entre ellas, la de referir el diario. Su importancia era desconocida para él, pero, dado lo incansable de la dedicación, a su mujer le tenía que parecer fundamental. Consistía en que todas las tardes, al volver de la oficina, ella le presentaba la relación completa de lo que había hecho, no olvidando nada, ni lo más nimio. Tan por menudo lo contaba que podría ser hasta aburrido, e insistía una y otra vez hasta hallar la complacencia de él, su aprobado a cada acción que hubiera ejecutado durante el día. Exigiéndole una y otra vez que le señalara el menor descuido, la menor desviación en su comportamiento que se saliera de los cánones normales, lo que todos los humanos entendieran por una conducta humana vulgar y corriente.
Él prestaba atención al discurso de su esposa limitándose, de vez en cuando, a musitar algo, a soltar algún bufido de acompañamiento o un "bien" para afianzar. No más que lo que siempre hacía. Dana necesitaba saber con total seguridad que no se había traicionado incurriendo en algún descuido “extraño” que denunciase su esencia de araña. Ella necesitaba recibir su beneplácito y le prodigaba afecto, que a él tanto bien le hacía. Colino proporcionaba a Dana la seguridad de interponerse ante el universo de los hombres. Uno y otro sumaban fuerzas con que mantener incólumes los lazos que los unían.

domingo, 16 de octubre de 2011

Colino y las arañas 13/29

―Sr. Colino, ¿verdad? ―El policía de más edad, aún no muy convencido de la calidad con que el director desempeñó la comisión mensajeril, fue quien rompió el silencio.
―Sí, así es ―contestó el bancario. El brillo de su frente no pasó inadvertido a los dos interrogadores. Pero, como constatarían según avanzaban con el resto de trabajadores, no se trataba de ningún signo especial de nerviosismo.
―Soy el agente Jiménez y este mi ayudante―. Tras un frío vacío prosiguió ―le vamos a hacer una serie de preguntas que luego repetiremos a sus compañeros. El hecho de que sea el primero es totalmente casual.
Colino miraba inquieto a un lado y a otro. Sobre todo a la puerta, por donde acababa de entrar. Un tic instintivo, dadas las condiciones. Aquella ratonera donde le habían metido habría espantado hasta al menos pusilánime. Colgaba del techo una bombilla desnuda de vacilante brillo que apenas alargaba su luz a las cuatro esquinas. De esta miserable claridad venían toda una serie de espectrales visiones: los bultos en el suelo, sábanas sucias arrebujadas, un palé destartalado, fregonas, algunas rotas, y sobre todo botes, muchos, de colores vivos que dejaban en el suelo el cerco propio de su contenido, que no podía ser sino cualquier sustancia para limpieza. Tanto producto derramado impregnaba al ambiente de irrespirable atmósfera. Colino se preguntó si aquellos vapores serían inflamables, y si la bombilla, a pesar de su pobreza, no iniciaría la ignición. Sin duda el bancario estaba asustado, pero hubiera sido injusto acusarlo de flaqueza.
Delante de él, como flotando, le contemplaban dos desconocidos. El más viejo tenía una cara completamente insulsa. Colino podría estar memorizando esos rasgos durante una hora, que al minuto siguiente los habría olvidado. Lo único llamativo de él no venía de la fisonomía, sino de su indumentaria. Cubríase la cabeza con un sombrero clásico, un complemento hoy en día en desuso pero que, por lo visto, a aquel tipo le encantaba lucir, incluso en aquel antro.
El otro, el joven, parecía alguien en plena forma, el producto recién licenciado de la academia. Un muchacho de aspecto sagaz y autónomo, pero aún con la dentadura de leche a juzgar por la de veces que miraba de reojo a su superior, como si pretendiera con ello absorber su juicio por los ojos. Risueño y aparentemente superficial, sorprendían sus análisis en los que demostraba una gran capacidad para la observación. Hacía poco que recaló en la unidad. Quizá por ello a nadie extrañó que terminara de paquete del más veterano, Jiménez; al fin y al cabo, se pensaba, muchos bisoños lo hacían, arrimarse a las faldas de una mamá. Sin embargo, esta elección no era un capricho de novato al caer en un sitio desconocido. Jiménez era uno de los agentes menos amonestados en el cuerpo, uno de los policías más irreprochables. Respecto a su eficacia, el expediente laboral no contenía nada especialmente destacado, fracasos y victorias se repartían como en otros agentes. Era, sin duda, el policía más discreto, menos llamativo de la ciudad. Y el novato quería aprender el oficio de alguien como él, no de los ganapanes con que inició su carrera, en misiones de paz lejos del país. En la hoja de ingreso del joven ya figuraba bien clarito su querencia por Jiménez. El desagradable teniente no puso reparo alguno a los deseos del muchacho, tal vez pensando en la faena que le haría al solitario agente del sombrero.
El agente más viejo tiró hacia atrás una banqueta sin medio respaldo y se sentó ante el bancario. A la lógica pregunta de dónde estuvo el día que murió Carmina, Colino contestó que eran horas de oficina, y que eso era sagrado.
―Ya, ya sé. Entonces estuvo aquí hasta las...
―Si salgo antes de las siete, el reloj me delata y me echan la bronca. Y a mí no me gusta que me la echen por nada del mundo. Ante todo he de cumplir.
―Bien. Lo tomaré como contestación. Y... una última, ¿ha notado algo raro últimamente en algún compañero?
―Pues no tengo ni idea, señor. Yo me limito a sentarme y trabajar. No voy por ahí chismorreando. De hecho apenas me preocupo por los demás.
―Entiendo. Algo así como si no viera a nadie cuando llega a la mesa, ¿verdad?
―Colino afirmó con la cabeza―. Pero usted sabe que no está solo. De hecho, me ha sorprendido lo aprovechado que tiene su jefe el espacio. Apenas hay sitio para pasar entre mesa y mesa. Tanta aglomeración no deja lugar para la intimidad.
―Mi jefe tendrá sus buenas razones.
Jiménez se quedó mirando a los ojos de Colino como si no creyera lo que acababa de oír.
―Es muy cumplidor. Pero tranquilo, yo no soy amigo de su jefe ni de ningún compañero. Hago una investigación.
―Y yo le repito que mi puesto es una isla en medio de la nada. Jamás hago preguntas personales a nadie, ni siquiera sé si mi vecino de despacho está casado, o si tiene hijos. Mucho menos voy a enterarme de si viene llorando o riendo porque le tocó la lotería o se le murió el burro. Soy un perfecto trabajador que ficha, ejecuta, obedece.
―Pero dígame, si no es indiscreción ―el policía estaba más que acostumbrado a tratar con gente crispada, como ya lo estaba Colino―, ¿no siente algo más de simpatía, digamos una predilección especial, hacia alguno de sus compañeros?
―Soy un buen tipo, señor, de verdad.
Una vez salió el protagonista del primer interrogatorio, Jiménez, el mayor de los dos agentes, tomó la lista e hizo un tachón en el nombre que la encabezaba, quedándose mirándolo un rato, suspenso. Junto al de Colino, como en el resto de empleados, figuraba el nombre de su mujer, en este caso Dana.
―Los chicos de documentación han hecho un buen trabajo sobre esa lista, ¿eh, jefe? ¡Todo en un tiempo récord! Ahí tiene dirección, teléfono, seguridad social, si están casados o no, nombre del cónyuge..., no se quejará.
Jiménez seguía en su actitud ausente.
―¿Ha visto algo raro en este tipo? ―el ayudante estudió el lápiz en la mano de su superior. Golpeba la hoja con impaciencia.
Jiménez apretó los labios. Saliendo de su ensimismamiento, prefirió no compartir sus pensamientos con el joven ayudante: ―bien, preguntaremos si alguien más apoya la coartada y también pediremos a recursos humanos una relación de la hora de salida ―luego, el agente suspiró e hizo seña al joven para que llamaran al siguiente.
―Calma jefe, ―animó el ayudante, encaminándose a la puerta, con una sonrisa de comprensión ―que queda la tira de trabajo todavía.

viernes, 14 de octubre de 2011

Colino y las arañas 12/29

La oficina a esa hora de la mañana sonaba a máquina perfecta. Ruido de teclas y vaivén de sillas rodantes, susurros pocos y fugaces, que ni a propósito para una biblioteca. Todo el mundo se movía con eficacia milimétrica sin perder tiempo en pasos casuales. Con depurada coreografía aquel compenetrado cuerpo de baile haría las delicias del más puntilloso administrador.
Colino disfrutaba durante esas dos primeras horas. Había tranquilidad, y nadie se acercaba a importunar. Además, no era cuestión de despreciar las posibilidades de evasión representadas por los grandes ventanales, hacia donde sus ojos echaban esporádicas miradas. Si bien su mesa no se apoyaba contra el vano, pues había dos filas de escritorios interpuestas, no obstante la altura del piso permitía contemplar una reparadora panorámica de los tejados del centro urbano. El sol tendido de invierno atravesaba de parte a parte la oficina arrollando con su pureza todo a su paso. A Colino tal avenida le lavaba el espíritu hasta sacar, incluso, brillo a sus pensamientos.
Un palmetazo en la espalda lo sacó bruscamente de la burbuja y una voz, nunca bienvenida por disponedora, disparó sus nervios. Era el jefe. El que trataba siempre de hacerse simpático, el que engañaba con sutiles halagos y sonrisas para colar alguna tarea estúpida. Su espíritu risueño a esa hora de la mañana no presagiaba nada bueno.
–La policía está preguntando por ti, Colino. Es por lo de la muerte de Carmina, pero no te asustes, que el asunto no es solo contigo. Van a interrogar a todos. Será mejor que vengas a mi despacho, machote –la expresión del tipo, de exultante alegría, transparentaba el alborozo con que ejercía la función de mensajero. Los agentes le habían comentado, la víspera, que se pasarían para llevar a cabo una serie de interrogatorios entre el personal. Lo que no se esperaban fue la actitud tan dispuesta del jefe de Colino, quien no dudó en poner su propio despacho e incluso su persona al servicio de los funcionarios policiales.
  –No, no, faltaría más –se opuso el tipo a que usaran cualquier otra dependencia–, no permitiré que mi personal se alarme. Imagínense qué revuelo se armaría si ustedes fueran por ahí llamando. Me dicen a quién quieren preguntar y yo se lo traigo.
Y dicho y hecho, el jefe fue a por Colino, el primero de la lista. Venía, con él detrás, casi como si custodiara a un detenido. Una vez rendida su misión ante la autoridad y, pensándose parte del dispositivo, se sentó en una silla para asistir al cuestionario. Ahí se torcería todo. Entusiasmo y colaboración se disiparon rápidamente en cuanto la policía lo echó al pasillo. Entonces empezó a quejarse del mucho trabajo, el poco tiempo, sus graves compromisos de dirección y, claro, a todo esto el despacho convertido en sucursal de la jefatura.
Los agentes comprendieron la inutilidad de oponerse a la pretensión y cambiaron de sitio su sala de interrogatorios. Se allanaron a lo que les ofrecieron: un cubículo interior, caluroso, sin ventanas, como la antesala de una prisión. Se trataba del garito donde al personal de limpieza se le había sepultado, contraviniendo las más elementales prevenciones del sentido común. Allí se hermanaban los productos más corrosivos y olores irrespirables con la ropa de calle de los trabajadores. La policía hubo de mirar a otro lado para no denunciar a las autoridades sanitarias el despropósito.

lunes, 10 de octubre de 2011

Colino y las arañas 11/29

A pesar de lo que pareciera, dado el número de horas que Carmina hacía por de más, no se trataba de una trabajadora con un alto compromiso hacia su empresa, sino de una mujer muy exigente consigo misma. Para el caso, al jefe tanto le daba, pues el resultado era que Carmina trabajaba más que nadie, y solía ser la última en abandonar la oficina. En invierno, esa tendencia se convertía en uso y la mujer fichaba ya a las nueve a diario.
Aquella jornada comenzó mal para la secretaria. Por la mañana, cuando alargaba el brazo para agarrar una media naranja díscola que salió rodando hasta el rincón del lavaplatos, le salió a su muñeca una enorme araña negra y peluda. Sintió las pisadas del arácnido en la piel, pisadas racheadas que tan pronto acariciaban amenazantes como se perdían en la quietud de una pausa. De la repugnancia, hubo de acudir a calmar el ahogo de estómago al baño.
Acodada en el inodoro ante el horizonte de cerámica que se abría bajo su nariz, dio en pensar en los síntomas de una picadura. De pequeña ―un recuerdo mordiente que le creaba inseguridad y temor―, su padre le insistía que se guardara de las avispas o las abejas cuyo veneno le podría acarrear mucho mal. De la madre no llegó a recibir el abrazo protector por tanta incertidumbre, de hecho apenas le quedaba nada de ella, tan solo la fragancia a ropa limpia. Su madrastra, al contrario que su progenitor, no le amonestaba nunca por las picaduras. Indolente en el sillón desde el que esparcía su olor a rancio, aquella mujer se quedaba observando a la chiquilla con una mirada fría, sin pasión, y la niña Carmina nunca encontró consuelo en ella por el pavor que le inspiraban los himenópteros. Desde entonces no sufría a los bichitos, con sus patas, sus antenas bailando, sus cuerpos articulados, sus ojos fríos. Los aborrecía y le producían terror, más aún, eran lo único de lo que se asustaba.
Tras el incidente doméstico llegó al banco. Todavía, Carmina, iba lamentándose del recuerdo de aquel arañón pegado a su mano. Una mancha negruzca, enfermiza, sobre el color blanco de su piel. Una visión ante la que no podía evitar sentirse frágil, totalmente expuesta al mal, a cualquier mal. Se decía, por darse ánimos, que aquel bichejo no representaba peligro alguno ―que si la diferencia de tamaño entre ella y él dónde iba a parar, que si de un manotazo lo despachaba, y así― pero, a pesar de sus esfuerzos por tranquilizarse, entró en la oficina más desmayada que estoica; sin fuerzas para saber contenerse. La primera persona del trabajo a la que vio, nada más iniciar la jornada laboral, fue al odioso adulador aquel, Colino, «baboseando alrededor del jefe».
—«Nunca se corta, es increíble» ―pensó, asqueada, sin disimularlo en su rostro. ―«Seguro que ahora lo intenta conmigo» ―se dijo al cruzarse con él.
Podría haber evitado la presencia del compañero, pero prefirió aquel camino a su mesa. El hombre no giró la cabeza, ni siquiera saludó. Ella continuó adelante, extrañada de la indiferencia.
—«No sé. Está desconocido esta mañana. Actúa como si yo no existiera». De todos modos, el incidente de la araña en el desayuno no la permitió un minuto de serenidad. Así que, pidiendo permiso al jefe, no esperó a la hora. Se marchó antes de las siete. Alguno, acostumbrado a su celo por el trabajo, sí se lo afeó irónicamente, pero ella ignoró cualquier cosa que no fuera la puerta de salida al garaje para tomar su coche.

El cadáver fue rescatado de las inmundicias con una grúa. Su coche, con ella dentro, había caído en un pozo negro. Nadie se opuso a usar la máquina: tal era el hedor y putrefacción que reinaba en la fosa séptica. La autopsia no determinó más que una muerte por causas naturales, pero no por asfixia. La víctima no murió ahogada en el espeso brebaje de sedimento humano. Antes de que se le encharcaran los pulmones ya había fallecido. Un paro cardíaco fue lo que se la llevó al otro barrio, y bastantes referencias de lo que lo causase daba el rictus de sublime asco y horror cincelado en su rostro. Carmina buscaba el perfeccionismo y encontró su final por la puerta trasera de la civilización.