jueves, 15 de diciembre de 2011

La boca

Eloísa, a la que todos llamaban simplemente Isa (la pequeña lo aceptaba a regañadientes y, desde luego, se negaba a contestar al nombre de Elo), subió corriendo al castillo que dominaba su pueblo. Lo hacía todos los días. Desde allí alcanzaba a ver toda la vega. Tierras granates, rojas, otras verdeadas por los retoños sucedíanse interrumpidas por setos de zarzas, o por choperas que, a esas alturas del año, parecían helados de limón en racimos. Permanecía durante un rato mirándolo todo, con la mano estrechando la chaqueta a su cuello para protegerse del airón. Después se daba la vuelta y bajaba otra vez hacia su casa, dejando atrás los solitarios muros, cada vez más invisibles mientras iba cayendo la noche. A su madre no le gustaba que hiciera eso, pero hubo de ceder porque la pequeña lloraba mucho si se lo prohibían.
De la vieja fortaleza tan solo quedaban ya los muros exteriores y la base de la torre. Aún así, cuando uno levantaba la vista desde el camino de subida al pueblo, maravillaba contemplarla. Tenía todo el aspecto de un auténtico castillo medieval, y seguía dando impresión verlo posado en la cima de la montaña, como si fuera una corona de almenas. Bueno, una corona era lo que decía Isa, porque Aurelio lo encontraba más parecido a una boca siempre abierta, y las almenas los dientes. Por eso Aurelio no subía nunca al castillo, por temor a que la boca le comiera.
Aurelio era el más listo del pueblo, aunque tardó un poco en espabilar sus dotes. Al principio se destacaba bien poco en los números y en las letras, no sucediendo lo mismo con el dibujo, terreno en donde enseguida sobresalió. Uno no sabía cómo, pero el chaval sacaba a papel y lápiz, sin practicar apenas, lo mismo un botijo que unos ojos. Eso sí, nunca seres vivos enteros. Decía que para eso tenía que mirar mucho si lo quería hacer como debía.
Poco a poco, mientras cogía confianza con sus compañeros, Aurelio fue destacando también en el resto de los estudios. Tanto, que la maestra se quedó maravillada. "Ese talento se desperdiciará en el pueblo", había llegado a decir la profesora a los padres, quienes, orgullosos de su hijo, decidieron que el chico tenía que seguir estudiando. El problema era que no había ningún sitio cerca, y los que había resultaban muy caros. Encontraron un seminario, bastante lejos del pueblo, y allí fue a donde pensaban mandar a Aurelio. Lo hicieron porque creían que era lo mejor para su hijo, que allí aprovecharía mejor su inteligencia.
Pero al chico no le gustó nada la idea. Cogió tal tristeza que se pasaba los días sin estudiar ni pintar, las dos cosas que más alegre le ponían. Solo lloraba y lloraba. Tampoco comía. Salía a caminar por los alrededores como ánima en pena, con las manos en los bolsillos, la cabeza gacha, sin compañía de los demás chavales del pueblo. Los padres, preocupados, trataron de hablar con él, pero su hijo no contestaba. De todos modos, no cambiaron de idea sobre lo de mandarle al seminario.
―Ya se le pasará la llantina ―pensaron, creyendo que en el futuro, cuando Aurelio se hiciera adulto, les agradecería la decisión.
Isa se lo encontraba a veces ―cosa para admirarse― arriba en el castillo, apoyado en las almenas; mirando hacia abajo pero no por admirar la belleza del paisaje, como hacía ella misma. De hecho Aurelio no veía nada, pues únicamente pensaba, y, además, no quería estar alegre. Isa trataba de animarlo, pero tarea inútil. El otro no respondía, sino que se giraba hacia ella, y con un suspiro echaba a caminar hacia el pueblo. Que no para volver a casa, sino a seguir trotando por ahí.
Un día, al caer la tarde, cuando en sus casas las familias se reunían en el comedor para la cena, los padres de Aurelio echaron en falta a su hijo. La mujer tomó su pañuelo y recorrió el pueblo, entrando a preguntar en cada hogar.
―¿No está con vosotros?
Y le contestaban que no.
―¿No le habréis visto? ―insistía a continuación, pero nadie se lo había encontrado. Ni siquiera Isa en su diaria visita al castillo.
La madre volvió a casa toda preocupada.
―A ver si se ha caído al pozo ―dijo hecha un manojo de nervios.
Los antiguos defensores del castillo podían sentirse seguros de no quedarse sin agua en caso de ataque exterior, pues dentro de sus muros disponían de un profundo pozo. Lo protegieron levantando, con piedra tallada, un brocal para evitar accidentes, pero el tiempo y el abandono terminaron por dañarlo de modo que, en algún punto, se había venido abajo.
El padre descolgó una larga cuerda, que se puso al hombro, y ambos, marido y mujer, emprendieron la subida a la vieja fortaleza. Tuvieron que hacer el camino guiados por la luz de una potente linterna pues era ya de noche. Mientras recorrían el sendero, oyeron las voces de sus vecinos que, también preocupados por la suerte de Aurelio, tuvieron la misma ocurrencia. Así que, arriba, los padres del muchacho no estaban solos.
Pero no encontraron a Aurelio. Lo único que veían era el negro hueco del pozo que se perdía hacia abajo, hacia las profundidades de la montaña. Gritaron el nombre del muchacho, menearon las luces, golpearon con palos para hacer ruido. Nada ni nadie contestó. El padre se descolgó con la cuerda para buscar en el fondo. No vio indicio alguno que le infundiera ánimos. Estuvieron un rato más hasta que algunos dijeron que había que buscar en los alrededores del pueblo también, no fuera a haber tenido una mala caída y no pudiera levantarse por haberse roto algo. Dicho y hecho, los hombres y mujeres comenzaron a rastrear esa misma noche.
A Aurelio no lo hallaron, ni esa noche ni después de varios días. Por mucho dolor que causara a sus padres, llegó un momento en que le dieron por muerto. Isa seguía subiendo a la fortaleza, como siempre. Aunque ahora no lo hacía con tantas ganas, pues estar arriba le recordaba a Aurelio. Fue allí la última vez que lo vio.
Un día, apoyada en la almena a resguardo del aire, oyó unos ruidos extraños. Se volvió. Venían del pozo. Al principio se asustó mucho porque parecían unos suspiros. Isa, como todos los críos del pueblo, había escuchado, durante las noches de invierno, las historias que se contaban junto a la lumbre. Sobre todo aquellas que hablaban de los antiguos templarios que vivieron en el castillo. Personajes mitad monjes, mitad caballeros, llegaron a tener mucho poder y riquezas. Pero sufrieron un final trágico: murieron dentro de la torre en un incendio provocado por el rey, deseoso de quedarse con los tesoros guardados en los sótanos de la fortaleza. Desde entonces, se dice que, en noches de viento norte, sus fantasmas vengativos despiertan en sus tumbas y salen, envueltos en desgarrados sudarios, a pedir justicia por su terrible muerte. Recorren los cerros gimiendo por los tesoros que les fueron robados. Sus gritos resuenan entre las calles, se cuelan por las ventanas y las chimeneas hasta el interior de las casas. Los niños se arropan bajo las mantas para no oírlos, y a los adultos se les ponen los pelos de punta.
Sin embargo el miedo le duró a Isa bien poquito. Aurelio apareció, de pronto, por lo que quedaba de brocal para sorpresa de la chica. Aunque no menor fue la que se llevó él, pues no esperaba encontrarse a esas horas a nadie. Isa bajó corriendo con la intención de abrazar al niño. Estaba radiante de contenta.
―Ssshhhhhhh ―el muchacho mandó callar. Ella no hizo ni pizca de caso.
―Verás lo contenta que se pondrá tu madre ―lo abrazó encantada.
Lo observó mientras tiraba de sus brazos para auparlo. No parecía en malas condiciones. Estaba un poco más delgado y sucio, pero su aspecto no era el de una persona dada por muerta.
Una vez en el suelo, Isa le echó mano a la manga para arrastrarlo hasta el pueblo. Aurelio se plantó. No tenía ninguna intención de seguir a la animosa Isa.
―¿Pero qué te pasa, no quieres ir a casa? ―preguntó ella, medio en broma.
―Pues no.
Isa dejó de empujar.
―Me quieren llevar lejos de aquí ―ante la cara de extrañeza de la chica, Aurelio se lo explicó. Él no quería ir al remoto seminario. Quería estudiar, sí, pero no al precio de despedirse de todo esto, los campos, el castillo, su mamá...
―Pero, ¿qué dices? ―le riñó ella. ―Tú nunca sales de casa pues te pasas el día estudiando, jamás te he visto paseando por las tierras porque te tropiezas, nunca subes al castillo porque te da miedo, y no te dejas besar por tu madre, que yo te he visto. Vamos ya de una vez al pueblo, que seguro que ella está llorando por ti.
―No, me quiere mandar fuera ―se resistió Aurelio.
A continuación, Isa ya no pudo más y le echó a Aurelio la mayor regañina que nunca tuvieron los dos en toda su vida. Pero él era un muchacho terco y no quiso ceder. Es más, trató de convencer a la chiquilla de que colaborara con él. Le rogó que le trajera comida y bebida, y mantas porque hacía frío. Ella, a regañadientes, y viendo que no podría disuadirle, aceptó traerle lo que le pedía.
Aurelio enseñó a su amiga cómo y dónde se había ocultado todo este tiempo. En el pozo, unos metros abajo, había una cámara secreta que se abría al exterior a través de un pasadizo. Este, excavado en la pared, solo era visible empujando una piedra en forma de palanca junto al brocal. Al accionarla, asomaban de la fábrica que revestía las paredes del pozo, unos sillares que, a manera de peldaños, se perdían desde la boca hacia su interior. Los escalones descendían hasta la abertura del pasadizo, que, en principio, no permitía el paso más que a cuatro patas. Luego se ensanchaba en lo que parecía una amplia gruta, bastante alta como para permitir estar en pie. Era un lugar húmedo y frío en el que no se veía nada. Aurelio ya había repartido por toda la pieza varias velas. A Isa le horrorizó el sitio y miró a Aurelio como quien ve a un bicho raro.
―¿Cómo puedes preferir esto a tu casa?
―No tengo casa. Ya te he dicho que me quieren echar.
Isa aceptó hacer lo que Aurelio le pidió. Le trajo comida, abrigos, mantas, y lo hizo tan bien que nadie sospechó. Pero Isa no estaba feliz. Se cruzaba todos los días con la madre de Aurelio, que estaba cada vez más enferma y triste por la pérdida de su hijito. Llegó un día, ya muy avanzado el otoño, que no quiso seguir colaborando con el muchacho. Y, decidida, fue a casa de Aurelio a hablar con sus padres. Ante la puerta, tuvo miedo. Sabía que se enfadarían con ella y que la castigarían. Pero no soportaba ver tan desgraciados a los papás del chico. Isa entró y se lo contó finalmente a la madre. Esta, angustiada y fuera de sí, abofeteó a la niña por haberlo ocultado.
―¿Cómo no me lo has dicho antes? ―pero inmediatamente, arrepintiéndose, la abrazó con fuerza, ―perdona, cariño, has sido muy valiente viniendo a contármelo. Anda, llévame allí.
La madre, rebosante de felicidad, acogió a su hijo entre los brazos y lo besó con todo el cariño acumulado de tantos días de sufrimiento y desesperanza. Aurelio, por su parte, se disgustó muchísimo temiendo que lo fueran a mandar enseguida al seminario. Gruñó y gritó a Isa que era una traidora y que ya nunca le hablaría. La aventura no terminó del todo bien para el terco muchacho, pues una pulmonía casi acaba con él. Pasaron semanas hasta que se curó. Pero no se repuso totalmente. Quedó sordo de un oído.
A Aurelio no le duró mucho el rencor por Isa. De hecho, fueron compañeros de pupitre en lo que quedó de curso, pues ella había perdido, según dijo, su manual de escuela; lo que le costó una buena reprimenda de sus padres. El libro costaba unos cuantos duros y no le pudieron comprar otro.
Años después, Aurelio se casó con ella, y, finalmente, no marchó a estudiar lejos, sino que permaneció en el pueblo, donde se hizo cargo de la hacienda de sus padres. Cambió el cultivo de la ciencia por el de la tierra, y lo hizo bien. Pero siempre le quedó el gusanillo de no haber estudiado. A medida que pasaban los años su biblioteca fue creciendo y creciendo, pues, eso sí, fue un gran lector. Entre libros sus hijos se criaron, y cuando se hicieron mayores, pudieron continuar los estudios sin tener que elegir entre vivir en casa o recibir clases fuera. El pueblo de al lado contaba con un instituto y el autobús venía a recogerlos diariamente. Uno de los chicos prefirió dedicarse a las tierras, pero el otro llegó a la universidad. Se hizo arquitecto.
Cuando Isa murió, Aurelio se sintió muy solo. Subía, de vez en cuando, a la vieja fortaleza, con mucho esfuerzo pues a su edad las piernas no le daban mucho de sí, y desde allí admiraba toda la extensa vega. Un día particularmente ventoso, recordó su viejo refugio, así que, movido por la curiosidad, se acercó a la palanca junto al brocal. La accionó y ¡funcionaba! Al día siguiente volvió con una linterna. Bajó por los escalones perfectamente esculpidos y entró en la gran sala. Todavía quedaban recuerdos de su antigua aventura: unos cabos de vela desperdigados por el suelo que usó para alumbrar la estancia, tres latas de sardinas arrinconadas. No había mucho más. Las mantas y las ropas fueron retiradas; algo, no obstante, llamó su atención. Acercose y comprobó lo que era: un libro que yacía olvidado. Las páginas amarillas y mohosas por la humedad estaban casi en blanco, algunas, incluso, se habían adherido. Se trataba de una vieja enciclopedia infantil. Subió otra vez a la superficie para poder verla a la luz del día. En la portada, a modo de ex libris y escrito con letras bamboleantes de caligrafía infantil, había un nombre: Eloísa.

sábado, 10 de diciembre de 2011

Colino y las arañas 29/29

Jiménez no dejó de pensar en el ayudante el resto de la jornada. Sin embargo no se obsesionó. Con los años, el alquimista había aprendido a ir relativizando las preocupaciones, a que no se enseñorearan de su vida domesticándole anhelos y alegrías. Pero esta virtud de poner perspectiva en todo suponía algo previo en la persona: el sosiego del que se sabe no perseguido, del que se sabe seguro. Jiménez, hacía ya mucho tiempo que se sentía así. No era el caso de Dana, en cuya naturaleza, marcado a fuego, dominaba el instinto de vivir con la sospecha hacia todo. Para alguien como ella, las preocupaciones no se relativizan, sino que se agravan y conducen al temor, a la amenaza, y el corolario prendido a ella, la agresividad.
Ya en casa, no pudo callar. Jiménez comentó a Dana la conversación con su ayudante sin revelar, en cualquier caso, los reproches de este, especialmente en lo tocante a los interrogatorios, o sus insinuaciones, sobre todo respecto a las llamadas anónimas. No la quería enterada de esa parte. Y si bien lo logró, obtuvo el mayor de los fracasos a la hora de tranquilizarla por la amenaza latente que suponían las sospechas del ayudante. No acertó a quitar importancia —o no se molestó en hacerlo— al peligro que ese hombre pudiera representar, o si empleó alguna energía en ello no llegaría al resultado de inducir convicción sino, quedándose a medio camino, hilaridad cual si de un chiste se tratase. La única sensación que dejó todo el asunto en Dana fue que ese hombre conocía muchas cosas, demasiadas.
—¿Y qué sabe ese tipo? —Dana preguntó en un tono neutro.
—Lo suficiente para ponernos en peligro —Jiménez, sirviéndose un refresco frío, contestó sin darle importancia, con la sonrisa del que estuviera bromeando.
La mente de Dana volvió hacia atrás, al día en que ella relató a Colino los hechos de la muerte de su madre-araña.
… Y por eso me enamoré de ti. Porque noté que carecías de algo esencial a la naturaleza de los demás: la certeza de pertenecer a un rebaño. Enseguida me percaté de que tú eras distinto. Los rehuías como yo. Y cada vez que charlaba contigo mostrabas una inclinación al rechazo hacia tus congéneres. A veces llegué a creer que los odiabas.
Colino levantó la cabeza y habló con una voz desconocida para ella, una voz que era un torrente de ferocidad.
—¡Mátala, mátala! Hazlo por mí. Esa Carmina me está volviendo loco y terminará arruinando mi vida y la tuya también. Tú tienes la fuerza moral que a mí me falta, tanto por lo que te hicieron como porque no somos de tu especie. Yo te ayudaré, te daré ideas. Pero hemos de hacer algo, esa mujer nos pone en peligro.

Aun a pesar de conocer sus prontos desbocados, Dana recordaba la conmoción con que recibió aquellas palabras desnortadas de su marido, así como la metamorfosis que la vesania realizó en su semblante. Nunca hubiera creído en él tales pensamientos. ¿De dónde venía ese frenesí?, ¿es que a tanto llegaba el perjuicio que Carmina les acarreaba? Él nunca se lo revelaría. Sin embargo, el bancario había creído ver en la secretaria una amenaza sobre el hogar, el corazón de la vida de Dana, su guarida, y ella "tenía tanto que agradecer" a Colino.
Dana, poco a poco, fue saliendo de aquel recuerdo, como si emergiera de un trance. Solo era pasado, un puño sin cuerpo, de humo no más, tan lejano que ninguna influencia esperaba. Pero ahora tenía delante al policía, pendiente de ella. Jiménez todavía conservaba el vaso de tónica en la mano, aún con la sonrisa en la punta de sus labios. La mujer reaccionó, o reaccionó su cuerpo para tornar a la realidad. Se dio la vuelta y acercose a tomar un platillo con aceitunas de la mesa baja.
—Así que ese compañero tuyo sabe lo suficiente para ponernos en peligro, ¿eh? —comentó ella ambiguamente, de espalda al policía, sus dulces cejas ahora crispadas, ocultando en la sombra las pupilas reducidas a dos alfileres sin fondo. —Tú sabes que te debo tanto —se irguió y volviose, con inefable sonrisa, hacia el agente para ofrecerle el pequeño ágape. Cumplido el agasajo y tras depositar el plato de nuevo, puso los ojos en Jiménez— no tienes ni que pedirme cualquier cosa que quieras, aunque no me la digas —se ofreció mientras jugaba con una aceituna negra entre sus afiladas uñas.

martes, 6 de diciembre de 2011

Colino y las arañas 28/29

En la oficina, Jiménez estaba encantado. Movía sus papeles canturreando por lo bajo, con la confianza de quien ha logrado sus metas. El jefe, en su despacho, también parecía contento. A ver, caso resuelto casi solo. En este universo de orden y satisfacción el ayudante de Jiménez se sentó en el borde de la mesa de su compañero. El tipo fumaba ocioso, mirando al techo.
—Quítate de ahí esa cosa —protestó Jiménez apuntando al cigarrillo.
—Verdaderamente molesto, ¿verdad?
—¿Qué?
—Las cosas molestas son fáciles de neutralizar. Se aplastan y acabaron los problemas.
Jiménez se quedó con la boca abierta, incapaz de juzgar las palabras de su siempre obediente ayudante.
—Dime algo —prosiguió el joven, todavía con el pitillo en la boca, —¿tenías que sembrar tantas dudas respecto a Colino?
—Es caso cerrado.
—Estuve en los dos interrogatorios a la plantilla —prosiguió impertérrito el ayudante. —En el primero todo fue normal. Pero en el segundo algo había cambiado en ti. En cada pregunta que hacías, en cada observación, dejabas caer extrañas sospechas sobre Colino. Y fuiste exhaustivo. Todos los empleados salieron de la sesión de preguntas con su ración de prejuicio contra él. Tú sabes cómo funcionan los rumores, tenías que saber lo que estabas haciendo. Eso es tanto como empujar una pequeña piedra en una montaña. El alud es seguro. Convertiste a todos aquellos compañeros de Colino en potenciales enemigos suyos. Los programaste para no atender a razones, vaciando sus cabezas de lógica y poniendo en su lugar infundios y supercherías.
Jiménez, a medida que su ayudante desgranaba su teoría, se volvía más tranquilo e indiferente, como si todo aquello no le alcanzase.
—Veo que no te afecta nada. Te puedo asegurar que yo he sido tu mayor admirador aquí. No he dudado en salir al paso ante cualquier sombra de desconfianza, e incluso he mentido al teniente algunas veces en favor tuyo —observó el ayudante tirando, por fin, la colilla al suelo.
—¿Quieres que te regale un jamón? —preguntó Jiménez con un cinismo tal que su ayudante, escandalizado, no lo creía posible. Fue como el desengaño de un creyente acérrimo. Más violento cuanto más ferviente.
—Yo creo que conocías a Colino o a su mujer de algo, pues no había nada para ir tras él. Debía de haber algo personal ahí.
Esta vez Jiménez demudó el rostro, cosa que el otro advirtió de inmediato.
—No sé qué asunto te traes con esa mujer. Y luego están esas llamadas absurdas a la policía, todas disparatadas y anónimas. Fue uno de los delatores telefónicos, que tampoco se identificó por cierto, el que echó abajo la coartada de Colino en el asunto de la muerte de su director, para mí, y estoy seguro de que también para ti, un suicidio clarísimo.
—¿Acaso crees que yo era esos anónimos? —Jiménez se encogió de hombros con inocencia.
—Le he pedido al jefe un traslado —suspiró finalmente el joven.
—Pues que te vaya bien —le deseó el veterano agente con una mirada fría.
—He hecho constar la causa, he escrito en la solicitud que no me gustan tus métodos y que por eso abandono la ciudad —el ayudante estudió a su superior. —Sin duda, esta consideración atraerá el interés de alguien. Jiménez se quedó callado, pero su mirada trasmitía un odio feroz.
—Sí, será mejor que, durante un tiempo, no hagas tonterías, incluso harás bien en parecer intachable. Esas palabras en mi solicitud están por escrito, y eso puede traer consecuencias para ti.

viernes, 2 de diciembre de 2011

Colino y las arañas 27/29

―Así que, sin forcejeo alguno, Colino cogió y se arrojó por el ventanal ―el teniente se frotaba las manos de satisfacción. El alcalde en persona le había llamado para felicitarle por la resolución del caso, aunque, en realidad, a un tipo tan práctico como él, esas cosas le dejaban frío. Lo que realmente le había hecho feliz fue la otra llamada, la de sus superiores para comunicarle que, vistos los éxitos del departamento que gobernaba, se le ascendía.
―¿Y por qué lo hizo? ―el ayudante de Jiménez parecía empeñarse en poner sombra a la alegría del teniente.
―Tendría remordimientos, ¡yo qué sé! El tipo se cepilló a su compañera de trabajo. Y no contento con esto, también se carga a su director...
―Eso último no está nada claro. Insisto en que el jefe de Colino se suicidó con su escopeta de caza, teniente.
―No le dé tantas vueltas a por qué Colino se arrojó a la calle. El testimonio de cincuenta personas coincide exactamente. Simplemente él saltó.
―Algo tuvo que pasar.
El teniente elevó los hombros y abrió los brazos, dando a entender que no hubo nada secreto actuando.
―¿Se defendería?
―Ninguno le amenazó, ni le tocó, ni siquiera le oyeron ―el teniente, harto, elevaba el tono de voz.
―Pero...
―¡No sea idiota, muchacho! ―galleó el teniente en su estilo habitual, ―nadie en sus cabales toma a sus compañeros por enemigos para tirarse después por la ventana como hizo él. ¡Y cállese de una vez! ―apuntó con el dedo. El joven agente miró a Jiménez esperando que interviniera.
Este no terció en ningún momento a favor de su ayudante. Totalmente ausente, se encontraba sentado frente a la mesa, con el sombrero, contra lo que en él era costumbre, en las manos y, por primera vez, parecía menos inexpresivo. Muy al contrario, mostraba un buen humor muy cercano al de su superior.
―¿Cómo sabía que debíamos ―apuntarse medallas, la especialidad del teniente― vigilar a Colino?
Jiménez se lo pensó un tanto, y todo lo que contestó fue mover los hombros. El otro no se molestó en nada más, como se esperaba de él, más pendiente de sí mismo que de tener un mínimo de curiosidad.
Dana, que sí quería saber, se lo volvió a preguntar al salir de comisaría. Antes de contestar, Jiménez observó a la bella mujer-araña. Se había reunido con ella varias veces durante los días anteriores a la muerte de su esposo y, poco a poco, consiguió persuadirla para que no se confiara tanto a Colino. De pronto, se le ocurrió pensar en las artimañas que no inventaría para disimular aquellos encuentros.
―Colino me importaba poco ―suspiró Jiménez―. Reconozco que me llegó a interesar algo, al ver tu nombre asociado al de él en la lista para interrogar al personal del banco. Pero le olvidé por completo cuando comprendí, tras ser asaltada en aquel descampado, que ese nombre eras tú.
―Entonces, ¿todo se ha resuelto por sí mismo?
―Tú lo has dicho ―repuso Jiménez.
―Ya. ¿Y no me vas a contar nada más? ―inquirió Dana, una vez en la calle, al tiempo que se agarraba del brazo del policía.
―Tu maridito era un experto en tecnología ―sonreía ufano Jiménez. ―Tras el accidente mortal de Carmina en aquel pozo negro, decidimos inspeccionar en su coche y hallamos un aparatejo muy curioso instalado en él ―explicó a la viuda―. Nuestros técnicos lo analizaron en profundidad. Su dictamen fue que se trataba de un sistema de teledirección, muy avanzado dijeron. Con ese chisme, Colino podía conducir el auto de Carmina a distancia. Cuando ella circulaba a la altura de la fosa séptica, él tomó el mando del vehículo y lo precipitó allí con la secretaria dentro. Sus conocimientos tecnológicos eran todo un secreto que supo disimular muy bien. De hecho, en el banco, todos usan ordenador salvo él, que se arreglaba con papel y lápiz. A lo sumo contaba con la asistencia de una calculadora. Sin duda un engaño, una buena máscara, pues en el registro hecho en vuestra casa, encontramos un laboratorio informático. Desde luego el tipo no escatimó pues hallamos ―miró a Dana con complacencia― los artefactos más sofisticados, de ultimísima generación y, lo más importante, huellas dactilares suyas por todos ellos. Colino era un experto en tecnología, ―y terminó con un concluyente― no hay duda.
Dana recordó en silencio la última vez que su marido tomó contacto con la tecnología, seis meses antes.
―Cariño, será mejor que lo dejes en mis manos ―aconsejó Dana.
―Sí, creo que sí ―contestó Colino con una sonrisa agradecida, suspirando con desconfianza ante el mudo PC que no se atrevió ni a tocar.
Dana conectó el ordenador y se puso a escribir el informe que Colino debía presentar el lunes. Usaba unos guantes muy extraños que se ajustaban como el látex.
―Siempre que te pones a andar con las maquinitas metes las manos en esos guantes, querida.
―Es que se me estropean las uñas ―alegaba ella.


Jiménez no tardó ni dos días en pasarse a vivir con Dana. El agente se lo propuso con mucha delicadeza, y ella respondió con toda naturalidad afirmativamente —"te debo tanto", se explicó—. A lo que se negó la mujer fue a abandonar su casa de siempre. Jiménez quedó admirado por el valor que demostraba, pues convivir con los recuerdos no parecía un plato de gusto. Dana no titubeó, deseaba continuar allí. Así que tuvo que ser Jiménez quien se mudara.
La viuda se fue acostumbrando a la presencia del agente. A los pocos días de convivencia recuperó su costumbre de canturrear entre dientes mientras trajinaba por entre muebles, suelos, armarios y pucheros. El policía, que al principio temió algún desvanecimiento o añoranza, se rindió a la evidencia: Dana parecía, en su hogar, la más feliz de las criaturas. Lo adecentaba, lo limpiaba, lo pulía. Hacendosa ama de casa, nunca le ganaba la pereza por mantenerlo a resguardo de cualquier suciedad, molestia, ruido o, por supuesto, amenaza. Apenas salía de sus cuatro paredes, ni siquiera a las compras, para lo que abusaba del teléfono. Y cuando Jiménez volvía del trabajo le rodeaba de todo tipo de atenciones. Quería hacer feliz al policía, como antes lo procuró con Colino. Poco a poco fue retomando muchas de las viejas rutinas que, válidas para el difunto esposo, resultaron igualmente útiles —dándoles un sentido diferente— para el nuevo hombre.
Desde el desbaratamiento de su primer hogar que terminó en la trágica muerte de su madre, alanceada en aquel pasadizo —milagrosa vía de escape—, la mente de Dana siempre funcionó con reservas hacia todo lo humano, un rasgo que no era innato pero, por la violencia de aquel primer contacto con el hombre, se convirtió en necesidad. Cada vez que hallaba una oportunidad de vivir con cierta tranquilidad, no se olvidaba de fabricar una salida, un seguro, un ardid para desaparecer o para desviar el peligro. Ahora, con el alquimista podría decirse que había muchas posibilidades de haber alcanzado la meta definitiva, el estado de tranquilidad que siempre había deseado. Con Colino casi lo logró. Solo casi, porque siempre se había resistido una ligera sospecha, una pequeña duda. La recién viuda temía que sucediese lo mismo con Jiménez, y, por tanto, también hubiese menester de una vía de escape por si acaso el policía fallaba como falló el bancario. Esa vía de escape que usó con Colino —aquellos guantes de látex— se demostró muy eficaz, pero ahora, con Jiménez, no podía utilizar idéntico expediente. El policía era demasiado inquisitivo, y habría terminado por descubrir la singular solución.
Así que, una tarde que el alquimista estaba en la comisaría, Dana procedió a quemar los guantes de látex. No es que supusieran un riesgo inminente, de hecho lo que los convertía en peligrosos para ella pasaba prácticamente inadvertido, solo una exploración microscópica lo habría revelado: en la zona que cubría la yema de los dedos unos sutiles relieves reproducían las huellas dactilares de Colino.
Porque el difunto esposo jamás tocó ninguno de los sofisticados artefactos informáticos de casa. No hubo ninguna máscara, ni engaño por parte de Colino. La tecnología no era lo suyo, sino, desde luego, de Dana, que no escatimó nunca en medios para recibir la más cualificada formación. Acompañando a los extraordinarios guantes, la mujer-araña también arrojó a las llamas los croquis y apuntes, a mano, del sistema de conducción a distancia que instaló en el vehículo de Carmina.