lunes, 21 de enero de 2013

Si todos son iguales, ¿para qué hacer nada?
(Frases)

Hay quien baja los brazos, derrotado, porque el desánimo se adueña de su corazón. La contundente vastedad de las dificultades actúa de freno tanto externo como interno. Es decir, no solo las condiciones ambientales nos pueden constreñir, es que, además, las acabamos por asumir como si fueran condiciones esenciales a nosotros y, por tanto, ineluctablemente irreductibles. Sentencias como: todos los políticos son iguales, por lo que es perder el tiempo luchar contra ello. O esta otra: forma parte de la debilidad humana el robar, son las que nos esclavizan.
Por ello, en estos momentos de escándalo público, de despertarse cada día con una nueva fechoría de los gestores de la cosa pública, me gustaría traer unas frases de la obra Vida de don Quijote y Sancho, de Unamuno, que, me parece, vienen al pelo.

"La más miserable de todas las miserias, la más repugnante y apestosa argucia de la cobardía es esa de decir que nada se adelante con denunciar a un ladrón porque otros seguirán robando, que nada se logra con llamarle en su cara majadero al majadero, porque no por eso la majadería disminuirá en el mundo.
Sí, hay que repetirlo una y mil veces : con que una vez, una sola vez, acabases del todo y para siempre con un solo embustero, abríase acabado el embuste de una vez para siempre."
Nuestras cadenas, efectivamente, pueden ser reales, externas a nosotros. Pero las peores cadenas son las que nos atan por dentro a una mansa aceptación de lo inaceptable. Desenmascarar a un solo ladrón es recompensa suficiente, por más que no lo parezca. Con ello se le aparta, lo que no es baladí y, además, se renueva en la denuncia el compromiso de toda la sociedad a favor de ella misma.

martes, 15 de enero de 2013

Palabras


Entre idas y venidas de gente armada, durante la tormentosa Alta Edad Media peninsular, nadie era capaz de garantizar nada. Ni siquiera una sede episcopal. Y no achaquemos exclusivamente tal inseguridad a la reñida pugna entre los núcleos cristianos y el Emirato, después Califato, cordobés. Ya que también influyó la competencia que los propios monarcas del norte se hicieron entre sí.

La diócesis de Oca tuvo una difícil andadura desde el siglo VIII. Primero, desplazada al norte por la invasión musulmana, luego, nuevamente en el camino de la restauración; más tarde, pasado ya el ecuador del siglo VIII y merced a una traumática nueva coyuntura política que le pudo costar la vida a un rey, otra vez recluida en el norte. A finales del siglo IX o principios del X, fue por fin restaurada, pero de aquella manera, en el lugar llamado Valpuesta. Lejos, por tanto, de su localización original. Luego, las vicisitudes políticas produjeron la división y, finalmente, extinción de la diócesis a finales del siglo XI, absorbida por la cátedra de Burgos.

Naturalmente, la constitución de una sede episcopal requiere un complejo entramado institucional y, sobre todo, un extenso patrimonio. Constancia de esto último son, para el Obispado de Valpuesta, sus becerros; libros en donde los copistas fueron reuniendo con paciencia y, a veces, no poco descaro -por las falsificaciones-, las escrituras de propiedad pertenecientes a la institución valpostana. En sus páginas, de vez en cuando, nos sorprende la aparición de algún término o construcción que ya no es latín, sino un incipiente romance.
 
Aquí se puede leer (pertenece al folio 110v. del Becerro gótico de Valpuesta) un fragmento de un documento fechado en el inquietante verano de 939. Dice: potro castanio et pielle (un potro castaño y una piel, que constituyen el precio en especie por la venta de una viña al obispo y socios). Emiliana Ramos Remedios comenta que, en esta última palabra -pielle, algo confusa por la marca de agua del sistema Pares-, se ha producido la diptongación del término de origen, pelle, para reformularse en el de pielle, que ya no es latín sino romance.
 
Es posible que la anotación de hoy en esta bitácora no tenga más pretensiones que la de un hueco ejercicio de búsqueda. Lo que pasa es que contiene algunos elementos que me llaman la atención. Por una parte, cómo lo removemos todo; lo dinámica que es la acción humana. Nos apropiamos de las lenguas, aprendemos a pensar con ellas y, cuando menos lo esperamos, las cambiamos y dejan de ser lo que fueron para convertirse en otra nueva. No hay piedad, ni concesiones. Parece que todo pasa, todo es una solución de compromiso; incluso el propio idioma, que podría ser idiosincrasia de un pueblo, se deja atrás en busca de otro que lo sustituya. Lo vamos torciendo, enderezando, lo desviamos, congelamos, segamos de su tronco ramas que olvidamos, nada nos frena porque sus hablantes nos volvemos más sabios o menos, más esclavos o libres, más personas... Estas palabras que se bambolean entre el latín y el romance reflejan una imagen congelada en el tiempo, puede que muerta ya, pero, al mismo tiempo, no dejan de ser un fotograma más de la evolución: el río del lenguaje que va buscando su senda entre los meandros del pergamino.
 
Por otra parte, he de confesar que me resulta emocionante pasar la vista sobre esos leves trazos, legados por alguien que los redactó en la segunda mitad del siglo X. Alguien que no es una leyenda, ni una crónica, sino una persona tan real como yo. Un nexo directo con un punto de nuestro mapa del tiempo, carente de intermediarios. Nadie me ha presentado al obispo Diego y C.ía, ni a Gontroda -el que le vendió la viña-, pero esta ventanita al pasado, que es este documento, se me abre justo en el momento, tan anecdótico, del negocio, lo que dota a su lectura de una especie de intimidad con ellos.
El término latino era fraxinum
Si bien la fábrica actual de la iglesia es gótica pudo haber un templo previo, románico. De hecho consta en el propio Becerro un documento de 1092 para encargar las obras al maestro Arnaldo -ya sin categoría catedralícia, por cierto, pues la había perdido unos años antes-, pero casi nada queda de él.
 
 
Los fragmentos de texto, en letra visigótica, del cartulario proceden del impagable recurso Pares.
La foto del capitel románico: Valpuesta (Vallis Pósita)

martes, 8 de enero de 2013

Letras

En aquel pueblo, lejos del frente, se vive con miedo. El vecindario soporta, aterrorizado, la acción de unos facciosos que eligen, según criterios propios, quién va a ser el siguiente represaliado. Allí el tiempo es una sucesión de horas de angustia enlazadas en días sin futuro. Nadie está a salvo de que, ya en los olivares o volviendo de la faena con el estómago vacío y el sol poniéndose, ya perezoseando en un poyo a salvo del feroz calor, en cualquier momento los facciosos le echen mano. En ese instante, al incauto se le habrá acabado la suerte.

Pero lo peor viene cuando se cierne la noche. Los abuelos, sus hijos y nietos se reúnen, en silencio, tras haber sorteado, una jornada más, a la caprichosa fatalidad. Nadie se atreve a decirlo, nadie quiere alterar a nadie -sobre todo el sueño de los más pequeños-, pero todos saben que la orda depredadora no descansa. Los facciosos esperan a que sus presas estén arrinconadas en el hogar para actuar. Será tanto más fácil, sobre todo si la víctima tiene progenie. Se rendirá para no poner en riesgo, en el forcejeo, a la familia.

Cierto día, llega un tipo despilfarrado, un gañán con maneras de hambre, silencioso e infeliz. De abarcas para no muchos trotes, y pantalones remendados no más que como el resto de su persona; quién le hubiera prestado atención. Ocupa la vieja posada, en cuya puerta el desconocido cuelga un cartel sucio y gastado por la intemperie; apenas se lee. Pero el forastero se pone manos a la obra para que nadie tenga ni un segundo de duda sobre lo que ahí dice. Letras que entran, vaya si entran. Las inciales de la organización más letal del país, ahora en pleno centro del pueblo.

Los facciosos también han visto al forastero. Va con un martillo y clavos enderezando las sillas que le han prestado y la mesa que todavía aguanta en pie, secuaz del antiguo posadero. Observan su trajín por la vieja posada con la misma atención que una manada de corzos dedicaría a vigilar a un lobo merodeador. Él, en cambio, concentrado en su trabajo de acondicionamiento, no presta atención a sus atentos espectadores. Ellos han leído el cartel y conocen la organización que designa; significa peligro. Poco a poco, se van dispersando ante aquellas letras como las brumas nocturnas al despuntar el día.

La voz corre y la gente se va pasando por la posada reconvertida en local de la federación a la que representa el forastero. Todos le piden un carné. A medida que más y más vecinos del pueblo se afilian, las violencias de los facciosos menguan, los golpes, las detenciones, los "paseos" nocturnos van cesando. Los días recuperan su rutina y las noches el descanso.

A veces el forastero se da una vuelta por las calles. No va con nadie. Camina sin acudir a ningún destino en concreto. Todos lo ven pasar, y casi nadie le dice nada. Quizá por respeto, o acaso miedo. Detrás de él una algarabía de niños lo sigue de cerca, aunque no tanto. Espían sus movimientos; los aprenden como si fueran datos importantes para sus vidas. Los padres no les han dicho nada sobre el hombre. Pero a ellos no les hacen falta explicaciones. Saben que ahora pueden dormir sin inquietud pues el misterioso desconocido ha llegado de lejos para proteger sus sueños. No saben si, antes de que llegara al pueblo, su héroe pudo haber traído, al contrario que a ellos, el desvelo a otros niños lejos de allí.