sábado, 17 de julio de 2010

La esquina de la biblioteca 7/7

—Me estás mirando —jadeó el muchacho. En ese momento no había nadie en aquel grupo de mesas por lo que ningún oído advirtió que hablaba con un libro.
Éste no contestó, limitándose a observar con gesto adusto.
—¿Desde cuándo me vigilas? —el muchacho volvió a acercarse al volumen con desconfianza. El rostro formado por los clavos de la cubierta denotaba conocimiento pero, haciendo una inspección más pormenorizada de él, se percató de que faltaba algo en aquella cara, no había boca.
—Puede que no hables pero algo has tenido que ver en que las letras desaparezcan —un sutil movimiento de los ojos lo confirmó. Había una pregunta que no se atrevía a hacer. Se mordió los labios apurado por la curiosidad y finalmente se resolvió: —¿Porqué no me das tiempo a acabar el cuento?
Por supuesto no hubo respuestas, sin embargo el volumen se torció sobre sí mismo hasta incorporarse. Desapareció la hosquedad de aquel semblante ennegrecido y sólo quedaron trazas de circunspección. Se sostuvieron ambos la mirada frente a frente. El joven temió descubrir algo que no buscaba y el viejo libro demudó la expresión trocándose contención por dolor. A continuación desapareció poco a poco toda huella de rasgo humano de la cubierta. Solo cuando el libro volvió a ser ese objeto desprovisto de ojos, mas no de alma, que había sido hasta ahora, Guille volvió con mano insegura a abrirlo. Directamente se dirigió a las páginas finales. La tinta había recuperado plenamente su color y no quedaba ningún obstáculo más a la lectura.
«El caballero contempló impávido al monstruo. La criatura no dejaba ni por un momento de avanzar hacia él, guiada, a lo que parecía, por un ansia que rayaba en la obsesión de matar. El solitario hombre, acorralado en el valle, picó espuelas y arremetió contra su enemigo...»
Al día siguiente Guille no se despidió de su madre en la puerta del hospital. Pidió subir con ella a la habitación pues hacía varios días que no lo veía. El padre estaba más delgado y triste pero cuando tocó la cabeza de su hijo las sombras bajo los ojos desaparecieron. Y una sonrisa llena de cariño en su consumida cara animó a Guille a abrazarse a su pecho.

La esquina de la biblioteca 6/7

Al final de la tarde decidieron que ya iba siendo hora de marchar. Se encaminaron poco a poco al hospital por unas calles cada vez más pendientes del día siguiente. La gente caminaba deprisa hacia sus casas, y las pocas tiendas aún abiertas echaban las rejas a los escaparates como alguien que terminara de bostezar cansado de todo el trajín del día.
Ya llegando, vieron salir a la madre del chico. Guille la notó más abatida. Ella lo vio y lo saludó con la mano. Un gesto que interrumpió, sorprendida, al ver al acompañante de su hijo.
—Mami —la mujer se inclinó para besarlo. —Este es el bibliotecario. Me ha acompañado esta tarde. —Él no dudó en explicar las circunstancias de la tarde y, tan contenido como siempre, luego prefirió despedirse sin más. Así que, volviéndose calle abajo, no advirtió el suspiro de alivio de ella, que Guille, sin dudarlo, le afeó con un gesto.
—Lo siento amor pero hoy no tengo ganas de hablar con nadie —se disculpó ella, que viendo el apuro de su hijo se decidió a explicarle —no te preocupes por el bibliotecario, que tengo confianza. Fuimos compañeros de estudios hace años: como ahora lo sois tú y Migue.
El hijo comparó a su amigo Migue con el bibliotecario, pensando cómo haría de camarada de juegos de su madre. Y cuanto más lo revolvía, más difícil se le representaba el paralelismo. Y más extrañado se quedaba, pues nunca antes había visto su amistad con Migue desde fuera, tal como la contemplaba su madre.

A la siguiente tarde, a pesar de haber hecho el último examen, el chico pidió a su madre le dejara acudir de nuevo a la biblioteca. Allí se puso a leer el libro de inmediato. Nada más abrirlo notó la pérdida de visibilidad de la letra. Quedaba poco tiempo y muchas páginas por leer.
Las aventuras que corrió el héroe en su camino a las montañas lo pusieron en graves aprietos. Hizo muchos amigos y se enamoró. Pero no se desvió en ningún momento de su objetivo final, sacrificando por él aquellas pequeñas metas provisionales que iba ganando. El bien que pudo llevar a algunos, en otras ocasiones quedaba compensado por actuaciones no tan acertadas.
Tanto provecho sacó Guille a la tarde que, hacia el final de la misma, el caballero se estaba encontrando con las primeras estribaciones de la cordillera, el final de su viaje. Entonces, con la vista cansada por el esfuerzo, levantó la cara con pereza para buscar algún entretenimiento. La tinta, debilitándose a ese ritmo, daba síntomas de no llegarle visible hasta mañana pero ya no tenía ganas de más. Los dos bibliotecarios, contando con la misma limitación temporal, leyeron en su día esta historia, y la acabaron. Solo tuvieron una oportunidad y la aprovecharon. Quizá no albergaran dudas. En cambio, conforme el trágico final llegaba, a él la determinación de seguir le flaqueaba. Le iba desapareciendo como la tinta. Miró distraídamente las tapas de madera y cuero del volumen, cuando de pronto, sorprendido, percibió algo parecido a una singular expresividad en el clavo más arrimado al borde superior derecho, justo al modo de un ojo entrecerrándose. Se le erizó la piel y soltó el libro de las manos al cobrar conciencia de la aparición, en aquella encuadernación, de los rasgos de una cara severa que lo miraba. Ésta, sin manifestar afectación por la fulminante reacción del muchacho, ni siquiera acusó un parpadeo que aligerase la grave seriedad. Aquello significaba un cambio. Hasta ahora se había dedicado a leer una historia en un objeto inerte. La relación entre él y la novela había sido inmediata, sin intermediación. Pero ahora descubría que el libro era algo vivo. Y su mirada estaba preñada de inteligencia.

La esquina de la biblioteca 5/7

Guille levantó la mirada. Se había quedado solo. Llevó la obra hasta su asiento, interesado por el destino de aquel solitario caballero.
—Mañana continuarás —sintió la mano en el hombro mientras oía la voz del bibliotecario.— Ya es hora de cerrar.
Unos fallos eléctricos dejaron sin suministro de energía al edificio. Se llamó a los técnicos, que, para curarse en salud, sugirieron desalojar. Faltaban aun tres horas para las nueve, que era cuando se encontraría con su madre junto al hospital, y tres horas eran muchas para pasarlas solo. De Migue nada sabía desde hacía dos días. Sin duda las largas jornadas de estudio, que ya tocaban a su fin, lo terminaron de asustar. Guille, sin su amigo, cruzó la puerta de salida con los libros colgando. Dudó qué hacer, si subir con sus padres a la habitación de la tercera planta o deambular por la calle hasta la hora convenida. Detrás escuchaba al personal despedirse de buen humor. No todos los días se echaba el cierre horas antes.
—Guille, ¿tienes un rato? —preguntó el bibliotecario. El chico se volvió sorprendido. —¿Te gustaría aprender cantos de pájaros?
El muchacho no sabía qué pensar. Pasar la tarde oyendo aves con aquel señor no parecía un proyecto divertido.
—Será en el parque. Hace bueno y podremos subir al barco turístico. Nos dará tiempo antes de que llegue tu madre.
Eso del crucero por el río sonaba mucho mejor. Sin pensarlo, Guille aceptó encantado.
El bibliotecario sabía los horarios del barco, de modo que hicieron tiempo paseando por entre los árboles y matas del jardín. Pasaron bajo las moreras y Guille se sorprendió de ver lo hábilmente que el bibliotecario paró un balón escapado a unos chicos y con qué precisión se lo devolvió de un chut.
—¿Sabes jugar?
—En el pueblo hacemos ligas con equipos de la comarca. Soy centrocampista. ¿A ti también te gusta?
—Pues claro —Guille casi se atraganta de la obviedad. Al bibliotecario no le pasó desapercibida la perplejidad del chico por la pregunta, así que, para compensarle, musitó un ronroneo de complicidad.
—Si vienes algún día jugarás conmigo, si quieres.
—¿Qué pueblo?
—Es uno pequeño, rodeado de trigales. Ahora seguro que está todo de color dorado y se trabajará mucho en la cosecha, como tú para los exámenes.
El barco ya estaba dispuesto en la dársena. Rápidamente, Guille se colocó en la proa apoyado en una barandilla. A su alrededor se formó un coro cosmopolita que iba y venía al ritmo del zarandeo sobre el líquido. Había gente hablando en todas las lenguas imaginables, pero él, lejos de aislarse, se sintió feliz rodeado de tanta actividad y fascinación por el entorno. Las márgenes habían sido recientemente acondicionadas con zonas verdes y de paseo, por lo que la vista desde la embarcación no carecía de novedades. Algunos viandantes se volvían, mientras caminaban, al percatarse de la nave. Incluso los había, normalmente los más jóvenes y desinhibidos, que saludaban con grandes gestos. Guille lo miraba todo como si no hubiera sabido disfrutar hasta hoy de lo más fácil: el sol, la gente, el agua, los árboles...
Tras el pequeño crucero se sentaron en un banco junto a las moreras. El sol, a su izquierda, se iba acercando al horizonte y las sombras, escondidas durante el día, volvían a salir sigilosas, reptando en los rincones. El bibliotecario sacó de su mochila un libro que el chico identificó en seguida.
—Me dijo Flor que éste te llamó la atención. Y no me extraña. —Lo abrió sin fijarse en la página. —Cuando lo descubrí acababa de empezar a trabajar. Lo leí más bien por las ilustraciones. No me gustan las historias de caballeros. Pero a medida que me acercaba al final...
—¿Cuando el guerrero no tiene otra salida que matar al monstruo? —le interrumpió Guille.
—Ajá. —Ahora fue el hombre el que se interrumpió. Miró al muchacho y le tendió el volumen. Guille no deseaba mirar. No quería reencontrarse con aquel solitario caballero que trataba de buscar su salida en un último y desesperado intento.
—¿Tienes miedo de saber lo que le sucederá?
—No quiero verlo ir contra el monstruo. ¿Tú sabes cómo es esa cosa? Tiene muchas cabezas, unos dientes enormes y le sale fuego por las bocas. No lo vencerá. —El chico evitaba poner los ojos otra vez en aquel libro.
El bibliotecario lo depositó en el banco, entre los dos.
—Mañana es tu última prueba trimestral. —Y continuó al tiempo que el muchacho afirmaba con la cabeza, —cuando la acabes, échale un vistazo. Si no lo haces puede que no haya más veces. Recuerda que es un libro de la esquina famosa. Por tanto tiene su rareza. ¿Y sabes cuál es? Pues ha elegido lector y creo que eres tú. Pero no te concede todo el tiempo que necesites sino lo que él considere. Y si te retrasas, la tinta desaparecerá. Ya ha empezado, de hecho, y no parará hasta que no quede nada para leer.
Guille cogió con dudas el tomo. Tardó un poco más en abrir y cuando lo hizo fue por el medio, no por el final. Observó el trazo, las líneas angulares, los contrastes de grosor. Los caracteres no eran fáciles de seguir, pues se disponían en un estilo gótico bastante ortodoxo. Pero más allá del desafío que suponía leer tan rara letra, el problema mayor lo planteaba el escaso contraste de las palabras. Parecían haber sufrido el efecto del paso de una goma. Aunque aquel texto no iba a lápiz sino a tinta. Tuvo que empeñar la vista para leer los escurridizos trazos que hablaban de un hombre en la plenitud de sus fuerzas que se dirigía hacia un destino oscuro. Había abandonado la seguridad de la ciudad fortificada en donde gozaba de la estima del rey y la reina...

La esquina de la biblioteca 4/7

Volvió a mirar aquellos venerables volúmenes que tan evasivos resultaban a toda búsqueda informática; mudos y adustos carecían de portadas llamativas que entraran por los ojos. Una pared de oscuros lomos rotulados en oro vuelta hacia sí misma, esquiva a cualquier pretensión de amistad. De pronto, una voz tarareando una tonada de pastores sonó a su espalda. No hacía falta volverse para saber de quién se trataba.

Era esa bibliotecaria de pelo lleno de bucles que parecía siempre tan feliz. Y con un libro en la mano.
—Uy, ¿cómo tú por aquí? No me digas que también te ha engatusado la novela que no acaba nunca —yo no supe qué decirle pero ella no se tomó a mal que no contestara. Se acercó a las baldas, encogiéndose un poco para evitar algún obstáculo invisible, y dejó en el único hueco el libro que traía.
—Éste ya ha sido curado. A ver, ¿qué tal va éste?
Tras sacar otro volumen lo abrió por las páginas finales y volvió a cerrarlo toda contenta.
—¡Qué bien! El otro día lo terminé y me quedé tan triste. Pero acabo de comprobar que hoy continúa. Me lo prestaré para seguir leyendo.
Me lo pasó y lo abrí. No había nada especial. Un índice, un inicio y su final. Contaba una historia de aventuras en los mares del sur, con piratas y tesoros. En la última página, lo normal, la palabra fin. Levanté la vista hacia la mujer. No entendía qué quería decir.
—Lee las últimas frases si no te convences.
«Don Beltrán, habiendo izado velas, partió hacia el sol al atardecer. En el muelle, doña Flor forzaba, incómoda, la vista con el afán de seguirlo».
—Verás cómo mañana la historia sigue. No sé por dónde tirará pero ten por seguro que no acaba ahí.
Yo miré el libro sin mucha alegría. Leer no era algo que me llamara la atención. Ella, en cambio, estaba encantada.


—Ya veo que no te pica el gusanillo. —Tomó la novela y se la colocó bajo el brazo. —Veamos ¿qué más hay por aquí? —Su mano recorrió la fila de viejos volúmenes sin abandonar el contacto con ellos. Los palpaba como si el mero roce con la encuadernación le transmitiera idea del contenido, deteniéndose en cada uno para percibir el placer con que la obsequió en su día si ya lo leyó, o presentir el que le proporcionaría si aun no. Al paso de los dedos cada título respondía de una manera. Los había discretos, otros prorrumpían en carcajadas diríase que de cosquillas, algunos se removían molestos por aquel despertar inesperado, llegando en un solo caso al insulto. El resultado de la pesquisa fue un libro alto, de lomo desvaído y de letras capitales indistinguibles. Ella lo abrió con cierto escepticismo e inmediatamente le demudó la expresión por la sorpresa.
—Parece que ya ha empezado a hacerlo. Eso es que te eligió —le dio la vuelta y se lo enseñó.

La mujer me lo puso ante las narices. Vi un dibujo que llenaba las dos páginas con muchos colores. Era un guerrero en su armadura cargando contra un monstruo de no sé cuántas cabezas. Todas ellas con dientes enormes y pinta de estar furiosas con el caballero. Como le salían llamas habría dicho que era un dragón pero uno verdadero sólo tiene una cabeza, no ciento. Lo primero que pensé fue que era una lucha desigual. No podría vencer a aquel monstruo y, sin embargo, ahí estaba, atacándolo. Leí un poco:
«La hidragón acorralaba al valiente guerrero que debía retroceder hacia la estrecha garganta. La lanza, de vez en cuando, daba en la piel de la bestia que respondía al dolor con ataques más furiosos. La lucha seguía en tablas porque el hombre encontraba sitio a su espalda para esquivar. Se hallaba bloqueado a ambos lados por las paredes rocosas y hacia adelante solo veía las bocas dentadas de su enemigo. En un momento tuvo tiempo de mirar atrás y vio consternado que la garganta no tenía salida. Solo cabía buscarla hacia delante, pasando sobre el monstruo.»
Volví a la imagen.


Si en principio el muchacho interpretó el dibujo como la heroica carga de un campeón contra la malvada criatura, tras leer el texto cambió de idea. Solo era el desesperado e inútil esfuerzo del guerrero por sobrevivir. Observó su cara. El artista había reflejado la zozobra en su semblante.

La esquina de la biblioteca 3/7

Se sentó en una mesa cerca del bibliotecario. Éste, nada más verlo saludó lacónico. Siempre lo hacía así, una sonrisa tranquila, casi imperceptible, que acompañaba con una convicción cercana, casi familiar. Del mismo modo sucedía con los libros del -1. No aparecían en el ordenador, mas ahí estaban, pacientes y dispuestos para quien supiera mirar.

Serían las seis cuando Migue llegó.
—¿Vamos a pasar la tarde con los chicos? —me dice el tío.
Yo tenía el primer examen dos días después. Y no mucho tiempo.
—Y después ¿qué haremos? —pregunté con pocas ganas.
—Pues podríamos echar unos dardos al "Pit".
Eso significaría perder la tarde.
—Tengo que estudiar.
La cara de Migue era de horror.
—¿Qué? Eso es una tontería. Ya lo harás este verano.
Migue tenía la idea de que las vacaciones eran para estudiar.
—¿Y tú eres amigo de Guille? —nos dimos los dos un buen susto pues no la habíamos oído pasar. Era la compañera del bibliotecario quien habló.
Yo, sin querer, levanté los ojos hacia el bibliotecario y él en ese momento me miraba. Nunca antes lo vi nervioso pero hubiera jurado que parecía preocupado. Sentí ganas de ayudarlo. A lo mejor, más tarde, en un descanso podría intentarlo. En cuanto a Migue, pues nada, aburrido, terminó por irse solo. No le quise seguir.
Un rato después hice un descanso. Tenía ganas de encontrar por mí mismo los libros del -1. Antes de nada les pregunté si querían aparecer en el ordenador y, luego, escribí en el teclado un título de ellos en la pantalla de búsqueda. Nada. Volví varias veces, probando a hacer la misma petición de otras maneras: con por favor en inglés, en francés, incluso lo pedí en alto por si aquellos libros ya estaban mayores y no oían bien, pero tampoco logré nada. Levanté la vista en busca de consejo. El bibliotecario ahora estaba rodeado de personas y seguramente hasta el final de la tarde seguiría igual. También estaba mamá, claro, pero... bueno, ella tenía sus cosas: cuidar a papá.
Todo cambió desde que lo empezó a hacer. Se volvió menos pesada, es más, dejó de preguntarme y muchas veces ni siquiera escuchaba. Una vez le dije una mentira, le dije que había pasado la tarde con Migue y los "mayores" y que no estudié nada, pero ella no me riñó, señal de que no me había oído. Lo que más enfada a mi madre es que me junte a la panda del "Cruillo". Ella los llama los "mayores" porque me sacan tres o cuatro años. A lo mejor es que me estaba haciendo yo también mayor y ella pensaba dejarme ir. A saber.
Y si no me escuchaba a mí, peor si le pedía que me contara algo. Entonces sólo contestaba que bien. Eso era todo, no decía más. Como me da vergüenza hablar de mí de no hacerlo ella de sí, dejé de hacerlo y mamá no me lo pedía. Llegué a creer que a lo mejor ella lo prefería. O que quizá yo resultaba molesto. Antes no había sido así, pues quería saberlo todo, como ahora.

La esquina de la biblioteca 2/7

—Ven conmigo —contestó el bibliotecario huesudo. Me fijé en que no tuvo ningún problema para entrar allí. Ni se puso de medio lado como yo, ni le agarró nadie de las piernas como al revoltoso aquel. Al bibliotecario no le tocaba el hechizo del rincón.
—¿Por qué no salen estos libros en el ordenador? —le pregunté abriendo uno con tal fuerza que se descuajeringó.
—¿Les preguntaste antes si querían salir en ese aparatito? —mientras me hablaba me acarició suavemente la cabeza. Noté un olor a bosque mojado, como el de los pinares tras la tormenta. Tomó el libro de mis manos, lo manoseó un poco y no lo devolvió a su sitio.
—Me está tomando el pelo —contesté—. A los libros no se les pregunta, ni se les pide nada. Ni siquiera se les habla.
—Tendremos que curar a éste —el bibliotecario no me hizo caso, pues estaba concentrado en el libraco estropeado.
No pudimos continuar la visita por la hora. Ya tocaba cerrar y yo debía encontrarme con mamá.
Al día siguiente la dejé a las cuatro ante el hospital, como todos los días desde hacía un mes.
—He de cuidar de papá— dijo. —Tú vete a la biblioteca a estudiar, cariño. No nos des un disgusto en junio. ¿Recuerdas? Nos prometiste aprobar todo —ella me dió un beso y cruzó la calle.


Enfrente, la mole de ventanas y cemento proyectaba una fría sombra que engullía a la mujer camino de la entrada. Era en aquel edificio donde curaban al padre de Guille. Ya en la acera de enfrente, la contempló girarse ante la misma puerta y agitar la mano. Luego desapareció tras el umbral.
Guille elevó la vista recorriendo la fachada impersonal. Iba buscando una ventana en el tercer piso, justo encima de por donde acababa de entrar su madre. Las cortinas estabas corridas, como siempre, y ninguna silueta se proyectaba desde dentro. Siquiera si algo de movimiento les diera vida... Pero no. Siempre tirantes, siempre inertes, un peso abrumador pendía de ellas que no daba tregua. Solo subió una vez a la habitación de su progenitor y no lo recordaba con gusto: un tropel de gente, silenciosa y queda.

La esquina de la biblioteca 1/7

El crujido lo alertó y, soltando la vieja foto de la estantería, bien marcada con sus dedos, se puso a fingir interés por unas postales coloreadas del siglo pasado.
En aquel extraño ángulo de la sala de lectura sucedían cosas extraordinarias. Para empezar, no era normal que costara tanto moverse. Era como si, contra toda lógica, faltara sitio.

Una vez, Migue me preguntó si es que los muebles estaban más juntos allí que en el resto de la biblioteca. Que, si no supiese decir, midiera, a no ser que no tuviera valor para hacerlo delante de la gente. Yo no soy ningún gallina. Cogí la cinta métrica del costurero y me puse a ello.

La anchura del pasillo vino a coincidir con la del resto. Luego no cabía achacar a mayor estrechez el apuro que se oponía a todo movimiento del cuerpo.

Pero las apreturas no son invento mío, como dice él. Quise llevar a Migue a que lo viera para que me creyese. Pero él sí es un gallina. Mejor para mí. Así no comparto con nadie el secreto.
Las cosas raras que tiene ese rincón asustan a algunos. Un día vi a unos niños que jugaban a cogerse. Yo leía un Mortadelo, y uno de ellos, dando en mi pie, rodó hasta la Esquina. Empezó a mover las piernas asustado y a gritar que le agarraban de los pies. Su madre lo vino a recoger y no volvió a menearse. Ni siquiera lo he vuelto a ver. Desde entonces mejor, sin gritos ni carreras. Lo de andar tropezándote no es más que lo primero con que te da en los morros la esquina. Están también los libros y las cosas que ponen sobre la estantería. Como esas fotos antiguas. Mire quien mire, siempre sale en ellas. La gente se queda pegada y no se lo termina de creer. Algunos dicen que hay una cámara oculta y los mayores se ríen. Pero no hay truco. Lo he preguntado al bibliotecario.
Aquí los encargados son dos: un señor y una chica que canta todo el rato. El bibliotecario es un tipo huesudo y largo. Cuando anda entre las mesas siempre pilla de mala manera a la gente. Unas veces a un marmota roncando, otras a un grupo de cotorras de cháchara y, si hay suertecilla, a uno con móvil. Pero en realidad él no les regaña. Sólo pasa al lado, hace un gesto y se arregla todo. No sé cómo pero también funciona con el dormilón.
Pero lo raro de esa esquina también le toca al ordenador. Tienen en la biblioteca, para colocar los libros, un orden que va del 0 al 9. Todos llevan uno de esos números puesto en el canto. Cada uno es un tema, como en otras bibliotecas. Pero la Esquina dichosa tiene que ser muy suya, pues está marcada con un -1. No hay ninguna otra biblioteca que tenga ese número —yo no me chupo un dedo, estas cosillas ya me las sé—. Me puse a buscar en el ordenador uno de los libros del rincón. No me apareció nada, así que me dejé de bobadas y fui directo al jefe a preguntar.

miércoles, 7 de julio de 2010

El Planeta Gris 12/12

–Ya sabes, Uggggggllll, que la misión era de ida. No podemos sacarte de ese cuerpo. Estás atado hasta que se consuma y tú puedas liberarte.
–Por favor, no me dejéis con él. No lo quiero seguir teniendo dentro de mí.
–Te equivocas. Eres tú el que estás en él, en el sargento Neno, en concreto te infiltraste a través de los pulmones, y, desde allí, navegaste hasta su cerebro, el cual controlas. Pero el humano no se entera de que está poseído por ti. Solo oye y ve la imagen que, manejando sus neuronas, le presentas de ti mismo, pero el tipo la toma por real. De hecho, ahora piensa que hay dos personas en esta celda, él y tú. Cuando, en realidad, solo hay una, él. Pues tú estás en su interior.
–Liberadme, os digo, de ese bobo. Yo os traje a los humanos y sus naves. Yo me sacrifiqué, lo di todo. Y no sabéis lo que me ha supuesto. Soportar durante años terrestres su sentido del humor, tan ligero, tan descarado. Y lo peor, no puedo dar vueltas. Me mareo, encerrado en esta carcasa de carne, que se desencaja si hago un torbellino. Ahora sacadme esa voz o me volveré loco.
El trastornado capitán Mecach, seudónimo terrestre de Uggggggllll, usurpador del cuerpo de Neno, se abalanzó sobre la pared dispuesto a agarrar a alguien. Pero sólo se dio de frente con ella. Y del topetazo cayó al suelo conmocionado.
–Majestad. Está sufriendo. Perderá el juicio en pocos días. Deberíamos dormirlo hasta que el humano al que posee muera. Así será más fácil para él.
–Sea, narcotizadlo. La técnica de la posesión de cuerpos es muy complicada y no la dominamos del todo. Uggggggllll siguió todos los pasos para apoderarse del cuerpo del sargento Neno. Luego, en ese cuerpo humano, falsificó una carrera militar bajo la identidad de capitán Mecach. Pero la usurpación produce efectos que desconocemos. De algún modo Neno debe de seguir ahí dentro, aunque no lo detectemos.
»Hay en esto una dificultad nada despreciable. No atenderla sería posible, pero reñido con la virtud de un buen creyente. Uggggggllll sucumbe bajo la debilidad de un cuerpo material, se estrella ante la inconsistencia del organismo de un humano. ¿Por qué un cuerpo gaseoso como somos nosotros no puede dominar completamente a uno material como el del sargento Neno? El gas siempre es superior al estado sólido: esa es la principal enseñanza de nuestro demiurgo, la que nos ha transmitido la iglesia a lo largo de los siglos. Si ahora un simple humano, que es todo cuerpo, se resiste a caer sojuzgado bajo la más perfecta consistencia aérea de uno de los nuestros es que hay algo contrario a la fe jugando aquí. La casta sacerdotal habrá de reunirse para encontrarle solución.
–¿Y si no la hubiera? –le interpeló un súbdito.
–No, no pienses así que durarás poco –le reconvino con suavidad el rey alienígena–. Lo que pasa es que no comprendemos bien. Tú dices que nuestro demiurgo es limitado, que se le plantean imposibles. Yerras al pensar así. Él no tiene obstáculos, pero nosotros no vemos la totalidad como él la ve. Por ello si creemos hallarnos ante contradicciones eso es porque estamos mal situados, o no entendemos, o se nos pasa un detalle importante. La realidad ha de darnos el síntoma del problema y debemos obrar para salvaguardar nuestro culto, pues realidad y demiurgo son lo mismo. Por lo tanto, ¿que el escollo consiste en que la doctrina se opone a la realidad? Sólo hace falta darle vueltas al problema en un concilio. Los padres proveerán una acertada solución para que lo formal no encarcele lo importante que es nuestro dios.
El rey se apartó un momento de sus ministros para reflexionar sobre los acontecimientos de los últimos días.
«La misión ha sido un fracaso. Hemos subestimado a los humanos, más inteligentes de lo que pensábamos, y más miserables también. Tan solo una de las tres nodrizas vino con suficientes reservas para el viaje de vuelta. Eso reducía nuestras posibilidades de llevar adelante el plan, pues únicamente la V-50 podía sernos de utilidad. Intentamos tomarla dos veces y en ambas todo acabó en la muerte de los nuestros. En la primera, entramos, aprovechando nuestra invisibilidad, en el vehículo de trasbordo que nuestro Mecach envió. Allí los nuestros cerraron las comunicaciones con la base One. Luego —y ese fue el error— mis súbditos trataron de eliminar a los tripulantes humanos. Por qué no esperaron a que el trasporte se acoplara con la nodriza, eso hubiera sido lo ideal. Viéndose perder el vehículo, los humanos decidieron autodestruirlo, prefirieron inmolarse a ceder. Pude escuchar, gracias a nuestra sensibilidad telepática, el gemido de muerte de mis hermanos arrasados por la explosión.
»Con el segundo intento, tratamos de corregir el defecto de impaciencia que nos traicionó en el primero. Nos abstuvimos de tomar a la fuerza el vehículo de trasbordo de la base Megatre. Todo fue bien. Nos acoplamos a la nodriza de ellos, a la Final, y allí, calladitos y escondidos en los tubos de ventilación, los nuestros esperaron a que se produjera el abordaje a la V-50. Esos de Megatre ni tenían combustible para volver a la Tierra, ni tenían escrúpulos para acabar con la tripulación abordada. Pero alguien destruyó a la Final y, con ella, a nuestra gente. Si llegamos a tener éxito en uno u otro caso, si los nuestros hubieran tomado la V-50, la habrían dirigido hacia la Tierra para invadirla. Lástima.
»Otro detalle que mejorar tiene que ver con nuestra red viva neuronal que mantiene unidos nuestros cerebros. El dolor que soportamos por la muerte de los nuestros nos desequilibra, aún a pesar de la distancia. Por ahí casi descubren a Uggggggllll. No pudo disimular el duelo por los suyos muertos en la Final. Lo que confundió a la tripulación que mandaba bajo su forma humana de capitán Mecach. Se malquistaron con él. Algo que, a efectos prácticos, no nos benefició.
»Pero con lo que no contaba era con la agudeza de estos humanos. Esa condenada teniente, que lo intuyó todo. No solamente detectó nuestra presencia –gritaba "los remolinos, los remolinos", refiriéndose a nosotros la muy astuta– sino que, además, se comportó como si hubiera adivinado las intenciones que teníamos de hacernos con un trasporte para ir a la Tierra. Prefirió sacrificar su única vía de escape, la V-50, a permitir que la usáramos. Se salió con la suya y nos ha arruinado el plan para invadir su planeta: la sagrada Tierra, el suelo bendito donde nuestro demiurgo creó el aire y de allí lo propagó al resto de mundos del universo. El lugar más venerado de todas las galaxias. Allá donde sólo los más puros de nuestra casta sacerdotal tienen derecho a habitar. Ningún ser de materia debería manchar con sus moléculas la santa atmósfera del planeta azul. Ni animales, ni plantas, ni nada de nada, solo el puro aire, limpio de ponzoñosa miasma corpórea debiera morarlo. Por ello el fin de todos los seres terrícolas, blasfemos y malditos, tiene que ser la consunción en el vacío. La absoluta falta de aire, en que ninguna posibilidad de vida pueda pensarse, ha de ser el destino de la materia orgánica que ahora coloniza el hogar del paraíso. Una tarea larga y agotadora.
»Una vez dueños del planeta azul, nuestra misión será llevar el sagrado aire a otros mundos. Aunque no lo quieran lo aceptarán por la fuerza. El universo entero ha de rendirse ante la majestad de nuestro demiurgo y su gran obra, siendo yo llamado a ser el artífice supremo de esta empresa conquistadora. El destino se abre ante mi vista diáfano y bendecido: seré el gran emperador del universo».
-Menos mal que aún nos quedan unos cuantos compañeros, en la Tierra, de la primera misión –continuó el rey dirigiéndose, ya de viva voz, a sus ministros–. No les digáis cómo ha terminado Uggggggllll. Sólo que ha fracasado y que deben encarnarse en un humano para venir aquí. Y que sea en la agencia a la que pertenecía Mecach.
–¡Majestad, ha ocurrido una catástrofe! Estos humanos enviaron una señal a su planeta. Debía de ser algo convenido, pues inmediatamente se produjo el inicio de un ataque nuclear. El planeta sagrado es un erial atómico. Nadie ha sobrevivido a la conflagración, ni siquiera los nuestros. El propio aire está muerto –vino, echando relámpagos, otro ministro.
«Cómo, ¿y la conquista?» –reflexionó el rey. Y sin pensárselo, añadió –¡que reúnan un concilio!

El Planeta Gris 11/12

Ya son dos días desde que no viene nadie abajo, ni siquiera para darnos de comer o limpiar esto un poco. Cuántos pajaritos no tendrán un trato mejor en sus jaulas. Vaya compañerismo.
¡Que aquí hay dos bocas que valen tanto como las demás! ¡Bah!, ni aun gritando me querrán oír. Pues no imagino lo que sería de no tener a mi lado al capi. Vamos, que a Neno no le harían ni caso, allá me pudriera, pues sólo soy un triste sargento. Aunque tanta bobada con la jerarquía y al jefe me lo meten también bajo la alfombra como a un piojo.
Menos mal que lo que es falta, falta, tampoco sentimos. El capitán no va a morirse por no comer a lo que veo. Sigue igual, o de eso tiene pinta, pendiente como está de sus cosas. A ver si no, las voces siguen ahí. Se queja, protesta, se desgañita el hombre. Sufre su tormento día y noche, que no en silencio. Pero por encima de toda la tabarra que me da, hay algo de él que no sabía y que viene a confirmarme que todos somos un cofre de sorpresas. El tío se ha destapado. Yo pensaba que esta gente no creía más que en números pero no; resulta que el capitán me ha salido religioso. Se pone en pie en medio y no hace sino rezar y rezar hasta que cae de rodillas roto de aguantarse quieto tanto tiempo. Bueno, claro, es todo lo que nos queda por hacer, que otra cosa no va a arreglar nada.
Esas costumbres antiguas pasaron a los vídeos de historia al principio de los viajes espaciales. De hecho nunca había visto antes a nadie en este plan. Pero yo creía que lo del rezo era otra cosa. Y es que el hombre le pide perdón a su dios por no sé qué, en vez de tratar de sacarle alguna ayudita.


«Soy lo último de la misión de salvamento a la base One. Bueno, digo lo último por que el capitán Mecach está tan ido que no lo cuento. Me llamo Olo, alférez de academia.
Después de unas horas de arresto, fueron mis compañeros los que me sacaron del tugurio en que por cortesía del capitán purgaba. Una vez fuera del encierro, los chicos me pidieron que hiciera lo que pudiera, que ellos no conocían cómo poner todo esto a funcionar para huir. Primero quise saber, para orientarme, aquella parte de los acontecimientos que ignoraba, pues no fuera a influir algo del pasado en la suerte del futuro. Atento escuché.
La teniente, en el puesto de oficial al mando tras el motín contra el capitán, se volvió loca. Eso fue lo primero que los muchachos me contaron. Una lástima –se mortificaban– poner tanta fe en quitar al otro tirano, a Mecach, para elegir a la teniente, y no pararse a pensar en cuál convenía.
Por lo visto, la teniente Mode no tuvo mejor ocurrencia que arruinar la única posibilidad de salir vivos de este maldito planeta destruyendo la V-50 en órbita. Por supuesto mataron a la teniente –quedé horrorizado ante la franqueza con que me lo revelaban– y, a continuación, se hicieron con el control de la nave. Pero la maldita oficial, contando con Peps, –siguieron contándome– antes de morir logró su objetivo. La nodriza, única escapatoria hacia la Tierra, es un montón de cachitos minúsculos en órbita.
No añadieron más a su relato aquel rebaño de tripulantes. Los contemplé impávido y sin creerme todavía lo que acababa de oír. Ellos me miraban como esperando que sacara de la manga un crucero interestelar. Y yo no sabía si todavía les parecía poca la ración de motines que llevaban.
Desde entonces no hay nada por hacer. Sin trasporte, sin comunicación, sin medios de subsistencia y, encima, desapareciendo de poco en poco, qué remedio cabe: "que cada uno se encomiende a su ánimo por que del planeta no saldremos nunca", eso fue lo que les dije. No puedo quejarme: no se me enfrentaron.
Lo que sucedió no se desvió un milímetro de lo que había pronosticado. Las desapariciones nos mermaron; hombre, algunos dieron la campanada y acortaron por el camino de en medio, suicidándose. Los demás, sumisos, aceptamos lo que hay.
El capitán permanece encerrado en su prisión –y en ello no me ha de envidiar, pues yo también lo estoy en la base–. Vivo como si él ya la hubiera palmado pues hace días que no lo veo ni le llevo su rancho, pero el tío aguanta y aguanta vivo. Le oigo gritar como un energúmeno, se queja todo el día de molestias en la cabeza. Creo que habla con alguien. ¡Pobre diablo! Pobres diablos los dos. Me pregunto quién desaparecerá antes, él o yo. Prefiero serlo yo; total para lo que le importaría a él, de loco que está. Aunque si le tocara antes, no le echaría ni un pensamiento tampoco. Estamos tan centrados en lo nuestro que no nos entretiene ni el mal ajeno. Si al menos conociera, le pediría que nos matáramos recíprocamente, pero ni para eso vale».

Creo que ya no hay nadie en la estación. Aún hacía algún ruido de vez en cuando el muchacho ese, el alférez Olo. Pero desde hace unas horas no nos llega ni mu. Seguro que le ha pasado factura la manía de este planeta por hacer desaparecer a todo bicho.
Si es que me lo estaba temiendo. Tan solo el capitán y yo en toda la nave, y seguro que también en todo este asco de planeta. No sé si él lo sabe, como está tan mal...
La voz que lo atormenta ha vencido a su entendimiento; aunque aún le llegan oleadas sueltas de lucidez, lo que es peor pues una rabia le coge y la emprende a cabezadas contra la pared, que no pararía de cascarse si no se desmayara. Yo en esos casos me quedo mirándolo abobado aunque, ¡maldita sea si a mí me duele menos! De cada sesión de frontón no le perdonará a él la jaqueca, que lo que es a mí puedo asegurar que tampoco. Se quiere matar y más me mata a mí. Lo que será el compadecer a alguien de verdad.
Yo creo que se torció desde que le apartaron de jefe. Yo no entiendo mucho de eso pero me imagino que para una persona acostumbrada a mangonear, perder el mando así tan a lo tonto, por un motín, no debe de ser muy saludable. Será como perder una parte de sí o como si le birlaran su razón de ser, parecido a quedarse sin alma. Y es que, al igual que pide le saquen la voz esa de dentro, también se desgañita por que le devuelvan la jefatura de la nave. Mala cosa esto, pues es tarde para que alguien obedezca salvo yo, claro.
Al final los chicos decidieron destruir la nave nodriza. Les costó lo suyo pues por gritos no nos faltó ración, y golpes y disparos. Tras la violencia, el pepinazo y adiós V-50. Así de simple. De un quiero y lo hago. ¿Entonces los que esperábamos volver, qué? Pues nos aguantamos y morimos aquí. Así de sencillo.
Me desespero. ¿Que obedecieron a la teniente?, es que eran tontos. Si no hacemos por nuestra salvación entonces a qué jugamos. ¿A algún ideal? El ideal es nuestro pellejo. No hay otra cosa por encima y si la hay es que no lo está.
No sé si tiene algo que ver la de veces que repetía la teniente lo de sacrificarse por la Tierra o algo así de absurdo. Sacrificio, sacrificio, gritaba hasta la ronquera como si eso fuera muy importante. Desde luego si de ello viene la voladura de la nodriza más les hubiera valido que se comieran su sacrificio y me dejaran volver a mí, aunque fuera solo.

sábado, 3 de julio de 2010

El Planeta Gris 10/12

El capitán desmejora por días. Ahora se queja de oír voces. Dice que hay alguien hablando todo el día. Como si eso fuera una desgracia, aquí encerrados mano a mano como estamos. Este hombre no aguanta nada. En cuanto no se hace según sus deseos llora. "Quítenme esa voz o me volverá loco", repite volviéndome loco a mí. Pero lo que le digo yo: aquí no estamos más que nosotros, nadie más. Y yo no doy voces, sino que hablo como un ser humano. No, él ni caso en su ensalada. Encima, no para quieto el dichoso dedo, que me pone enfermo de vueltas que le da.
Mientras, fuera, los hombres están cada vez más resignados. El motín los animó durante unas horas pero se ve que se han cansado ya y no les llega el resuello a la boca. Claro, las desapariciones no terminan aunque hayan cambiado de jefe. Tanto protestar, tanto rebelarse y para nada.
Ahora, a nuestro calabozo, tan solo llegan rumores, o nada, ni una palabra. Antes oíamos discusiones, amenazas, lo normal. Yo lo añoro a despecho del disgusto del capitán.


«–Aquí estación Alfa –la teniente Mode corrió hacia el micrófono.
–A la escucha desde base One –contestó la mujer con la voz tomada por el nerviosismo.
–Por fin hay alguien ahí.
–¿Está solo? –preguntó la teniente, últimamente cada vez más obsesionada por las desapariciones.
–Ojalá fuera así. Quedamos tres en la estación, pero yo no tengo mucho tiempo. Estoy herido. He perdido mucha sangre y, en fin, tiene mal aspecto...
–Intentaremos mandar un rescate.
–No, no. Esto no es una llamada de socorro, sino una despedida.
En el puente de mando, hubo un silencio expectante.
–Verán, quería decir adiós a alguien antes de morir.
–¿Pero no me acaba de decir que hay más gente?, ¿es que no le pueden ayudar?
–Mis compañeros han dejado de serlo. Ahora son mis enemigos –los oyentes podían sentir en su pellejo la tensión y el miedo que padecía aquel desesperado interlocutor que hablaba desde Alfa.
–Cálmese, ¿podemos hacer algo?
–Total, para cuando llegaran esto habría acabado. He programado la destrucción de la base.
–¿Va a arrastrar a los demás a su suicidio?
–No lo dude. Aquí ya no hay sitio para la piedad. La división entre nosotros se ha convertido en odio. Pero qué podíamos esperar de una misión viciada desde el principio.
–No le entiendo.
–Sabrán a estas alturas que fuimos nosotros los autores de la destrucción de la Final –el hombre esperó unos segundos a recibir algún signo de confirmación que no obtuvo–. El miedo nos dominó. Estalló un motín y los partidarios de huir vencieron.
–¿De huir?
–Verán, nuestra nodriza no sirve para volver a la Tierra. La agencia nacional a la que pertenecemos nos embarcó ocultándonos la verdadera autonomía de nuestro trasporte. Solo había oxígeno y combustible para venir. –El hombre respiraba con dificultad, y se le notaba que pasaba por un suplicio a cada palabra pronunciada–. No lo supimos hasta que, investigando las causas de una desaparición, dimos casualmente con la falta. Y, atando cabos, entendimos la jugada. En realidad no hemos venido a lo que creíamos, esto es, en misión de rescate a nuestra base Alfa. Estamos seguros de que se nos ha traído aquí por otro motivo mucho más interesado: averiguar si este planeta encierra una nueva fuente de energía o alguna materia prima desconocida. Nos sonaban raras las órdenes que traíamos de mantener vigilancia sobre la estación Megatre y de efectuar prospecciones en el suelo de este planeta. Y por supuesto que eran raras, qué ingenuos fuimos. Algún mandamás de nuestro país debió de pensar que los de Megatre habían detectado alguna riqueza inmensa. Pero, claro, un viaje de explotación es muy caro si no hay suficientes indicios. No les merecería la pena si no fuera para sacar, para forrarse. Por ello nos encargaron a nosotros hallar esos indicios, pero manteniéndonos en la ignorancia sobre nuestro auténtico cometido. Una vez confirmado el descubrimiento, ya se preocuparían de enviar una expedición minera en toda regla. Nosotros seríamos una especie de robot que precede a la verdadera colonización; un robot que poco importa se rompa.
»Simplemente nos lanzaron a una muerte segura. Pero antes que máquinas patrióticas somos humanos. Queremos vivir... —un enorme barullo de gritos y disparos interrumpió el discurso del tipo, tras lo cual sobrevino un silencio que se alargó agónico entre jadeos y maldiciones.
La teniente tomó aire para preguntar y, antes de que emitiera ningún sonido, llegó nuevamente la ronca voz del individuo.
—He tenido suerte. Era mi compañero de litera en el viaje. Cometió un error. Vi su reflejo y pude disparar antes. Es así como nos hemos ido matando poco a poco, aumentando el revanchismo a cada nueva baja. Un goteo del que habríamos escapado de haber robado una nave para volver a casa; eso nos hubiera dado una esperanza de salir adelante.
»Y eso fue lo que tratamos de hacer. La única oportunidad para nosotros era apoderarnos de la V-50 o de la nodriza de Megatre. Pero mala cosa cuando la Final trató de acoplarse a la de ustedes. Imaginamos que lo hacían porque tampoco ellos contaban con reservas para el viaje de vuelta –la teniente no le reveló la verdadera razón de la maniobra de la Final y nadie en el puente hizo por ello, así que el hombre siguió sin distracción alguna con su relato de los hechos–. Ante el temor a que culminaran el abordaje y, a continuación, se largaran dejándonos a nosotros aquí los destruimos antes del acoplamiento.
»La decisión de abrir fuego resultó tan dolorosa que nos trabó en un violento motín entre los partidarios de salir como fuera y los disciplinados que deseaban morir cumpliendo las órdenes. Vencimos los primeros y, ávidos, destruimos a la Final. Creíamos que con esto acabarían los problemas. Pero la semilla de la violencia había germinado. No bastaría con aniquilar a la Final, había que completar la tarea.
–Teníais que acabar también con la base One, ¿verdad? –la voz de la teniente sorprendió a su tripulación.
–No teníamos otra solución. Si os oponíais a compartir la V-50 con nosotros, cosa razonable dadas las estrecheces de los viajes interplanetarios, habríais escapado solos; y no estábamos dispuestos a dejaros partir sin más. Por eso nos lanzamos a tomar vuestra base y a eliminaros si hacía falta. Pero las heridas entre nosotros, mal cerradas, generaron desconfianzas y nuevos roces. Nuestra misión nació condenada y mientras dure nos alcanzará el mal. Un pequeño grupo de entre nosotros quiso llegar a un acuerdo con vuestra base. Pero no actuaban en nombre del resto. Pretendían salvarse únicamente ellos sin contar con los demás. Traición, diréis. Por supuesto. Sin embargo hay algo de mi país que ignoráis. Nosotros, al contrario que vuestras naciones, no nos debemos a un estado, sino a un clan. En esta misión, vienen gentes de tres clanes, y en la lucha fratricida por destruir a la Final, uno se enfrentó a los otros dos. Los vencedores causamos mucho dolor en el derrotado, del que murieron muchos, y la sed de venganza fue lo que los lanzó a pactar con vosotros para dejarnos a los demás abandonados aquí. Hubo una nueva pelea. Y luego otra más.
Un espaciado silencio en la comunicación levantó la alerta en el puente de mando.
–He oído un disparo –se desvió del tema la solitaria voz desde la base Alfa–. Quizá un enemigo menos y una oportunidad más de vivir. Pero olvido la maldición del planeta. Esos malditos remolinos..., dicen que preceden a las desapariciones. Aquí veo varios...»
Hubo un pequeño ruido a través de los altavoces y, a continuación, una deflagración apenas visible desde las escotillas de la base One. La cuenta atrás del explosivo había llegado a cero.
Pero la teniente ya no observaba nada sino que se quedó pensando unos instantes sobre lo último.
–Unos remolinos... –repitió–. No puede ser –lo dijo abriendo mucho los ojos y mirando a su alrededor como si esperara dar con uno allí mismo. Luego, recuperada en parte la compostura, se dirigió a los operadores de rastreo.
–Quiero que me hagáis un filtrado al perímetro usando la presión como variable única –Mode estaba visiblemente nerviosa.
El operador de la computadora introdujo el programa ad hoc que daría por resultado la visualización del entorno de la base sustituyendo las radiaciones perceptibles al ojo humano por el estado barométrico.
La pantalla parpadeó con pereza, pero finalmente apareció lo que se deseaba. No había nada especial. Lo único extraño era la multitud de pequeñas borrascas pululando alrededor de la nave, moviéndose continuamente.
–Ahí los tenemos.
–¿Qué quiere decir, señora ?
Ignorando la pregunta del subalterno, la teniente, a continuación, habló con el operador de comunicaciones.
«–Sí, es posible –boqueaba por contestación, con los ojos como platos, el joven desde su puesto.
–Pues ponte a trabajar en ello
–Los chicos no lo entenderán.
–Ya estás tardando. Hay que destruir como sea nuestra nodriza.»