jueves, 29 de septiembre de 2011

Colino y las arañas 8/29

Por fin ella, con mucho esfuerzo, levantó la mirada. Tenía lágrimas en los ojos y la frente envejecida. Sin decir una palabra fue poco a poco dejando asomar el resto de sus miembros. En total ocho, unos más pequeños, cuanto más cercanos a la cabeza, otros más largos y vigorosos, cuanto más lejanos. La piel, al mismo tiempo, fue desapareciendo bajo una capa cada vez más espesa de vello que terminó por convertirse en tan espeluznante abrigo piloso, de un tono marrón oscuro, como jamás viera Colino. Su preciosa cabeza sucumbió a la transformación igualmente. Los rasgos humanos que lo volvieron loco de amor revinieron ineluctablemente a lo que debían: una cabeza de araña, si bien, en su conformación se podían adivinar las peculiaridades que definían la cara humana de la esposa, reinterpretadas a la luz de la lógica estética de un bicho. Una caricatura arácnida, en definitiva, de Dana.
Colino reculó hasta dar con su espalda en la fría pared alicatada del baño. En sus ojos el mensaje de repugnancia era claro. Ella volvió a metamorfosearse en mujer. Lo miró con intensidad y trató de dar un paso adelante. Incluso levantó la mano. Luego, comprendiendo la expresión de rechazo de su marido, se encaminó al salón, se reclinó en silencio en el sofá y no dijo nada más. Colino la siguió con la mirada sin decirle nada, sin pedirle que parara. Una vez ella acomodada, el hombre buscó las sábanas, cerrando tras de sí la puerta de la habitación.
Por la mañana la mujer no había variado de posición. Inmóvil, como sus congéneres de ocho patas, no se movió en toda la noche. Únicamente cuando él, ya vestido, se dirigía a la puerta, Dana dobló el cuello y cruzó una mirada con la de su marido. Nada se había dulcificado, ninguna piedad encontró en la faz de Colino, tan sólo una máscara de repulsión que se marchaba ahora al trabajo.

Al volver por la tarde, el hombre la encontró en idéntica postura. Comió solo, pues ella ni siquiera se atrevió a mirarlo. Luego, como para dejarle libertad, Dana se refugió en la habitación y no se encontraron de nuevo hasta la noche, cuando la mujer volvió a procurar el disimulo de su presencia nuevamente en el sofá del salón.
Sucediéronse así varios días sin que el uno hiciera nada por el otro. Dana finalmente decidió armarse de valor y enfrentarse a la verdad. Por la tarde, ante el periódico, Colino solía dar muestras de sentirse más tranquilo. Lo aprovechó.
Al acercarse al sillón donde sólo se veía la silueta del diario, un suave susurro vino a recordarle la barrera que se alzaba entre ambos. Era el crujido de las ropas de él. Sonaba a incomodidad, a la tirantez propia del tejido revolviéndose al compás de la desazón. La renuencia de Colino a cualquier contacto volvió a llenar de inseguridad a la esposa. Pero cobró valor pues le iba mucho en ello.
―¿Me vas a denunciar? ―preguntó finalmente Dana.

domingo, 25 de septiembre de 2011

Colino y las arañas 7/29

–Rápido, ven ―ella no esperó a que Colino obedeciera sino que lo incorporó, tirando de él, para llevarlo hasta el baño.
 Siguiendo ovejilmente a la fémina, la víctima fue testigo de un nuevo fenómeno que dejó en broma a lo de los pelos. Algo estaba viendo que no podía ser, que no tenía sentido. O no sabía contar o bien su juicio naufragaba en el marasmo. Si sentía la presión de las dos manos de Dana en su muñeca con qué otro miembro la mujer acababa de abrir el picaporte de la puerta. Colino empezó a zozobrar de pie. No sabía si mirar al costado de su esposa para satisfacer la curiosidad o ignorarlo para no alarmarse; y, sobretodo, no alertarla a ella, la abnegada ama de casa que siempre lo aceptaba todo por amor a él pero por la que ahora iba cobrando cada vez más miedo.
Presurosa, sacó un spray del armario y aplicó su contenido al brazo del atolondrado esposo. Se trataba de una espuma marrón, de no muy buen aspecto y peor olor que causó profundo pesar en el bancario.
–¿Qué me pones? ―se quejó Colino.
–Quemar esos pelos míos.
En tal estado de desorientación él solo observaba sus zapatillas de esparto dispuestas a ir cada una por caminos distintos sin ninguna voluntad que las sojuzgara, pero ella solo tenía ojos para la piel de su marido.
–Los pelos son pelos, maldita sea. No hacen mal a nadie.
–Cariño, los míos sí que lo hacen.
Por fin, el hombre se atrevió a echar un vistazo al costado izquierdo de su mujer y lo que vio lo dejó consternado. Ella no intentó ocultarlo.
–¡Tienes dos brazos en un lado! ¡Estás deforme! ―exclamó él. ―Eres un monstruo y yo vivo contigo.
Ella seguía en silencio. De su semblante había desaparecido toda la acritud que mostró durante la discusión.
–No retires esta espuma en toda la noche. Mañana el mal habrá pasado y podrás llevar una vida normal.
–Contesta ya. ¿Qué está pasando aquí? ―la voz de Colino adquirió tono histérico.

viernes, 23 de septiembre de 2011

Colino y las arañas 6/29

―Ya estás otra vez ahí, mirando al techo ―advirtió Dana con disgusto viéndole en la postura de siempre, sobre la cama.
―¿Qué quieres ahora? ―contestó él saliendo de la modorra.
―Que te dejes de chocheces. No mires arriba, que no hay nada. ¿Qué te pasa? Es esa mujer otra vez, ¿verdad? Esa Carmina.
Colino no tenía ganas de confesar a Dana la verdadera importancia de aquel pasatiempo diario, pero tampoco iba a resignarse a perderlo por un pronto de ella.
―Métete en tus asuntos, pesada. No creo que vaya a volverme tarumba.
―Ya te he dicho que me asustas. Prométeme que no volverás a hacerlo.
El orden en la vida de Colino hacía tiempo que se hallaba asentado, y hasta petrificado. En él, más que el gusto por mantener las rutinas diarias, cobraba mucha más importancia la conciencia de que el tiempo le pertenecía. Cada tramo del día, cada momento correspondía a una dedicación diferente. Qué mayor prueba de dominio sobre uno mismo que saberse agente plenipotenciario para alargar una tarea cualquiera, o, incluso, prescindir de ella. Por ello, cuando Dana pronunció aquella demanda, una conmoción en sus esquemas lo arrancó de cualesquier divagaciones. Aquello parecía una rebelión peligrosa. Su dulce esposa, que siempre le había dejado hacer y nunca mostró indocilidad, se estaba poniendo muy controladora. No supo cómo responder pues era algo sencillamente inasumible. Volviose, tormentoso, hacia ella, quien, notando el cambio de humor del hombre, chasqueó la lengua con el mismo fastidio del que se acaba de pillar los dedos.
–Cállate ―gritó él fuera de sí.
Dana agachó la cara y demudó el gesto. Sus cejas, que nunca su marido las encontrara ni prominentes, ni especialmente amenazantes se cruzaron oscureciendo en la sombra las cuencas oculares. Aquella preciosa boca que norteaba a la de Colino se convirtió en una línea recta con un desconocido y turbio quiebro en la comisura de los labios. Toda esta fisonomía del enfado en el sereno rostro de Dana, que al bancario le pillaba por sorpresa, no hizo sino sacarle de sus casillas aún más por lo que suponía de nuevo.
–Y no me mires así ―el tipo se incorporó y, agarrando de la muñeca a la mujer, le agitó el brazo. Mas tan solo pudo zarandearlo una vez, pues inmediatamente aquel sedoso miembro, tan suave, tan discreto, cobró una rigidez granítica. Incluso, el vello de su piel, siempre presente pero huidizo como la espuma, se había trocado en duro y espinoso. Retiró con dolor la mano y se la miró crispado. No eran imaginaciones suyas, estaba roja como un tomate. Pero lo que más impresionó al bueno de Colino fueron esas cosas negras pegadas a la piel de su palma. Observándolas con atención no albergó duda sobre su naturaleza. Eran pelos. Cerdas negras y ásperas, muchas de las cuales se acomodaban en su débil epidermis perforándola cual clavos al rojo vivo. Porque escocían, vaya si escocían, como si le estuvieran frotando con un cepillo de alambres.

jueves, 22 de septiembre de 2011

Colino y las arañas 5/29

―¿Qué buen chico? ―le dio una palmada el jefe a Colino―. Y no crea que necesito hacerle la rosca ―salían los dos hombres acompañados de Carmina, la secretaria, del despacho del jefe. Este, muy animado, mostraba mucho afán por su bancario.
 Colino desvió la mirada. Todo su esfuerzo de voluntad alcanzaría a esbozar una sonrisa falsa. Así que juzgó más inteligente escabullir el rostro, no fuera a salirle un efecto contrario y en vez de animar al jefe, lo indujera a recelar. En realidad, a Colino, los excesos de afectuosidad de su director le importaban muy poco, más bien le parecían hipócritas porque superlativas y molestas resultaban sus demandas.
 ―Eso pensamos todos ―susurró Carmina con ambigüedad.
 El jefe hizo caso omiso al tono desdeñoso de la secretaria e invitó a pasar adelante a Colino, honor que éste declinó con gracia; “lógicamente” infirió el jefe para sus adentros interpretando el gesto como manifestación de humildad; “qué pelota”, fue la reflexión que Carmina se hizo de las falsas actitudes serviles de Colino.
 Con Carmina, la secretaria, Colino ensayó muchas recetas para cocinarse su amistad, o al menos alguna clase de sintonía, pero ni los guisos ni la música le dieron resultado. La mujer le había tomado una manía inexplicable que no había forma de neutralizar. Este fracaso tan monumental estaba agobiando al bancario hasta el punto de convertir a Carmina en una especie de obsesión. Hablaba de ella a todas horas, incluso en su casa. Dana escuchaba ese nombre continuamente, y, siempre, acompañado de un deje entre melancólico y rabioso.
 Colino estaba empezando a cuestionar su estrategia. Pues la de procurar caer bien no le estaba sirviendo para obtener la voluntad de la secretaria. Sencillamente era refractaria. Lo inteligente habría sido abandonar, reconocer que no siempre uno logra la subordinación de todos, que siempre quedan elementos subversivos que escapan al control.

jueves, 1 de septiembre de 2011

Colino y las arañas 4/29

A veces, sí es verdad que doy algún paso más allá de lo que debo, pero a ver quién está libre de sujetar absolutamente todo su comportamiento a razones. El capricho juega su parte. Así, cuando concluyo el examen diario y encierro en mi telaraña particular las múltiples caras de la dominación, entonces, puede suceder que me cueste discernir lo que son sensaciones externas, del fenómeno interno más importante: el de mi propio yo. Por eso no puedo saber qué parte de mí se queda encerrada en la pequeña telaraña —unida a mi materia prima— para nunca más lograr su recuperación.
Es una amenaza que forma parte del juego. Y no voy a renunciar a él

Colino y las arañas 3/29

Lo que le asusta es este estado de absoluta concentración que parece que me enajeno. De bruces, aquí entre las sábanas, estoy como si hiciera un trabajo, un trabajo que exige estar muy atento. En realidad, sí me evado, me siento como si estuviera en una oficina. En lo que otros exigen un despacho grande con vistas a los tejados, yo me conformo con mi lecho para dormir y, claro, mi telaraña. Ella está ahí, encima de mí, exigua, quieta y muda, recordándome lo que soy: una minúscula partícula perdida que ni llega para hacer daño a los demás, ni va sobrada para defenderse por sus solas fuerzas de cualquier adversidad. Y, a su vez, ella constituye un mundo por sí misma, una entidad aislada, barreada por la urdimbre, es decir, una cárcel.
 Ella es una prisión para sí, como yo también estoy encerrado en mi propia celda. Pero los muros de mi cárcel son las trabas que la gente teje a mi alrededor, asfixiándome. Son mallas de poder más o menos tenues, a tramos hasta bastas, que yo compro pagando con bondad. Están hechas de todas esas pequeñas miserias que el día me ha arrojado para enterrarme, para esclavizarme. Por ejemplo la humillación del jefe haciéndose el bueno: "qué suerte la vuestra tenerme de jefe". Cómo no, también la típica estricta que rebusca en los protocolos para pillarme en un fallo. O el disponedor (por qué siempre tiene que haber uno) empeñado en imponer a los demás su propia organización de los horarios. Todos ellos alzan muros de subordinación, o incluso de posesión, para construir el rinconcito a que me quieren reducir. Los recuerdo uno por uno y los encierro en la estrechez de la telaraña, listos para el mercadeo.
En cuanto noto que lo hacen, que intentan recluirme, yo les ofrezco alguna buena acción, entonces ellos me sonríen..., y ya los tengo en el bote para manejarlos a placer. Les he comprado.
 Mi pequeña tela de araña, el almacén de comportamientos infringidos contra mí, es la razón por la que me entretengo tanto en vísperas del sueño. Lejos debe quedar cualquier temor a perder el juicio, como mi mujer teme, pues, en lo que me llevo entre manos, nada hay de arbitrario, al contrario de como se dice del modo en que obran los locos.

Colino y las arañas 2/29

Ser mejor me llevaría muchas veces a conflictos morales, y yo no los tengo. Jamás me he preocupado por ese tipo de problemas. De hecho no siento nada por nadie, en todo caso lo finjo. Una habilidad, esta de aparentar, que me proporciona un singularísimo rendimiento. No en dinero, no. Es de otra clase, pero de no menor valor: se trata de un tipo especial de crédito sobre los demás. Porque yo me dedico al crédito. Mi trabajo y auténtica devoción son las deudas. En el banco me pagan por firmar hipotecas y, fuera de él, continúo la misma letra sólo que distinta melodía. Esta melodía consiste en el cultivo de las simpatías de los que me rodean. No lo hago por llevar el bien a la humanidad, que tanto el uno como la otra me son irrelevantes, sino para sacar algo. Concibo las relaciones con una perspectiva comercial, como si se tratara de una transacción. Pues, ante todo, yo siempre busco el beneficio.
El negocio consiste en vender buen carácter a cambio de dominación. Soy el buen chico que pone la mejilla y, así, intercambio mi buen talante por su afición, afición a mí lógicamente. La bondad es un formidable recurso para controlar a otros. Les induce a realizar acciones impensables en favor del bondadoso. En suma, caen bajo mi influencia. A veces fracaso, pues con algunos es como darse de cabeza contra la pared, pero yo no he dicho que no sea vengativo. Y todo esto lo planifico cada noche bajo mi arácnida constructora de trampas.
Dana, mi mujer, de vez en cuando, toda apurada por hallarme tan embelesado en mi telaraña, opta por sacudirme con viveza: "tenías los ojos abiertos pero no te meneabas. Me asustas así. ¡Haz el favor! No te quedes embobado mirando al techo."
Pero yo sé qué hago y no es como dice ella. "Que no pasa nada, que así me descargo de lo malo del día", la tranquilizo. Y no le miento, pues la cosa funciona.

Colino y las arañas 1/29

Tengo una telaraña encima de mí. Justo en el techo, a la precisa altura de la cabecera, allí donde los ojos hacen diana una vez me acuesto. No es una gran telaraña. Ocupa medio palmo de largo y pasaría desapercibida si no fuese por una eminencia en el enlucido, apenas una faja de sombra que acusa como un índice la obra del arácnido.
Todas las noches, esperando a mi mujer con la luz encendida, mantengo la mirada fija en los tenues hilos de la trampa. A su contemplación consagro los últimos momentos de cada día, y también los primeros. Un rito que, por repetido, no pierde en intensidad ni se diluye en la rutina.
 Distraído en aquel entramado de barras de seda, termino siempre por pensar sobre los detalles del día. Fragmentos de conversaciones irrelevantes, coincidencias y sucesos inconexos, gestos, cualquier elemento que recuerde de las últimas horas lo paso por aquella a manera de examen.
 Pero no me lanzo a ello por deseo de mejorarme ―me da risa la sola idea de practicar el examen de conciencia―. No me importa nada ser mejor, en todo caso parecerlo.