sábado, 6 de octubre de 2012

Un viaje en el tiempo

Nadie lo creería.
Ahora, con la claridad del alba, todo parecía tranquilo. Las sombras habían dejado de bailar a las luces del alumbrado, oscilantes y macabras. La estabilidad volvía a reinar sobre las calles cada vez más pobladas de viandantes de paso firme, quienes en nada se asemejaban a las siniestras figuras de la noche. Las fuerzas del día estaban venciendo, una vez más, como en un ciclo infinito, al poder proscrito de la luna. El sol y sus rutinas no admitía acuerdos: la luz de la razón volvía a enseñorearse de la realidad.
El hombre había despertado en un banco de El Retiro. Se frotaba los ojos, incrédulo aún de volver al mundo tal como lo conocía; pues aquel viejo, "seguramente un brujo", se lo había arrebatado durante unas horas esa noche. Se topó con él, "¿casualmente?", mientras paseaba aprovechando el frescor tras la puesta del astro rey. El misterioso anciano supo crear el señuelo: la curiosidad por el futuro. El indolente paseante vino a convertirse en cliente del pitoniso.
La cosa empezó bien, haciendo pronósticos personales alrededor de una mesa camilla y unos naipes. Luego todo se torció, es decir, la realidad se deformó y empezaron las visiones, cada vez más nítidas hasta el punto de resultar de mayor cosistencia que la propia realidad. Fue como si el brujo hubiese convocado un poder demoníaco que abriera una brecha en el tiempo. A través de esa herida, atravesaron, el viejo y su inadvertido acompañante, como si fuera un portal, el presente, y salieron, del otro lado, a una fecha indefinida de mediados de los años treinta del siglo veinte.
No se trató de un truco. De eso el hombre, todavía mareado en su banco de El Retiro, estaba seguro. Todo fue tan vívido, se parecía tanto a la realidad que no lo creía un sueño. En ese futuro al que saltaron, fueron testigos mudos de los hechos y decisiones que abocaban al fatal desenlace de una guerra civil, seguida de otra mundial: el deterioro y ruptura de las relaciones, la coligación de lo variado en unidades cada vez más simples hasta convertirse en solo dos bandos rabiosamente enfrentados, finalmente el éxtasis bélico. Vieron con asombro a las fuerzas vivas de la nación volverse contra ella misma para despedazarla. Los dueños de la fuerza contra los ciudadanos; los políticos, ineficaces; los sectores más conservadores —defensores del statu quo— y los más progresistas saltando el uno sobre el otro; y la libertad cayendo sojuzgada.
Después, conforme llegaba el final de la noche, la magia fue disipándose. El extraordinario anciano, pletórico de poder a la plateada luz de las estrellas, fue disolviéndose en el aire matutino hasta que de su presencia solo quedó el recuerdo.
—El brujo desapareció sin dejar huella —recordó el final de su aventura nocturna el hombre, aún incapaz para levantarse del banco—. Estaba exaltado, y me pidió, o mejor, me exigió que alertara a todo el país sobre lo que podía pasar en el futuro, que hiciera algo por poner ante un espejo a la sociedad. Solo si esta, insistió el viejo, se contemplaba, el curso de los acontecimientos, acaso, cambiase a mejor.
Rápidamente el individuo se puso en pie. Casi corriendo de impaciencia enfiló sus pasos fuera de El Retiro, hacia su casa. Mientras caminaba caviló:
—Nadie me creerá si me empeño en contar este viaje en el tiempo tal como sucedió, en cambio sí podría ganarme el interés del público, y su complicidad, camuflando los hechos tras una versión: redactar, no tanto la increíble experiencia vivida, como lo que me haya sugerido el macabro futuro que el brujo pronosticó.
Una vez sentado en su mesa tomó hoja y, llamado por una prudencia profesional, paró un momento antes de garabatearla.
—Veamos... ¿Qué puedo escribir?
Tras un rato meditando, el escritor empezó a rellenar la cuartilla. Encabezó con un título algo anodino, Doña Perfecta. Y luego rotuló su propio nombre, Benito Pérez Galdós.