jueves, 1 de octubre de 2015

Ridículo

Una mañana, tras levantarme de la cama, abrí el armario. Enfrente apareció, como siempre, la ropa que tenía, la que uso para salir a la calle, para relacionarme con la gente. Entonces noté el mareo.

Después de entonces ya no fui el mismo. Al principio no le di importancia pues, aunque instalada dentro de mí, aquella presencia no pasaba de discreta. Pero después dio un cambio para convertirse en esta extraña insistencia que va dominándome, si no lo ha hecho completamente ya.

Su forma de actuar no consiste en dolor, ni en fiebre, tampoco me ha traído ningún mal como podrían haber sido desmayos, o incluso ictus cerebrales, embolias. No, nada de eso. Lo que está acabando con mi voluntad es un síndrome más bien moral que físico. Se trata de un murmullo censurador, una porfía en mi conciencia, un eco íntimo que se ha ido elevando hasta crear un pandemónium de protesta, últimamente tan ensordecedor como para no dejarme pensar con racionalidad. Ese runrún se ríe de todo cuanto hablo. No hay piedad.

Qué espanto. Es muy difícil mantener la ecuanimidad cuando mi propio juicio está continuamente burlándose de mis palabras. Si hasta se me suben los colores a la cara al decir algo. Por supuesto, cuando este mal se volvió insufrible hube de ceder: empecé a callar. Mis silencios se hicieron cada vez más ostentosos, como si también fuesen parte de mi discurso. Lo cual no fue ignorado por esta "cosa" crítica que me atormenta, e igualmente terminó dedicándose a ridiculizarlos. Ni hablar, ni callar podía, sin incurrir en el sonrojo. Decidí desaparecer ante los hombres.

Ahora languidezco en un retiro completo evitando cualquier contacto con la gente: el día es la noche, los lugares más solitarios mis amigos, incluso ni en las redes sociales entro por si perciben mi presencia. Paso por la vida en el mayor de los sigilos... Pero incluso este aislamiento, este acto sublime de sacrificio también es objeto de ridiculización como el resto.

¿Es que todos mis afanes van a resultar inútiles?

No encuentro otra solución: he de continuar huyendo. Escapar hacia una dimensión más aislada. En algún punto allí delante, en algún horizonte de soledad que aún no vislumbro, este ridículo perseguidor se volverá cero. Tiene que ser así. De lo contrario cómo va a tener sentido la continua carrera hacia el destierro en que he convertido a mi ser.