martes, 21 de junio de 2011

Fiesta

Los hombres disponen y el destino nos da en la cabeza. ¿Quién habría sido mi madre, si el zagal avispado y pendenciero de pueblo que fue mi padre hubiese elegido, dejado a su propia decisión? Las circunstancias cortan los proyectos de vida, desviándolos, por las bravas, hacia otros que, por posibles, resultan al final en realidades. Quién sería aquella de la que a veces nos habló con picardía el viejo. Y no porque se arrepintiera de nada. No creo que considerase su vida malbaratada en su esposa, a la que amó, pero sí se intuía una cierta ilusión frustrada por los acontecimientos. Qué significado tiene la nostalgia de mi padre por aquella muchacha. Ese dolor es uno de los sacrificios que arde y se consume en la hoguera de la Historia.

Trenza que trenza el zagal no dio tregua al esparto hasta tejer una larga tomiza. Suficiente para echar cuerdas y añadir al guiso alguna boga de acompañante. Debía estar todo preparado para el sábado, día de la reunión con los tíos en el valle, a mitad de distancia para las dos familias.
Allí se repetía cada año el mismo ritual. Jugando a las guerras con los primos, las madres: “chicos, a por collejas”. A lo que a regañadientes, tirando los fusiles de palo, los muchachos, armados de serillos, salían por los lindazos a abatir yerbas para la olla. Luego de zampar, continuaban la refriega hasta el atardecer, cuando la despedida.
Esta vez, sin embargo, una novedad lo trastornó todo. Los tíos, seis años atrás, acogieron a una niña y la criaron. Varias fiestas habían pasado desde entonces y nada desvió la atención del zagal de los juegos con sus primos, en los que ella participaba como uno más. Eso se terminó este año en cuanto la vio. Algo había cambiado: ya fuera el tiempo, o ella, o acaso él. El caso es que el zagal no atinaba en el trato con aquella chavala pecosa. Que no la podía reducir a caballo, ni a cañón; mucho menos a recluta o comandante. No la quería por camarada de hazañas, sino más bien para mirarla y oirla y esas no eran cosas de guerrear en ningún juego que él supiera.
Una prisa le estaba entrando, como nunca antes, por buscarla y pasar lo más del tiempo en su séquito. Esta mañana, antes de salir, se dio de frente con un calendario en la cocina de la posada. Y ahora, ante la moza, recordaba tan grueso el fajo de hojas del almanaque, que sintió un escalofrío sólo con la idea de esperar hasta la siguiente fiesta, en la primavera del año que viene, el de 1937, para verla de nuevo. Por aquello de aprovechar el día, hubo menos batallas con los primos y más charlas y risas con la zagalilla.
La brisa, en el ocaso, empezó a bajar de los montes hasta poner el cascabel a los abuelos, ya melancólicos del hogar. Era hora de recoger y separarse. El zagal y la pecosa se tomaron palabra de encontrarse para la siguiente primavera allí. Eso era un mal artificio, pero qué iban a hacer sino resignarse. Al fin y al cabo, como dándose ánimos el uno al otro, el año pasa. Los padres abreviaron la empaquetada, pues no querían llegar a la fonda muy de noche.
Acomodado cada grupo en su galera, los unos, entre adioses, guiaban las bestias valle arriba contra el Sol. Mientras los otros lo hacían para el río; las palmas de sus manos, abiertas, recogiendo el fulgor naranja del ocaso.

Fue en septiembre, unos meses después, en una emisión radiofónica. Informaron de que el pueblo de los primos había sido codiciada presa de ambos bandos. No hubo muchas bajas civiles, como lo llamaban. Pero entre ellas, una que el zagal no esperaba.