lunes, 14 de diciembre de 2015

A ver...

Se dice que Murillo pintaba los niños como nadie. Pero no se trataba de pintar por pintar la esencia de la infancia.
En este lienzo se me fueron los ojos ante la definición misma, en imagen, de la curiosidad (a ver...). Para hacer esto no basta con imitar. Uno tiene que sentir en cierto modo como un niño, que es todo ojos y ansia por descubrir. Y qué busca. Seguramente que le quieran, seguramente espera que aquel, a quien está mirando, le tome en brazos con el mismo amor que su plena de confianza madre. Tal vez esta representación tenga muy poco de anecdótica.
Virgen de la servilleta

Ese juego de miradas lo vuelvo a encontrar en otra imagen del pintor sevillano. Más cuadros tratan la misma o parecida escena pero no hallo, como en éste, esa complicidad entre ambos personajes. Casi no hace falta lo de la esfera que está pisando el del cíngulo.
San Francisco abrazando a Cristo en la cruz


Comentarios basados en : la guía del Museo de Bellas Artes de Sevilla

jueves, 1 de octubre de 2015

Ridículo

Una mañana, tras levantarme de la cama, abrí el armario. Enfrente apareció, como siempre, la ropa que tenía, la que uso para salir a la calle, para relacionarme con la gente. Entonces noté el mareo.

Después de entonces ya no fui el mismo. Al principio no le di importancia pues, aunque instalada dentro de mí, aquella presencia no pasaba de discreta. Pero después dio un cambio para convertirse en esta extraña insistencia que va dominándome, si no lo ha hecho completamente ya.

Su forma de actuar no consiste en dolor, ni en fiebre, tampoco me ha traído ningún mal como podrían haber sido desmayos, o incluso ictus cerebrales, embolias. No, nada de eso. Lo que está acabando con mi voluntad es un síndrome más bien moral que físico. Se trata de un murmullo censurador, una porfía en mi conciencia, un eco íntimo que se ha ido elevando hasta crear un pandemónium de protesta, últimamente tan ensordecedor como para no dejarme pensar con racionalidad. Ese runrún se ríe de todo cuanto hablo. No hay piedad.

Qué espanto. Es muy difícil mantener la ecuanimidad cuando mi propio juicio está continuamente burlándose de mis palabras. Si hasta se me suben los colores a la cara al decir algo. Por supuesto, cuando este mal se volvió insufrible hube de ceder: empecé a callar. Mis silencios se hicieron cada vez más ostentosos, como si también fuesen parte de mi discurso. Lo cual no fue ignorado por esta "cosa" crítica que me atormenta, e igualmente terminó dedicándose a ridiculizarlos. Ni hablar, ni callar podía, sin incurrir en el sonrojo. Decidí desaparecer ante los hombres.

Ahora languidezco en un retiro completo evitando cualquier contacto con la gente: el día es la noche, los lugares más solitarios mis amigos, incluso ni en las redes sociales entro por si perciben mi presencia. Paso por la vida en el mayor de los sigilos... Pero incluso este aislamiento, este acto sublime de sacrificio también es objeto de ridiculización como el resto.

¿Es que todos mis afanes van a resultar inútiles?

No encuentro otra solución: he de continuar huyendo. Escapar hacia una dimensión más aislada. En algún punto allí delante, en algún horizonte de soledad que aún no vislumbro, este ridículo perseguidor se volverá cero. Tiene que ser así. De lo contrario cómo va a tener sentido la continua carrera hacia el destierro en que he convertido a mi ser.

jueves, 23 de abril de 2015

"TENGO PARA MÍ QUE SE RIERA"

Como si un fantasma hubiera cruzado el aire, se quedaron todos. Los manteadores cesaron su ejercicio; el caballero, allende los muros de la posada, sujetó en su cabeza la celada (o algo así) que el susto despeñó; los pájaros callaron, hasta la chicharra lo hizo también; pero el manteado, descuidada la inmovilidad general de él, cayó sobre las costillas en la mayor indiferencia.
--¿Has sido tú? --uno de los revoltosos manteadores preguntó al rechoncho manteado.
--¡Qué decís! --se quejó éste llevándose las manos a la parte dolorida.
--Sancho, amigo. ¿Has hablado de reír? --vino la voz del caballero desde fuera de la posada.
--Pues todos preocupados por mi boca, y nadie de mi espalda que está en puro grito --el manteado se levantó malamente, y palpó el costillar por si encontraba algún engranaje fuera de su sitio.
Los manteadores, recuperándose del sobresalto, no habían agotado todavía el cuerpo para la acción. Airados, preguntaron a cuantos vieron a su alrededor que si alguno había dicho aquel "tengo para mí que se riera". Recibiendo la callada por respuesta, creyeron entender alguna broma de un oculto gracioso, así que de las preguntas se pasaron pronto a las amenazas.
El caballero de fuera se encaramó sobre la bestia que montaba para mirar sobre los muros.
--Aquí en el patio de esta posada, que creí castillo, no veo más que a un montón de gente sin seso. Parecen títeres movidos por su apetito, un marasmo de masa sin forma ni intención. De estos no puede proceder aquella estentórea voz que bajó del cielo, estoy seguro --exclamó el caballero con la afilada cara sobre las bardas.
--¡Ay!, señor --vino enderezándose el miserable manteado hacia el caballero que escrutaba sobre el muro--. Que no crea que perdí hilo aunque casi me pierden el alma estos revoltosos, que también yo oí algo. Mas del cielo no, que anduve cerca y más autoridad tendré para sentenciar. Para mí que subió del suelo, y solo del diablo pudo venir por tanto.
Los manteadores daban palos de ciego por la posada. Muy sañudos, seguían preguntando por el bromista que había interrumpido su diversión, mas nada conseguían dilucidar. Hasta que uno se dio cuenta de la cara que asomaba sobre el muro (la del caballero que hablaba con el manteado Sancho).
--Ese, ese ha sido. Vamos a por él.
En tan apurado momento, el tiempo se congeló. Los revoltosos, el caballero, Sancho, la propia posada, todo pasó a la oscuridad.
--No daréis vuestro brazo a torcer, ¿verdad?, gente sin juicio --tronó la voz del caballero--. Habéis puesto por guía a vuestro instinto, olvidando el don de la inteligencia. En no entendiendo, arremetéis porque sí, cuando tocaría comprender o intentarlo al menos. Extraño es el suceso, pero empiezo a pensar que de vuestro extravío nos ha venido esta mudanza de la luz.
--Alguien pagará-- bramaron los aludidos.
--Eso, que alguien pague --el posadero esperanzado intervino.
--¿Pagar? Aquí pagamos todos, pues vamos en la misma nave. Quietos ya, os digo, y sosegaos --el caballero fue obedecido de los revoltosos.
--Ahora --continuó éste a sus ahora dóciles oyentes-- volved a tomar el instrumento de vuestra diversión, la dichosa manta. Sancho, hijo, no creas que no sufro pidiéndote que vuelvas al patíbulo de donde acabas de salir. Parece que todo se torció cuando la voz vino de arriba (de abajo, señor..., bien, como digas) y los jaraneros pusieron pausa al juego cruel que se traían. Así que volvamos a ese principio y hagamos nuestro papel según sepamos.
--Señor --habló débilmente el bueno de Sancho-- que por lo que me huelo, al final, los inocentes pagamos siempre. Sobre nuestras espaldas cae el peso de volver a poner discreción en el mundo.
Sancho, con resignada dignidad, acomodose tumbado en la manta, los manteadores agarraron los extremos del lienzo y, a continuación, tiraron. Nada más salir proyectado al aire la infeliz víctima, volvieron la luz y el ruido y el mundo vino otra vez a su ser. Entonces el caballero se bajó del muro, separose de él y se quedó observando a su escudero aparecer y desaparecer en el aire.

jueves, 19 de febrero de 2015

Alumnos 2

Ahora, por la película, está de moda Alan Turing; y algún libro de él terminó cayendo en mis manos, en este caso, Alan Turing: el pionero de la era de la información, de Copeland. No escribo desde ningún ámbito de conocimiento mediato o inmediato a la ciencia del biografiado, en absoluto. Pero me llamaba la atención su peripecia personal.

En un capítulo, el texto recoge algunos fragmentos de una discusión, en clase, entre Turing y uno de sus profesores en Cambridge, Wittgenstein. La cosa iba como sigue:

Varias veces surgió, en el curso de las disertaciones, el tema del peligro por las contradicciones en matemáticas. «Wittgenstein sugirió que existían contradicciones en matemáticas que no tenían por qué ser tan dañinas. A lo que Turing inmediatamente contestó: "no, si el verdadero daño no aparecerá a menos que exista una aplicación, en tal caso puede que se caiga un puente o algo por el estilo"».

Otro libro (Clases sobre fundamentos de matemáticas de Wittgenstein) añade más fragmentos de esta disputa.

Wittgenstein (en plan él mismo): La cuestión no es si la contradicción tendría que afectar a algo, sino cómo usar el resultado obtenido de ella.

Turing (erre que erre): Con las reglas que uno usa en lógica, si uno incurre en contradicciones, entonces se meterá en algún problema, por ejemplo que el puente se caiga.

Wittgenstein: Nadie se mete en un problema por una contradicción en lógica. No es como decir [y aquí Wittgenstein se puso estupendo]: estoy seguro de que ese chico será atropellado; nunca mira antes de cruzar.

Turing (se lo sirvió en bandeja el otro): Pareces querer decir que si uno usa un poco de sentido común, no se meterá en ningún problema [¿hubo risitas?].

Wittgenstein (¿qué?, ¿he oído bien?): No, eso NO es lo que quiero decir, en absoluto.

Este grito, este "NO" (en mayúsculas en el original) del maestro, al escuchar a su alumno reducir alegremente los fundamentos matemáticos a mero sentido común, es un lastimoso quejido lleno de frustración. No sabemos si el alumno abrigaba alguna intención de cazar al profesor, pero era curioso ver el denuedo con que Turing se empleaba sin descanso, haciendo uso de toda clase de argumentos y, claro, triquiñuelas.

La de profesor-alumno es una relación difícil. Puede que, a veces, la complicidad arrastre a los discentes tras la propuesta del maestro. Pero en otras ocasiones es todo lo contrario. Predomina el enfrentamiento a cara de perro. Sin embargo, ahora que lo pienso y siempre dependiendo de la "calidad" de dicho enfrentamiento, hay en él un cierto rasgo positivo: no se puede negar la implicación del alumno. Pero si ésta falta, si se impone la indiferencia, ¿qué sucede? Un escenario, sin duda, más plácido, ¿y también más feliz?

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--Pero, al final, el puente cae o no.
--Brrrrrrrrrrrr.

viernes, 23 de enero de 2015

El árbol solo




Si es que no se le puede negar a la encina (o sabina, que no lo sé) su mérito, cabalgando entre los dos extremos de la balanza del año. Uno diría que, de hacerse a un solsticio y luego al otro durante tanto tiempo, al final, los rigores deberían pasar factura. Pero, a ella, no. Mientras le dejen una partecita donde respirar, estos gajes del oficio solo le hacen cosquillas.
No me imagino un árbol que decidiera dejarse, no resistir. Y tienen argumentos. No pueden huir, no pueden escapar; y detrás de qué escudo encontrarán protección si impactará, directa en su piel al desnudo, cualquier amenaza, a la que, además, harán frente de pie, no encogidos para reducir el blanco. Los árboles son criaturas excepcionales y valerosas.
En invierno, además, produce una impresión extraña ver las fotos de árboles, desnudos de hojas. Con sus ramas desprovistas de frondas, parecen seres famélicos elevando las manos huesudas en actitud de implorar al cielo. Qué van a pedir, mudos testigos, pero sujetos pacientes. ¿Será mi imaginación la que les confiere sentimientos e inteligencia animal? No puedo olvidar, sin embargo, a aquel agricultor explicando en la radio que los olivos saben cuidarse si un año vienen mal dadas. De alguna manera les reconocía una rara inteligencia para planear con prudencia los excesos.

Aunque el paisaje que se ve no es exactamente de la última nevada, ésta dejó así de pintado el campo. Con semejante manta de agua espolvoreada, el día fue distinto. Ya desde la propia pisada hipotética por las aceras, la cosa cambiaba. Todo, sin embargo, fue fugaz, pues no dejamos de vivir en unas latitudes que no permiten -y menos con el calentamiento del que nos hablan- sostener mucho tiempo esta paleta de colores.

domingo, 4 de enero de 2015

Alumnos

Un buen maestro es capaz de crear una representación de la realidad y del mundo en sus discípulos, de la que inevitablemente ellos participarán y formarán parte. Cierta especie de complicidad, podría decirse. Por ejemplo, en La soga, de Hitchcock, un alumno cree haberla asumido mejor que su preceptor.

El hijo de un gran señor se había vuelto malvado. Un hombre muy pobre, que le debía todo al padre de este malvado, temiendo que el chico causase la deshonra al alto linaje al que pertenecía, decidió evitarlo. Para ello, asestó una puñalada mortal al hijo y se entregó a continuación a la policía. El hombre pobre hizo suya una comprensión del mundo, la de la protección del linaje, propia de los próceres del Antiguo Régimen (aunque puede que no de este gran señor en concreto), y la aplicó radicalmente sobre el desgraciado muchacho.

La sociedad es como una gran escuela. Y los maestros, los que marcan la que debe ser nuestra comprensión del mundo son… ¿quiénes son, si es que se da tal complicidad?