jueves, 27 de enero de 2011

El bosque de los ogros 22/25

Durante unos segundos nada sucedió, pero, como llamado por la impaciencia de ambos jóvenes, un nuevo fenómeno vino a recordarles su débil condición de fugitivos. El suelo empezó a ondularse cual si hubiera cambiado de estado sólido a viscoso y, al mismo tiempo, en pequeña proporción al principio, con más brío después, burbujas de aire se dieron a explotar en la superficie al modo en que la hirviente lava se comporta cuando arrolla todo a su paso por las laderas de un volcán.
–Nos va a quemar vivos –Lus tomó de la mano a su compañera y atizó a correr como un animal desbocado, sin atender a razones ni mesura. Con tan atolondrada ayuda, Mun cayó varias veces, desequilibrada por la indómita fuerza del muchacho. Mientras, el frasquito había tomado tal brillo e intensidad que Mun creía le ardía el pecho con llamaradas verdes. Pero ningún malestar le causaba más allá de la inquietud por tanto relumbrón.
El muchacho sintió un fuerte tirón en su mano y giró. Vio a su compañera hacerle señas hacia la izquierda; al mismo tiempo, no pudo evitar fijarse, poco más atrás, en la mancha de terreno hirviente que les estaba comiendo la distancia. Y no se trataba de un mero ilusionismo para engañar sus sentidos. Los árboles caían carbonizados en un parpadeo, al paso del fenómeno mágico. Por allí no habría escapatoria. Echó un vistazo hacia donde Mun señalaba. No se trataba más que de una pequeña vaguada al fondo de la cual corría un torrente estrecho.
"Sí, claro, pensó Lus, contra esa quemazón que nos persigue, agua".
Entonces bajaron a toda la velocidad que les daban las piernas, brincando y procurando no caer rodando en tan alocada huida. Afortunadamente, el hayedo en esa zona, de tan umbrío, conformaba, salvo por algún helecho ramplón, un monte hueco libre de obstáculos para los corredores. En el fondo, oscuro como boca de lobo, bostezaba un pequeño estanque.
–Sígueme –ella pronunció esta palabra ya en el aire, tras lanzarse al agua. A tal falta de dudas, él no iba a poner reparos, especialmente con lo que iba a su zaga. Luego se zambulleron sin más tardar. Lus seguía de cerca, por miedo a perderse, el cuerpo de su compañera quien buceaba buscando en la profundidad de la poza. Tarea que realizaba casi a tientas, pues aun abriendo los ojos, la umbría no permitía entrever gran cosa. Una roca blanca, de tan llamativo albor que parecía una luna oculta, fue lo que atrajo a Muniela en su desesperado registro. Se dirigió hacia allí, y, sin pararse, introdujo la cabeza en lo que debía de ser la fuente del manantial. Él le agarró del pie para impedírselo, pero Mun se sacudió la presa para continuar desapareciendo por el hueco junto a la piedra. Lus quedó solo y horrorizado por la estrechez del arbitrio, preguntándose si hacía falta dejarse engullir por aquel tétrico agujero.
Un solo vistazo al borde superficial, incluso con tan poca luz, resolvió todas sus dudas respecto a continuar tras la estela de la chica. El lecho lacustre estaba empezando a hervir con igual fervor asesino que en la superficie. Columnas de burbujas borboteaban a su alrededor y un fragor espantoso le estaba dañando los oídos. Se abalanzó hacia el agujero.
Tras la oquedad, bastante angosta, se abría un pasillo que se ensanchaba un poco, sin embargo no lo suficiente como para nadar. Tuvo que avanzar agarrándose a las paredes del túnel, confiando en que ningún obstáculo hubiera ante él. Nada se veía allí dentro y sólo se adivinaba delante un negro espantoso que se hundía en la tierra. El miedo empezó a atosigarle por detrás y por todos lados.
–Mun –gritó ahogado por el pánico, dándose golpes arriba y abajo. El poco aire que le quedaba se le escapó en el vocerío, así que a la angustia por la soledad y la falta de luz se sumó la propia del ahogo. Volvió a abrir la boca, sin conciencia ya de lo que hacía, para respirar. En ese momento, unas manos lo agarraron y tiraron de él. No hizo falta más que un instante para que la pesadilla acabara, al emerger, si bien no a la luz, sí a atmósfera respirable. Entonces empezó a toser y a revolvérsele el cuerpo en arcadas que le distraían de aspirar. Su cuerpo se contrajo ansioso por tomar aire y por expulsar el agua en una guerra tan incruenta que ninguna parte ganaba y en ello él se perdía.
–Respira –escuchó Lus la voz de su compañera, que no otra traza de su presencia podía tener, ya que no veía en absoluto.
Poco a poco, el problema de la oscuridad fue orillándose conforme el pequeño frasco volvía a tomar la función de farolito verde. Ambos estaban en una cueva de reducidas dimensiones, la mayor parte de la cual servía de cauce al torrente que se atropellaba por buscar su salida; ese estrecho túnel que ambos muchachos acababan de pasar.
–¿Tu crees que todavía nos seguirá? –Lus miró a las paredes de la cueva, temiendo que, de pronto, empezaran a borbotar.
–Sigamos. No me gusta que el botecito luzca. Puede que sea una alarma –ella tomó la mano de Lus y tiró de él. En principio no había alternativa, hubieron de seguir camino, corriente arriba, apoyándose en manos y pies. Al cabo de un buen rato, por fin, el hueco se ensanchó y pudieron estirarse hasta ponerse erguidos. El único rumor, aparte del que ellos producían, era el del agua, pero el miedo, sobre todo de él, a escuchar aquel borboteo del suelo hirviendo, los mantenía muy alerta.
–Mun.
–¿Qué?
–Me alegro de haberte visto.
La joven se volvió con un matiz entre la sorpresa y el agradecimiento en su gesto. No era fácil compartir tantas vivencias con Lus sin sacar consecuencias. El cúmulo de relaciones de gratitud y de necesidad, que no hacía falta decir ni tampoco convenía ignorar, la entrelazaba con él de un modo que ya era irresistible. Pero todo estaba sucediendo demasiado rápido y encadenado, casi sin albedrío. A la experiencia traumática del ataque sin cuartel, siguió la huida ante aquella bruja. Y entremedias, el aparentemente trivial reencuentro con Lus, el muchacho que siempre tenía miedo. La muchacha reparó, a la extraña luz de la pequeña linterna verdosa, en su aspecto tan abatido y magullado. Se le habían abierto varias heridas y brechas por los brazos y la cabeza.
–Tenías que haber confiado más en mí, cuando nadabas –le riñó. –Te pusiste muy nervioso y casi te ahogas.
Él levantó los hombros de una forma significativa. Claro, qué iba a hacer, tan espantado, tan miedica, sino revolverse y descalabrarse. Muniela se recriminó mentalmente por enfadarse con él. Al fin y al cabo todo lo que había padecido Lus lo había pasado por ella.
–Soy cobarde. Enseguida me espanto.
–Entonces, ¿cómo encontraste el valor para volver? –Muniela empezaba a preguntarse por qué sintió tanto alivio al tropezarse con él, tras escapar del ataque de los ogros. Algo estaba tomando cuerpo en sus sentimientos, algo que se había amortajado hacía tan poco tiempo. Por ello, no hizo la pregunta con el impulso arrollador tan típico de su carácter, sino con la esperanza de hallar respuesta a sus dudas.
Él tardó un momento en contestar, pues el recuerdo de la batalla no iba a mejorar los ánimos.
–Quería verte otra vez. Ella levantó la vista sin sonreír.
–¿Seguro? Estás tan lejos de tu casa...
–Ahora ya no tengo casa, y lo más probable es que ni la tenga.
–No seas tan pesimista.
–Un hogar se sostiene en algo, y yo no poseo nada, tampoco lo heredaré. Puede que entrando al servicio de alguien... o, claro, la milicia, pero ya sabes, soy tan cobarde...
Ahora Mun sí que se sintió más inclinada a aligerar la expresión de su cara.
–Mi futuro no lo encontraré en la aldea –tan firmemente hizo la afirmación que retumbó por las paredes de la galería.
Muniela estuvo meditando unos momentos, sin hablar. No se había sentido muy feliz ante la idea de que él fundara su propio hogar, lejos de ella. Mucho menos imaginándoselo como paniaguado de cualquier infanzón ciego a sus virtudes.
–Cariño –sonó una voz desconocida.

miércoles, 26 de enero de 2011

El bosque de los ogros 21/25

–Murieron más bien. Estaban allí, en medio, y el destino pasó por encima de ellos. No lo hubiera querido –de poco valía inferir de su gesto alguna lástima, de tan frívolo.
–Ya, claro, todo según el cristal en que se mire –observó con sarcasmo Mun.
–Por supuesto. Te empeñas en lo menudo pero no aprecias la totalidad.
–La justificación del tirano.
–Verás, pequeña, eso no es exactamente como dices, y cuidado que no trato de relativizar el hecho en sí. Éste es objetivo, en cambio el marco en que sucede no. Para tu pequeño mundo constituirá un crimen, para mí un paso más del plan. Entiendo que te enfades, pero tu perspectiva es sencillamente ridícula. Has de madurar para hacer juicios, no encerrarte en tu minúsculo rincón de realidad en donde, dejando a la apariencia tirar de ti, termines, agitada en manos de tus sentimientos sin horizonte, exigiéndome justicia –la bruja sonrió con suficiencia–. Por favor, no se trata aquí de justicia. Hay algo mucho más grande que la moralidad, algo más importante y que todavía, como veo, te pasa inadvertido. Desgraciadamente para los pequeños mundos personales de cada individuo cualquier movimiento de las grandes fuerzas puede implicar su fin. Qué le vamos a hacer, pero esas son cosas de la realidad y no de la moral. La moral es una desviación que se buscan todos los irrelevantes como tú para tratar de justificar la resistencia. Incluida la resistencia a nosotros los poderes fundamentales que actuamos sobre el mundo. La moral solo es una patraña subjetiva, nada parecido a un valor absoluto. Y la impotencia de tu reclamación no me conmueve. Más bien me das pena, de veras. Si os elevarais, aceptaríais el miserable lugar que os corresponde, pero olvido que vuestra estatura no os llega para eso. Por tanto será inútil tratar de convencerte de nada. Sencillamente lo negarás. Créeme, esas pequeñas cosas como sois tú, o tu pueblo, estáis aquí para callar, para sufrir y para servir de paisaje a nuestra existencia.
–Inténtalo, intenta explicarme –Muniela intervino, cortando el discurso de la bruja. Había un brillo de ansiedad por saber en su rostro, pero, al mismo tiempo, sus ojos delataban esa fuerza interior que refulgía cuando estaba segura de por qué no daría nunca su brazo a torcer. Lus sabía que la muchacha despreciaba a la bruja, mas ganar conocimiento del enemigo bien merecía echar un esfuerzo extra de contención.
Si bien confundida unos instantes, y, aunque escéptica respecto a la pedagogía en esta materia, la verdosa nigromante complació a la joven: –Las cosas son como son, pues la realidad nos coloca ante decisiones todas difíciles y hemos de desechar unas para elegir otras. No se trata de hacer el mal porque sí sino de sobrevivir. Y para lograrlo hace falta reunir poder. Pero este no es una cosa abstracta. Tiene nombre, se cuenta, se palpa, se ve. Así, vosotros necesitáis dinero, propiedades, relaciones para conseguirlo, no en vano el poder se sustenta, no es que se cree de la nada. Y a nosotras nos sucede exactamente lo mismo. Nuestra fuerza depende de algo también. Y debemos recuperarlo pues lo estamos perdiendo. La guerra secular con los devoradores nos lo exige.
Entonces Mun, horrorizada, se llevó la mano al frasquito de agua que colgaba de su cuello. El regalo de la antigua reina de las brujas. Un obsequio cuyo valor auténtico la sobrina de la antigua soberana hechicera no sospechó nunca.
–¿Qué quieres decir? –exclamó la joven.
–Observo que está vacío –la bruja sonrió sutilmente.
–Lo gasté en el salto.
–Los ogros no te podían ver, ni siquiera aquellos dos que te siguieron.
–Pero ellos iban detrás de mí.
–No, seguían una ilusión que les pusimos en sus cerebros de piedra. Respondieron al estímulo. Pero tú nunca corriste peligro. Nadie te hubiera disparado, ni golpeado, ni estorbado. Estabas a salvo.
–Entonces, lo que tenía que hacer era vaciar de poder el frasco –Mun abrió los ojos y tomó del vestido a la bruja empujándola. Lus, asustado por la violenta reacción de su compañera, la cogió de los hombros para separarla.
La bruja dio unos pasos hacia atrás, recuperando el equilibrio con la facilidad de una fiera salvaje.
–Tu tía cometió un grave error. Un error que pagó con su vida. Ese pequeño contenedor es tan letal para nosotras como una vía de agua para un barco. Por ahí es por donde perdemos parte de nuestra fuerza cuando apremiamos a nuestra magia. No somos invencibles, niña. Como has podido comprobar, los devoradores de túneles pueden abrir orificios y atravesarnos. Pero si vigilamos todas nuestras fugas, si logramos cerrarlas para que el poder no sufra pérdidas, somos invulnerables.
–Entonces, todo esto, esta carnicería, la habéis organizado para vaciar el frasco. Sólo era un escenario. Este inmenso asesinato no era más que un engaño –gritó llena de ira Mun levantando el frasco.
La bruja no dijo nada. Ni siquiera sostenía la mirada de la joven, sino que observaba el cielo con fatiga, como si le aburriera inmensamente la cháchara de Muniela.
–Mírame cuando te hablo –Mun alargó la mano para tirar del brazo de la hechicera.
–Es nuestra supervivencia –repuso la bruja, al mismo tiempo que su antebrazo se arqueaba, como si fuera una sierpe, esquivando así los dedos de la enfurecida Mun.
–No me vale. Habéis acabado con mi pueblo.
–Te iban a matar –levantó los hombros con indiferencia la bruja.
–Los habéis exterminado a todos –el llanto afloró en la chica, mareada por el recuerdo de aquellas hordas de salvajes ogros arrojando cuerpos desde lo alto de las viviendas-haya.
–Es igual, ya veo que no me escuchas. De todas formas, el frasco no contiene nada. Dámelo y lo restituiremos a su lugar, del que jamás debió salir.
Mun tornó a la realidad otra vez. Había oído a la bruja su exigencia, pero por nada del mundo se reduciría a acatar la voluntad de aquella repulsiva dama. Es más, se juró que haría lo posible por contrariarla.
–Jamás te lo daré, Galbrai –Lus, por fin, conoció el nombre de la poderosa bruja en las palabras llenas de rabia de Muniela.
–No importa, el frasco es casi inservible –respondió pausada la hechicera.
–"Casi" es más que nada. Si tanto diera, para qué molestarse. Habéis provocado el genocidio de mi pueblo, además, seguro que ayudasteis al rey impostor a quitarme de en medio en el bosque –Mun recordó con tristeza la muerte de Baru–, haciendo colaborar a los ogros.
–Eso del bosque no fue cosa nuestra –reflexionó Galbrai con cierto estupor, y, volviendo a recuperar su tema favorito, elevó el tono de voz con afán por investirse de autoridad: –Niña, por si no te habías dado cuenta, no nos interesan vuestras disputas. Eso es una minucia en comparación con lo que importa: la fuente de nuestro poder.
–No será tan minucia, si aquel devorador que iba con el rey me pidió en matrimonio. No me extrañaría que él tuviera intereses también en esto –Mun señalaba al frasquito.
–¿Él? –por fin Galbrai tuvo una explosión de nervios. Había asombro y alarma en su cara. Era la primera vez que Muniela lograba soliviantar a la bruja.
"Tiene miedo a que los devoradores se le adelanten", indujo la joven. Mun, entre perpleja por la explosiva reacción de la hechicera y contenta de haberla contrariado en algo, retrocedió lista para sacar el cuchillo. Galbrai no desesperó más sino que, actuando, aclaró sus intenciones homicidas. Su cuerpo esbelto y proporcionado empezó a fluctuar, a ondear como si fuera un gallardete, pero allí no soplaba nada de aire.
–Mun, el frasco –advirtió el chico que había permanecido agazapado a distancia de la poderosa bruja.
La joven observó que el pequeño recipiente, colgado de la gargantilla, emitía un brillo verdoso, cada vez más molesto a la vista. Era como si se estuviera volviendo a llenar.
–¿Y si lo rompiera? ¿Qué sucedería? –empezó a hablar Mun, haciendo cábalas sobre aquellos fenómenos incomprensibles para una lega en magia.
–Dales el frasco –imploró Lus, cada vez más asustado.
–No juegues con fuerzas que no comprendes y haz caso al chico –la voz de Galbrai iba y venía con el ritmo ondulante de su figura.
–Crees que tengo algo que perder pero te equivocas. Todo por lo que habría sido débil a tu amenaza lo perdí allá –ladró llena de furia la joven habitante del bosque señalando el lugar de la cruenta matanza.
La bruja, a todo esto, se había transformado en una imagen líquida de sí misma, todavía reconocible pero cada vez menos. Estaba perdiendo su parecido a un cuerpo físico íntegro, disolviéndose en un torrente, en una fuente que se iba escurriendo hacia el suelo. Sus miembros se alargaban, su rostro estirábase palpitando al paso de un impulso rítmico. Abandonaba toda solidez, convirtiéndose en un fluido que se vertía sobre la tierra en donde, ya líquida, su esencia, tras empapar el terreno, perdíase absorbida por éste.

miércoles, 19 de enero de 2011

El bosque de los ogros 20/25

El aterrizaje en el árbol no fue cómodo. Se hizo varios cortes y quemaduras pero logró asirse a un gancho del leñoso tallo, evitando así caer al duro suelo. Una vez segura volvió la vista atrás. Nadie la seguía. Curiosa, elevó los ojos hasta la rama desde la que se acababa de lanzar, y no pudo evitar sentir un estremecimiento. Lo había conseguido, un vuelo de varias decenas de metros y había salvado el calvero en forma de anillo que aislaba su ciudad arbórea del resto del bosque. Ahora podía continuar adelante, desplazándose por lo alto sin preocuparse de regresar a la tierra firme. Tenía todo el bosque para ello.
Sin embargo, el avance entre ramas altas, pasaba factura a su cuerpo. Tras un buen rato más, decidió que no había peligro en bajarse y continuar a pie. Con las manos degolladas y llenas de raspaduras, fue descendiendo con mucha prudencia, parándose a espiar alrededor a cada brazada; aún con la aprensión a encontrarse un ogro. En ningún caso halló otra vista que el oquedal bajo las frondas de las hayas, por lo que, confiada, procedió hasta tocar, por fin, el piso firme con los mocasines. Nuevamente echando un vistazo para convencerse de que ningún peligro acechaba, no se lo pensó más y se lanzó a continuar su camino, aún con titubeos como imaginándose de equilibrio sobre una rama. Pero no pudo dar ni tres pasos. Una mano tocó su hombro y ella reaccionó como un rayo, haciendo de una vez el darse la vuelta y el desenfundar el cuchillo para vender cara su vida. Cuál no sería su sorpresa al darse de cara con la última persona que esperaba ver: Lus.
El joven había hecho su camino a toda velocidad amparado bajo la camisa que le proporcionaron de salvoconducto. Viajó sin perder ni un minuto desde la aldea, y su llegada a la ciudad arbórea de Mun coincidió con el ataque. Ante la horrible escena logró vencer el impulso, tan natural en él, de volverse para correr hacia su poblado. Lo que hizo fue, por contra, esperar oculto. Esperar a Mun.
El milagro que lo hizo permanecer, desafiando el horror, tenía mucho que ver con ella. Y es que algo le había cambiado la muchacha. La decisión de salir del pueblo no era un traslado de residencia sin más. Era un cambio de mentalidad. Hasta ahora su morada había sido un sitio físico, la casa familiar, a partir de ahora lo sería una persona: Mun.
Desde lejos, sin meterse en la caldera de aquel infierno supo reconocer a la valiente joven. Adivinó la intención que llevaba y por ello se desplazó cual sombra sin perderla de vista. Todavía recordaba el modo en que, unos días antes, huyó, abandonándola a pesar de que fue ella quien le proporcionó la libertad. No estaba seguro de que no le rechazaría. Por ello decidió hacerse el invisible y esperar una oportunidad para pedir perdón. Imaginose dónde tomaría tierra y se pegó al pie del tronco, bajo un enorme garrancho que le disimuló a los ojos de Muniela. Previniendo la relampagueante respuesta de la muchacha tras tocarle el hombro, se separó prudentemente. Lo que no esperaba fue el siguiente movimiento de ella. Tras la inicial incredulidad, se lanzó a abrazarlo.
Lus no supo si corresponder o no, aunque la naturaleza tomó el control de sus brazos que contestaron con sensatez por él. Las novedades no terminaron ahí sino que fueron llegando aumentadas: Mun empezó a llorar.
La joven fue incapaz de parar. Había sido espectadora de espeluznantes hechos. Los fogonazos de su memoria eran una deforme serie de escenas en que ogros-cría entraban en las casas colgadas y arrojaban al vacío a los niños, a los viejos, a cuantos pillaran en su camino. Y abajo, o se estrellaban o los ogros adultos se encargaban de rematar lo que quedare por rematar. Había transitado por un estrecho embudo, el derecho a cuyo paso apenas se creía merecer. A cada brazada, a cada salto se decía que ella no debería estar viva; que la deuda contraída hacia los suyos no menguaba, sino todo lo contrario, conforme se alejaba. Era un peso demoledor contra el que había de luchar si deseaba vivir, una atadura antitética a sus instintos de supervivencia. Al agotamiento del espíritu se sumaba el del cuerpo: tanto físico como inmaterial. Los músculos estaban al límite de sus fuerzas y, además, para el formidable salto había consumido todos los recursos mágicos que, afortunadamente para ella, tenía almacenados. Lo que más le desgastó el ánimo, empero, fue la punzante seguridad de que no lograría huir, de que moriría.
Ahora se encontraba viva y acompañada por un amigo. No podía imaginar mayor fortuna, ni olvidar la que no halló su gente. Nadie salió de la trampa. Todo un pueblo, una raza fue arrasada por los ogros.
Poco a poco Lus fue tomando conciencia de la inmensa soledad de su compañera de andanzas. Y no era una certeza alcanzada por vía del sentido común, que muy fácil se dejaba inferir de la matanza íntegra de su pueblo. Al contrario, percibió el dolor directamente en el contacto del cuerpo. Sus emociones, sus miedos, su fragilidad tomó camino a través de los brazos, y de ellos a la piel; toda una miríada de sensaciones inexplicables que forjaban el vértigo del vacío. Jamás imaginó Lus que la fuerte, la habilísima arquera, fuera a temblar y llorar así.
–No estamos a salvo todavía –se animó a hablar Lus. Pero ella no escuchaba, atenta con el ceño fruncido a alguien más que los acompañaba.
–Sí lo estáis –una voz cavernosa y particularmente molesta sonó a la espalda de Lus, quien rápidamente dio la vuelta para encontrarse ante una mujer singular.
Lus había caminado con todo el disimulo de que fue capaz, y eso significaba mucho decir. Pero, lo mismo que Mun no lo avistó en ningún momento, tampoco él cayó en la cuenta de los sutiles pasos a su espalda. La desconocida se fijó en el muchacho que estaba espiando la hecatombe, y decidió que quería saber hacia dónde se dirigía. Y a través de él llegó a Muniela.
Lus contemplaba a una persona de edad indefinida, aunque de aspecto general más bien joven. No era la excelsitud de la belleza pero sí se podría decir que muy hermosa. Su cabello, muy corto, apenas se dejaba asomar bajo un curioso tocado naranja, muy visible en la umbría bajo las frondas, y que le confería el aspecto de una enclaustrada religiosa. Como antítesis a tal similitud, el vestido, de satén negro, seguía fielmente su figura como una sombra.
–¿Qué haces aquí? –Mun entrecerró los ojos por un instinto de defensa innato.
–Yo siempre me intereso por lo que sucede. Es insospechado el momento para la oportunidad y he de estar vigilante.
Mun volvió su vista en dirección al poblado, todavía con la frente quebrada por la sospecha. Instintivamente su cabeza buscaba una relación entre la bruja y el genocidio. Y entonces empezó a abrir la boca presa de una sospecha terrible.
–Lo habéis provocado vosotras... –concluyó llena de odio Mun. –Os habéis vengado por la muerte de mi tía.
–Tú no tienes nada que temer de los ogros. No te seguirán; privilegio de tu sangre –pero si había motivos para agradecer algo por estar viva, la joven los ignoró horrorizada.
–¿Os dais cuenta de las consecuencias de vuestro revanchismo? ¿Las vidas que ha costado? –Mun se desembarazó de Lus y se acercó en dos pasos a la bruja– yo no pedí que vengarais a la hermana de mi madre.
La bruja no pareció interesada en absoluto por la desesperación de la chica. De hecho, no se diría que hubiera afección en su semblante inmaculadamente verdoso.
–Te equivocas. No nos hemos vengado. Todo esto no lo hemos organizado para satisfacer unos sentimientos.
–Luego estáis detrás.