miércoles, 27 de febrero de 2013

La segunda oportunidad de Muntaner 3/3

Tras un momento de silencio que permitió a Bernardo asimilar aquel descubrimiento, el anciano prosiguió.

—¿Quieres devolvérmelo? Si es así, tráelo. No me importa darte el dinero que pagaste, pues seguro que acabaré vendiéndolo.

Pero el muchacho no quiso. Vovió a recordar lo extrañado que se sintió por aquel diez. Quizá incluso vergüenza pasó, mas luego, un oculto deseo le fue ganando hasta que, finalmente, le acometió el ansia por más dieces. Y, para ello, el libro mágico le podía venir bien. No se desprendió de él.

Ganose la enemistad de sus antiguos camaradas, pero eso a él no le importó. Estaba sintiendo en su interior una nueva ilusión. Jamás había destacado en los estudios; sí en cambio, bien que de otra forma, en su círculo antiguo, el que ahora le volvía la espalda. Si debería de haber sentido alguna congoja por ello, sus nuevas amistades ya se encargarían de aliviársela.

Algunos de sus viejos amigos, los que más le querían, tuvieron disgusto de aquel distanciamiento, y trataron de tender puentes, incluso renunciando a la vida que habían llevado. Pero ya Bernardo había puesto proa a su nuevo destino y quería abandonar cualquier contacto con todos ellos, su pasado. El proceso de desapego fue imparable e, incluso los más íntimos, cansados de tanto rechazo, terminaron por apartarse de él pues se había vuelto totalmente desconocido.

A Bernardo, una vez seguro en semejante decisión de olvidar lo que había sido, le ocurrió un imprevisto. El libro parásito dejó de funcionar y ya no le ofrecía versiones noveladas, que tanto disfrutaba, de sus estudios. Las páginas de la mágica obra, antes feraces campos de letras, ahora brillaban como un deslumbrante desierto blanco y, por más que la arrimara a otros textos, no absorbía nada de ellos. Bernardo se estaba desesperando porque veía con vértigo que todos los planes que se había forjado últimamente se le resquebrajaban y las circunstancias lo conducían inevitablemente a volver con su gente de siempre.

No funciona gritó el indignado Bernardo entrando en la tienda como un ciclón.

¿O eres tú el que ya no vales para usarlo? le contestó muy seco el librero, sin demostrar ninguna sorpresa por la repentina llegada del mozo, ni tampoco por su queja.

Don Ramón, ¿qué hago con este albarán? preguntó el mancebo de la librería que salía de la trastienda en ese momento.

Bernardo, abstrayéndose de la conversación entre los otros dos, observó, por primera vez, el letrero lleno de polvo que coronaba el espejo tras la máquina registradora: Ramón Muntaner, librero de viejo.

Ya solos nuevamente, el propietario de la tienda continuó: has abandonado tus antiguas lealtades. El libro lo sabe y tampoco quiere seguir tu camino. Tienes que volver y esforzarte; darles una oportunidad a los de tu pandilla. Puede que algunos quieran seguirte aún.

Bernardo, como si lo considerase natural, pasó por alto preguntar cómo sabía eso don Ramón.

El libro es mío. Hace lo que quiero se defendió el chaval.

De eso nada. Él elige a su dueño. Y ahora te ha dejado. De hecho, lo más probable es que su esencia ya no esté en ese opúsculo que te vendí. Puede que haya huído. ¿Qué te diré?, a saber en dónde ha arraigado, el alma de qué nuevo libro habrá usurpado.

Estas cosas no tienen alma bramó el joven apuntando a las estanterías combadas de peso, ya harto de que el viejo no se centrara en su problema.

Son cosas los libros, ¿verdad?, sin sustancia personal. Intercambiables unos con otros. ¿Te has preguntado por ti? Te has dejado comprar por nuevos intereses, muchacho. ¿Por tanto, quién habla de alma aquí? Si esta no es más que un producto que se vende y se trueca, entonces estamos hablando de cualquier cosa pero no de alma. Ese libro parásito te ha leído y, para él, Bernardo no es más que una cosa carente de sustancia, un objeto intercambiable, como un canto rodado. Y una piedra, lógicamente, no lee terminó don Ramón con una sonrisa oscura.

Bernardo, tras esta y más pláticas con el librero puesto que este se las arregló para que aquella encontrara continuidad, se dejó convencer y volvió con sus antiguos camaradas. En cualquier caso, sin el libro, como el señor Muntaner le recomendó, no tenía más remedio. Y si bien no tuvo la alegría de que le siguieran todos los de la pandilla, al menos sí lo hicieron unos cuantos, los más íntimos, los que más le amaban.

El señor Muntaner se marchó a otra ciudad. Y Bernardo no lo volvió a ver nunca —eso fue lo que más sintió—. En cuanto a la pérdida del libro parásito... Bueno, no fue más que un inconveniente, aunque, sin duda, lo hubiera hecho todo con mucha más facilidad acompañado de ese maravilloso objeto.

domingo, 24 de febrero de 2013

La segunda oportunidad de Muntaner 2/3

El choque fue salvaje. Una cosa era leer las acciones de una batalla en redacciones novelísticas dotadas de más o menos realismo, y otra aquello que estaba contemplando. Los jinetes, aterrorizados, apenas pudieron hacer nada por defenderse. Con sus monturas trabadas en el barro, se habían convertido en una fácil presa para los ágiles peones que se estaban moviendo a su antojo. La ventaja que el humedal había dado a los soldados desarrapados fue determinante. La victoria fue suya.

Bernardo estaba pensando cómo aquella brillante y orgullosa gendarmería de espuelas de oro se había dejado caer en la trampa mortal que era el lodazal, cuando, nuevamente, algo, quizá una patada de alguien por detrás, lo hundió enteramente en el blando suelo.

Entonces levantó la cabeza, y otra sorpresa más grande aún se llevó. Estaba con un boli en la mano en lo que parecía un aula la de su instituto, poniendo punto final a varias hojas escritas por ambas caras. Reconoció la letra al instante, no otra que la suya propia. Allí, nadie más que él y el profesor de historia, quien por cierto le estaba requiriendo el examen.

Vaya, Bernardo, no creía que el tema de los almogávares te inspirase tanto comentó este de una manera insultántemente irónica.

Luego, sus compañeros le preguntaron que a qué venía escribir tanto, si jamás dejó puestas más de tres palabras en ningún examen. ¿Que de qué iba? "¿Es que te has vuelto un pelota?".

Ya le empezó a fatigar tanta insistencia. Y respondió la verdad:

No tenía ni idea. Pero ayer leí un libro de fantasía, y se lo he calcado entero. Tal cual.

Eso tranquilizó a su feligresía, y después se fueron todos juntos a celebrar el cero seguro. A la semana tenían las notas. Bernardo, un diez. Sin más. Perfecto, desnudo de todo adorno, indiscutible.

Lo primero que pensó fue que alguno de sus amigos craqueó el sistema y cambió su nota. Pero todos le juraron y perjuraron que no. Confuso, tras sacar a pasear más de una vez los puños para hacerse respetar como el más tenaz "suspendedor" de su curso, decidió dar una vuelta antes de llegar a casa. Sin proponérselo, terminó en la librería.

¿Qué tal?, ¿te gustó el libro que te vendí?

¿Esa novela? ¿La de batallas?

Ya veo que te lo terminaste. Pero no era ninguna novela, sino un libro parásito. Sí, sí, no pongas esa cara. A ver, dime, ¿dónde lo leíste?

Bernardo no entendió la pregunta. El viejo se vio obligado a repetirla.

Pues contestó el joven sobre los apuntes de historia. La expansión de la Corona de Aragón por el Mediterráneo y la Compañía Catalana en Grecia y Bizancio entonces el chico abrió mucho los ojos. ¿Quiere usted decir que lo que me vendió...?

Exactamente interrumpió el librero. Es un libro parásito. Se alimenta de otros libros que tenga cerca. Copia su contenido, y le da un formato de novela. Y de las buenas, diría. Ha convertido tus apuntes en un cuento de fantasía, solo que histórica, real. En algunos casos, incluso, llega a producir un efecto tan vívido que el lector no se reduce a leer, sino que vive lo que lee.

miércoles, 20 de febrero de 2013

La segunda oportunidad de Muntaner 1/3

No hay nada divertido en estos libracos.

En la mesa, abierto por la mitad, el libro de historia. Unos dibujitos en la página venían a ilustrar el contenido de aquella lección. Sin embargo, el desinteresado estudiante no se cuidaba de ellos; demasiado apegados al texto como para suponer ningún reclamo. En la miniatura se veía a unos hombres de aguerrido aspecto e indumentaria caballeresca subiendo a un barco.

Bernardo abandonó la mesa y se acercó a la ventana. A finales de enero, el tiempo oscilaba ambiguo entre dos mundos antagónicos el del suave y tranquilo invierno, el de la abrupta primavera inminente sin determinarse por ninguno de ambos extremos. Así andaba él mismo, entre dos realidades: la de sus amados libros de fantasía y el tostón de los de la escuela; volar, y obedecer.

Su padre lo había llevado esa misma mañana a una librería de viejo. El librero, demasiado cicunspecto hasta duro cuando recibió su mirada, incluyó un prehistórico opúsculo, ajado por el manoseo, entre el lote de antigüedades que su progenitor compró.

Este es para su hijo. Lo apreciará —había sentenciado el tipo, entre irónico y catedrático.

Bernardo lo había dejado en la mesa, orillado en la esquina. Una tentación continua a su falta de voluntad por el estudio. Al final la curiosidad ganó la partida. Atrájolo hacia sí para echarle una ojeada. Primero dedicó un tiempo a estudiar sus cubiertas, que no revelaron nada de puro desgastadas. Luego se decidió a abrir al azar, para lo cual usó de improvisado atril el libro de historia que estudiaba.


Algo lo empujó de cara al suelo en donde se hundió. El duro parqué de casa, de pronto y afortunadamente para su nariz, se había reblandecido y más parecía un tremedal que otra cosa. Levantó el rostro totalmente enfangado y, atónito, miró hacia lo que parecía una llanura, al fondo de la cual brillaba con singular protagonismo un estanque natural. Hacia allí se dirigían unos caballos a galope tendido. Sus jinetes, bien armados y enfundados en corazas, cargaban contra una formación de hombres desarrapados que iban a pie, un grupo de mendigos llegó a pensar el chico a partir de la humilde indumentaria que les protegía (Chronica, o descripcio dels fets, e hazanyes del inclyt Rey don Jaume Primer,... o en los dos idiomas Crónica catalana de Ramón Muntaner).

Bernardo se tapó la cara porque pensaba que los caballeros iban a barrer a los desarrapados peones y no quería ser testigo del horror. Trató de huir, lo que resultó imposible en el barrizal. De pronto, unos asustados relinchos lo arrancaron de sus esfuerzos por ponerse en pie. La carga de caballería se había cortado abruptamente sobre el barro. Los animales, aterrados, estaban chapoteando, y avanzaban a duras penas bajo su carga de hierro. Algunos tropezaron, otros cayeron estrepitosamente llevándose al suelo a su jinete. La mayoría, sencillamente, atenazados por el barrizal, apenas podían moverse.

Entonces, el grupo de soldados desarrapados, viendo a su enemigo tan atascado, lo acometieron con decisión. A su grito, "desperta ferro", y ebrios de una furia que aterró al muchacho, se echaron, con lanzas cortas y una especie de cuchillos largos, sobre sus inmovilizados enemigos.

miércoles, 6 de febrero de 2013

El maestro nacional

Las lágrimas habían arqueado sus ojos, otrora agudos y perspicaces. Su espíritu se instaló definitivamente en una permanente melancolía, y su forma de vivir se construyó con los recuerdos luminosos del pasado..., unas voces alegres, niños que extendían sus manos hacia el trozo de pan blanco tan escaso en aquellos años, la luz cegadora del páramo en los campos agostados de la meseta.
La niñez truncada por el sonido lejano de unos sordos y secos disparos tras la vereda del cementerio.
Fue la última vez que vi a mi padre.
De él guardo su reloj de bolsillo, una pequeña enciclopedia -El tesoro de las escuelas-, las lentes, una foto de juventud con su sonrisa prometedora y puesta en el futuro, y, sobre todo, la honestidad que le acompañó hasta el final sin que nadie se la arrebatase.
Una vida arrancada. Su voz silenciada para siempre.
Tan solo, como único testigo, un hermoso espino blanco que florece en primavera, renovando el ciclo de la vida.