viernes, 23 de septiembre de 2011

Colino y las arañas 6/29

―Ya estás otra vez ahí, mirando al techo ―advirtió Dana con disgusto viéndole en la postura de siempre, sobre la cama.
―¿Qué quieres ahora? ―contestó él saliendo de la modorra.
―Que te dejes de chocheces. No mires arriba, que no hay nada. ¿Qué te pasa? Es esa mujer otra vez, ¿verdad? Esa Carmina.
Colino no tenía ganas de confesar a Dana la verdadera importancia de aquel pasatiempo diario, pero tampoco iba a resignarse a perderlo por un pronto de ella.
―Métete en tus asuntos, pesada. No creo que vaya a volverme tarumba.
―Ya te he dicho que me asustas. Prométeme que no volverás a hacerlo.
El orden en la vida de Colino hacía tiempo que se hallaba asentado, y hasta petrificado. En él, más que el gusto por mantener las rutinas diarias, cobraba mucha más importancia la conciencia de que el tiempo le pertenecía. Cada tramo del día, cada momento correspondía a una dedicación diferente. Qué mayor prueba de dominio sobre uno mismo que saberse agente plenipotenciario para alargar una tarea cualquiera, o, incluso, prescindir de ella. Por ello, cuando Dana pronunció aquella demanda, una conmoción en sus esquemas lo arrancó de cualesquier divagaciones. Aquello parecía una rebelión peligrosa. Su dulce esposa, que siempre le había dejado hacer y nunca mostró indocilidad, se estaba poniendo muy controladora. No supo cómo responder pues era algo sencillamente inasumible. Volviose, tormentoso, hacia ella, quien, notando el cambio de humor del hombre, chasqueó la lengua con el mismo fastidio del que se acaba de pillar los dedos.
–Cállate ―gritó él fuera de sí.
Dana agachó la cara y demudó el gesto. Sus cejas, que nunca su marido las encontrara ni prominentes, ni especialmente amenazantes se cruzaron oscureciendo en la sombra las cuencas oculares. Aquella preciosa boca que norteaba a la de Colino se convirtió en una línea recta con un desconocido y turbio quiebro en la comisura de los labios. Toda esta fisonomía del enfado en el sereno rostro de Dana, que al bancario le pillaba por sorpresa, no hizo sino sacarle de sus casillas aún más por lo que suponía de nuevo.
–Y no me mires así ―el tipo se incorporó y, agarrando de la muñeca a la mujer, le agitó el brazo. Mas tan solo pudo zarandearlo una vez, pues inmediatamente aquel sedoso miembro, tan suave, tan discreto, cobró una rigidez granítica. Incluso, el vello de su piel, siempre presente pero huidizo como la espuma, se había trocado en duro y espinoso. Retiró con dolor la mano y se la miró crispado. No eran imaginaciones suyas, estaba roja como un tomate. Pero lo que más impresionó al bueno de Colino fueron esas cosas negras pegadas a la piel de su palma. Observándolas con atención no albergó duda sobre su naturaleza. Eran pelos. Cerdas negras y ásperas, muchas de las cuales se acomodaban en su débil epidermis perforándola cual clavos al rojo vivo. Porque escocían, vaya si escocían, como si le estuvieran frotando con un cepillo de alambres.

4 comentarios:

  1. Vaya,,, Asombroso. Espero que no sea el final, que haya un poquito más. Una transfromación, en un relato psicológico, de hombres grises que han perdido el alma.
    Relatas muy bien esa violencia entre los dos, ese choque inesperado, como este final de capítulo. A mí me entusiasma esta historia. Acaso, porque en parte, me veo refeljado. A lo mejor todos nos vemos reflejados.
    Cojonudo. Saludos.

    ResponderEliminar
  2. Pues, creo que aquí se acaba lo original. A partir de aquí, ya te digo, se vuelve convencional la cosa.
    Un saludo

    ResponderEliminar
  3. Jajajaaa, me he quedado a cuadros. Sensacional.
    Por cierto, estoy notando un ligero cambio en tu estilo que me está agradando mucho, la verdad.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Bueno, el giro es un tanto brusco: una revuelta. Pierde el carácter que venía teniendo la narración y adquiere otro.

      Eliminar