miércoles, 22 de diciembre de 2010

El bosque de los ogros 17/25

Perpetrada la carnicería, el conde se adelantó sobre su montura hasta las descalabradas puertas de la aldea. Hizo señas a Lus para que se le acercase, pues los aldeanos, aun habiendo asistido a la batalla, todavía se mostraban recelosos a abrir. Lus obedeció solícito. Y entonces sí, los gritos de júbilo desde dentro de las murallas rompieron por fin. Después, los sitiados abrían con premura para lanzarse hacia las tropas salvadoras, ante las que se agolpaban dándose golpes en el pecho en signo de gratitud. Con tan calurosa acogida, el conde pudo entrar apenas por un hilillo de camino que los cuerpos y brazos de los lugareños le abrían. Algunos no dudaron en abalanzarse bajo los cascos de las cabalgaduras para besar los pies de sus jinetes. Entre los agasajados se encontraba el propio Lus; pero de que tal cosa no merecía por los vaivenes de su buena voluntad a cumplir, el chico sentía cierto resquemor.
La alegría por la victoria era general. No obstante el sitio había hecho mella en las casas, en los cuerpos, en los rostros. Todavía ardían varios fuegos y de algunos hogares sólo quedaban negras e inútiles brasas observadas con estupor por quienes las habitaron. Un duro tiempo vendría a partir de ahora con la reconstrucción. Dentro de lo malo, el del alimento no constituía un problema inmediato. El pósito se había salvado, medio por fortuna medio por el celo y diligencia que se puso en ello. Las bajas se contaban por docenas. Los heridos, casi todos. Una gran parte caminaba a trompicones, llenos de estocadas y cardenales, mientras que a muchos otros no les acompañaban tantos brazos o piernas como antes del ataque, pero lo más doloroso era ver a los niños llorando solos, sin nadie a su lado para consolarlos.
Entre el humo y los cuerpos sin forma ni expresión, una figura se le reveló a Lus con luz propia. Arrojada desde aquel doloroso sucedáneo de su aldea cobró realidad esa persona que había poblado los sueños del joven durante los últimos días: la madre. La mujer lo abrazó entre sollozos y, acompañándola, las hijas mayores. Como una constelación de estrellitas a su alrededor, corrían alborozados los hermanos más pequeños, saltando y trinando, alejada por fin la larga tribulación. Lus hubiera querido sentir el recio abrazo de su padrastro, pero no lo hallaría. El marido de su madre se dirigía ahora, ignorándole a él, hacia el insigne conde. Lucio-in-Laélides prefirió, antes que agasajar a su insigne hijastro Lus, saludar, en nombre de la villa, al noble. Éste, sin atender a nadie, bajó ceremoniosamente del caballo; tras unos segundos de observación, caminó con paso digno y majestuoso entre los aldeanos. No les regalaba palabras de ánimo o consuelo, únicamente los miraba, como contando. La gente interpretó aquello como una expresión de aflicción mezclada de simpatía; y por eso agachaban la cabeza agradecidos. A continuación subiose a la tarima de la plaza y habló.
‒Soy el conde Jiménez. He recibido de manos de vuestro rey esta aldea y sus tierras. Como habéis visto, sé protegeros y a fe que, si llega el caso, me volveréis a contemplar al frente de la tropa contra quienquiera que os pretenda algún daño. Como señor de la villa me esforzaré en impartir justicia y decidir cómo se gastan los impuestos. Desde ahora vuestras preocupaciones han cesado.
Lus contempló al magnate dirigirse, tras la breve alocución, hacia el templo, rodeado de Lucio y los demás. Hablaba sin dirigirse a nadie, con la seguridad de quien se sabe escuchado. De vez en cuando señalaba con el dedo a algún sitio y, de inmediato, alguien partía corriendo siguiendo esa indicación. Eso era lo que había querido su abuelo, traer ayuda del rey. La misión que le encargaron había resultado un éxito. Y él mismo recibía los saludos y enhorabuenas de todos. No podía sentirse más orgulloso. De pronto se acordó de Laélides. Era el líder de la aldea; si alguien debía encontrarse hoy ante el conde Jiménez, ese era el abuelo.
‒¿Dónde está? ‒empezó a preguntar a sus vecinos. Al principio nadie le contestaba. Y Lus asumió que le ocultaban la peor noticia, que su abuelo habría muerto durante el sitio.
‒Pues en el Palacio ‒por fin alguien se hizo eco de su ruego.
‒¿Qué? ‒Lus escuchó la respuesta con incomprensión.
‒Claro, arrestado por traidor.

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