miércoles, 22 de diciembre de 2010

El bosque de los ogros 7/25

Continuó ascendiendo por el bosque de pino, tapizado en la parte más próxima a la cima de brezal y enebro. El terreno, tendido hacia arriba, no le estaba haciendo un favor precisamente, ni la falta de un morral con provisiones tampoco. Se acordaba de lo que renegó cuando lo designaron para esta misión. Quizá, de haber sido más dócil, alguien habría reparado en que carecía de petate. Ay si tuviese algo para llevar a la boca, un poco de carne seca, algo de queso curado, cualquier mendrugo. Pero él era así; se tomaba los peligros a la tremenda siempre. Ahora, compungido y lloroso, se lamentaba de sus protestas; se moría de hambre. Para colmo, además, seguía en peligro. Pues, aunque dejó a los hombres salvajes atrás, los ogros no le brindaban la serenidad de ánimo para cazar. De no ser por ellos ya habría hincado el diente a algo, aunque fuera un escuerzo arrancado de alguna charca asquerosa. Con unas frutillas no se valía para tenerse una jornada de marcha, necesitaba ya algo más sólido.
Por lo demás no se podía quejar, aunque tampoco es que hubiera pasado un día tranquilo. Un par de sustos ya llevaba sobre el corazón, aunque no supusieron ningún riesgo para su vida. Pues de un pico picapinos poco daño habría de venirle. Peor las pasó una pieza más allá, cuando estuvo seguro de tropezar con un monstruo de esos que vegetaba ocioso panza arriba, y en el plazo transcurrido hasta que no enfocó bien la vista casi sufría un patatús. A las hormigas no se les daba nada por lo malo que se puso el chico al confundir el hormiguero con la prominente barriga de un ogro tendido de espaldas. Y no se le achacaría el malentendido a la falta de luz, pues el Sol espiaba desde lo más alto del cielo con un implacable martilleo de estío. Sin duda el terror le empañó la vista.
Llevaba caminando varias horas y el efecto de estar tanto tiempo alerta se estaba convirtiendo en una obsesión. Pero no se dio tregua. En un momento determinado, creyó sentir un crujido de madera y, aterrado, se ocultó bajo un tejo de ramas caídas. No movió un músculo, casi no respiró. Entonces apareció una pareja de aquellas bestias, paso tranquilo, como de crucero, a muy poca distancia, tan cerca como una navaja de afeitar. Se trataba de una hembra acompañada de su cachorro. Una mala casualidad: si no lo mataba para alimentarse, esta madre seguro que lo haría por instinto de protección sobre el pequeño. Afortunadamente los ogros se alejaron, pero él seguía pegado al pie del árbol, paralizado del susto. Ya, una vez perdidos de vista, empezó a resollar recuperando el aire que no se había atrevido a coger, y sus oídos volvieron a escuchar. Concentrado en vigilar a los dos monstruos, su mente había permanecido en blanco para todo lo demás. Volvieron otra vez a sonar, poco a poco, en su cabeza los susurros de los troncos rozándose entre sí, las hojas aleteando, algún avecilla saltando de rama en rama en busca de alimento, una voz diciendo: —Ni se te ocurra moverte.
Del susto, casi se desquicia: esta vez lo habían pillado, esta vez iba a morir, lo iban a despedazar, a comer, a... Todas las cosas más lindas en qué pensar desfilaron por el tiovivo de su cabeza.
—¿Q... quién eres? —Lus contestó a aquel extraño estudiando con horror su voz.
—¿Estás de broma? En todo caso, ¿quién eres tú? —preguntó en un tono agrio el desconocido.
—¿Me estáis apuntando? —Lus ya había deducido con la rapidez de un conejo acorralado qué clase de cazadores no eran estos que le acababan de capturar: no se trataba de ogros. Los gigantes del bosque nunca usaban arcos, o al menos eso se decía por aquellos lares.
—Con flechas de tejo. Será mejor que no te tengamos que herir.
—No me matéis, por favor —rogó desconsolado. Tal nerviosismo le azotaba que se le quebraron las palabras y le acometió el hipo.
—¿Vas a llorar? —la voz del desconocido se volvió irónica.
—Pero..., si ya lo está haciendo —intervino una segunda voz, esta vez femenina. —Tranquilízate, no te vamos a matar.
—No lo hagáis, no me matéis —él estaba arrodillado en el suelo. Su pulso tan acelerado que apenas le permitía silbar las palabras entre dientes.
—A este tipo le va a dar algo.
—No, no temas. Que no queremos hacerte daño —la chica empezaba a estar algo preocupada por la agitación de Lus.
Éste, viendo una posibilidad de salir vivo, se mantuvo quieto como una estatua. Oyó ruidos de gente bajando del árbol. Luego, por fin, recibió un achuchón muy poco considerado, que imaginó significaría: andando, adelante.
No volvieron a abrir la boca. Pero se comunicaban con él, vaya que sí. La mano firme le hablaba continuamente, con poco sutiles empujones, a veces tan fuertes que se diría se ensañaba.
—Lo sabía, lo sabía, esto no saldrá bien —empezó a quejarse, míseramente, el capturado.
—Qué runruneas. ¿No estarás haciendo un conjuro? —el tipo inflexible hizo caer a Lus al suelo boca abajo de un empellón. —Te voy a atravesar el pecho y así acabamos —el arco crujió por la tensión.
Luego, Lus oyó la queja del desagradable muchacho: —Qué pretendes. Déjame hacerlo.
Y a continuación siguió un pequeño rifirrafe del que emergió vencedora la voz de la chica, mucho más cálida y suave en oposición a la del otro.
—Levanta y continúa. Y no intentes nada contra nosotros.
Tras un rato caminando, en silencio y sin incidentes, por una trocha que se desviaba de su camino hacia la fortaleza de Sund, Lus decidió preguntar.
—¿Adónde me lleváis? —la garganta estremecida aún de miedo.
—El consejo decidirá —le contestó el muchacho. —Te conducimos ante nuestros líderes, quienes te juzgarán.
—¿Juzgar? Si no he hecho nada. ¡Ay, ay! —la agitación, a Lus, le hizo vacilar.
El del arco lo tuvo que sostener de una forma muy poco delicada añadiendo en un bufido lleno de rencor: —eres malo, extranjero. Malo y peligroso. Y seguro que te condenan.
—Calla —intervino, molesta, la voz femenina. —Tú no sustituyes al consejo. Ellos se pronunciarán.
El apresador gruñó en contestación a su compañera.
—Pero yo soy un pobre tipo. No hay nadie más manso y débil, una ruina os digo. Preguntad en el pueblo —se defendió Lus lleno de temblores.
—Cómo te atreves a mencionar a esos destructores. Tú eres uno de ellos, eres un destructor —la voz masculina hablaba plena de convicción.
—No he hecho en mi vida daño a nadie —se apresuró a negar Lus, cada vez más alarmado por el cariz que tomaban las palabras de sus captores.
—Desde luego, tú tienes pinta de eso si me preguntaran. No he visto nunca a nadie con más miedo —repuso sarcástico el hombre. La mujer emitió un ronroneo difícil de interpretar.
—Quieto, destructor. Aquí comeremos.
Lus no había sido atado, pero como si lo hubiera. Todo su cuerpo temblaba de terror al pensar en una de esas flechas de tejo atravesando su cuerpo.
Cuando le dieron la vuelta contempló a dos individuos de aspecto ágil y un poco más bajos que él, lo que era muy común, por otra parte. Uno era el muchacho gruñón y el otro una joven de aspecto agradable. Traían mochilas pesadas, arcos pequeños y carcaj asegurado con tapa de piel para que no cayeran los dardos.
Se dispusieron sentados en el suelo, con Lus por medio. Los dos habitantes del bosque sacaron algo de comer, lo justo para el momento, y volvieron a guardar el resto en sus macutos. En el bosque nunca se podía estar seguro. Si toda esperanza de salir vivos de un ataque se cifraba en echar a correr, había que estar preparados permanentemente. De ahí que alimentos, bebida o armas nunca deberían estar más que el tiempo justo fuera de sitio.

2 comentarios:

  1. Bueno, pues los ogros existen, empezaba a pensar que eran ogros mentales. Me ha hecho gracia eso de la hemabra y el cachorro.
    Y la sorpresa de los dos montaraces, también.
    Lus, definitivamente, es un antihéroe. Aunque eso de la valentía... Nunca se sabe.
    Las descripciones de la naturaleza son magníficas, muy bien tratadas. Un goce.
    Saludos.

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  2. Perdón por el retraso. Gracias por lo que señalas sobre el valor y la valentía, pues esto va un poco de eso.

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