miércoles, 22 de diciembre de 2010

El bosque de los ogros 18/25

El muchacho no reaccionó como habría sido su deber por linaje: haciendo tragar esas palabras. Al contrario, quedose inmóvil recordando el momento en que su abuelo le echó de las murallas.
Decidía, aún incapaz de asimilar la nueva, encaminarse hacia la casa del alcaide, el lugar en donde los vecinos acomodaban lo más parecido a una cárcel. Por alguna extraña asociación que alguien tras un viaje a las ciudades del sur hiciera, la bautizaron como el Palacio. Pero anda que no iba nada de un palacio verdadero a la prisión de la aldea. Alguna mala lengua murmuraba que el inventor de la ocurrencia conoció algún palacio por dentro, pero muy por dentro, tras ser pillado infraganti. Estaba ubicada en el centro del poblado, pues fue proyectada para lugar de reuniones y residencia de los oficiales. El templo pasó a arrogarse las funciones de asamblea, y como no había ninguna solución para los casos de arresto, la necesidad trajo sola el arbitrio en la casa del alcaide. El designado para este cargo, por ostentarlo, ya sabía que contaba con casa propia, de modo que se trataba de oficio envidiado. Nadie encontraba incómodo, por cierto, vivir en la cárcel, pues realmente casi nunca lo era, es decir, muy rara vez se alojaba nadie forzado. Era un poblado muy tranquilo.
La zona de la casa dedicada a la reclusión era la de la parte alta del edificio. Allí se dividió en su día, mediante obra, el espacio, consiguiendo sacar varias piezas en donde los de la aldea encerraban a los ocasionales reos hasta la llegada del alcalde en ronda por las aldeas del territorio.
Lus encontró a Laélides sentado a la mesa bajo la ventana. Estaba escribiendo. El hombre se afanaba en su tarea inadvertido, a pesar de que el chico había subido las escaleras sin mayor precaución. Llevaba un recio vendaje en la pierna que le impedía flexionarla. Por ello un taburete sostenía en alto el miembro afectado. Junto a la silla, apoyada contra la pared alcanzó a ver una muleta.
‒Hola ‒Lus elevó el tono de voz. De sobra sabía el chico por qué su abuelo no le había oído llegar. Durante los últimos años el viejo había perdido mucho oído, lo que los chavales, incluido el propio Lus, tomaron por excusa para inventarle cantares, no del todo bienintencionados.
‒Ahora, hijo, ahora estoy ‒el hombre no pareció sorprendido de la visita de su nieto.
Un instante después se volvió hacia la puerta. El alcaide no había cerrado, de modo que el joven encontró libre el paso a la sala.
El viejo se levantó con ayuda del bastón y se dirigió con la mano extendida en actitud de saludo. El hombre pretendía suplir con su cariño el que le negaba el padrastro. Su abrazo fue cálido y familiar, como el de la madre, pero, al mismo tiempo, firme, al estilo de dos veteranos al reencontrarse.
‒No me equivoqué contigo. Sabía que lo lograrías ‒el hombre contempló lleno de orgullo al chico.
‒Estoy aquí de milagro.
‒Claro, pequeño. Y nosotros. Si estamos vivos ha sido gracias a ti. No lo dudes.
El chico miró al suelo, disimulando de esa manera el rencor que guardaba al viejo.
‒He visto a mi padrastro sustituyéndote ‒ronroneó Lus.
Laélides soltó la mano del hombro de su nieto. Volvió a su mesa con paso lento, y tomando asiento, indicó al chico que lo acompañara. Pero éste rehusó la invitación, quedándose inmóvil en el umbral.
‒Así que trajiste la ayuda del conde ‒el abuelo dio un suspiro cansado.
‒Era lo que me ordenaste ‒Lus imprimió a sus palabras un tono duro.
El viejo lo miró con ternura. Recordó otra vez los acontecimientos amargos. Aquella noche, sitiados por los salvajes, la desesperación dictó sus propias órdenes. Y seis muchachos, en la flor de la vida, fueron lanzados a una muerte segura por un caduco líder incapaz de infundirles garantía alguna.
‒Ninguno volvió.
‒¿Qué?
‒Los otros cinco que te acompañaron. Ninguno volvió. Tu hermanastro fue torturado por los hombres salvajes. Lo sabemos porque nos devolvieron los cadáveres.
Lus recordó a Rufus-in-Lucio, hijo biológico de su padrastro. Un muchacho fuerte, impulsivo y cruel.
‒Lucio casi se volvió loco del sufrimiento. Dijo que le robé su descendencia y atizó el odio de la aldea contra mí. Se le unieron el resto de familias afectadas y me encerraron por traidor. No me perdonará, pero ya no importa.
‒A mí también me echaste.
El abuelo ignoró la acusación del muchacho: ‒tu madre ha encontrado a alguien que la proteja y garantice buenos enlaces para sus hijas. Tus hermanas están seguras bajo el paraguas de tu padrastro, que ahora es un hombre poderoso. Toda tu familia ha salido ganando con Lucio. Pero él no te beneficiará. Es más, te culpará sólo por seguir vivo mientras sus hijos naturales no. Aquí, en la aldea no tienes futuro y mi influencia ahora es contraproducente para ti. Mi consejo es que te vayas. Que busques tu vida lejos.
‒Te olvidas de que para ti merezco morir.
‒¡Ya está bien! ‒el grito de Laélides sacó al joven de su ensoñación. ‒Deja de echar la vista atrás y abre los ojos. Si te quedas en la aldea no podré hacer nada por ti, ni tu madre tampoco. Y somos los únicos que te queremos.
Lus quería marcharse, ya no soportaba más la cercanía del anciano.
‒Ahora resulta que eres mi valedor. Es el colmo ‒y se dio la vuelta con la convicción de que no volvería a ver al viejo.
El anciano también lo sabía. Lo contempló doblar, tras la puerta, hacia la escalera. Le había dado un consejo muy valioso, de hecho era la última gota de su poder. Ya no tenía nada más que dar a nadie.
Y mientras salía de la prisión del pueblo Lus instintivamente se acordó de Mun. Si aquí no iba a encontrar su futuro, ella aparecía a sus ojos como ese hueco de seguridad que se le negaba en su casa. Fue la muchacha la que le dio ánimos para continuar con su misión, la que lo redimió de la mazmorra allá en la ciudad de los habitantes del bosque. Estuvo ahí, en los momentos críticos con él. Desde luego, Si tenía que emprender la búsqueda de un hogar, lejos de la aldea, no lo haría solo, eso seguro. Necesitaba a alguien a su lado que le infundiera el valor que a él le faltaba.
Tomó la decisión casi de inmediato. Tenía que volver, enfrentarse otra vez al horror de ese bosque. Buscar la muerte, pero a través de ese camino, encontrar la vida que quería.

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