miércoles, 22 de diciembre de 2010

El bosque de los ogros 12/25

Lus dio un brinco tan alto que casi se descalabra contra una rama sobresaliente. Aquella voz había surgido tan de improviso, tan repentina que el corazón del muchacho bien pudo rendir cuentas en ese momento.
‒¿Qué tal, niña?
Justo detrás de él, fuera del círculo de polvo, una mujer los miraba. Lo primero que le llamó la atención al chico, una vez se giró, fue el parecido, o el aire similar en el porte de la recién llegada con Mun. En la cara triangular de la joven se apreciaba que un cincel común había esculpido a las dos mujeres.
‒Veo que mi hermana te ha enseñado a tomar precauciones ‒la misteriosa mujer miraba el polvo en suspensión alrededor de ambos muchachos.
‒La única magia que conoce mi madre es la que nos protege de vosotras. Esta ceniza no te dejará tocarnos ‒repuso Mun.
‒Es triste que mi propia familia sea una extraña para mí ‒se lamentó la tía de Mun en un tono aparentemente incompatible con la firmeza que destilaba su soberbia figura. ‒Ella es tan cabezota...
‒No, ella te conoce demasiado bien. Ya ves, cómo a la menor oportunidad ya estás hablando mal de nosotros ‒un destello de rencor encendió el tono de la joven. ‒Nunca aceptaste que mi madre quisiera a mi padre. Muy bien, tendrás que volver a aceptar lo mismo de mí: él es el que me dio el ser.
‒Dejemos eso, pequeña ‒la mujer cerró la boca en una mueca un tanto desagradable. ‒Eres mi sobrina, no necesitas protegerte de mí ‒su voz sonaba fría pero también algo compungida.
‒Ya lo sé. Pero la última vez trataste de raptarme.
‒Eso no es verdad ‒Lus supuso quién era aquella mujer excepcional; se trataba de la reina de las brujas, uno de los seres más poderosos que existía. Así que el chico trató de refrenar, por supuesto sin conseguirlo, a su compañera de huidas en la certeza de que, como a cualquier poderoso le sucede, la soberbia no admite negativas. Resignado, viendo el tenor de la discusión, se dispuso a sufrir un arranque de mal genio brujeril, pero nada de eso sucedió, sino que la hechicera puso cara de berrinche.
‒No me escucháis ninguna de las dos ‒se limitó a quejarse la tía de Mun.
‒Alto, no sigas. Y no quiero que me mires así, que ya bastante has forzado las cosas antes. Te lo vuelvo a repetir: no soy tu heredera. Aunque seas una reina no deseo ser yo quien te suceda ‒se defendió Mun, con una contundencia que al chico asustó.
Aquella mujer era un ser formidable. Alta, poderosa, su mirada apresaba la voluntad en tal grado que, a no dudar, volatilizaría cualquier resistencia. Lus supo que jamás la desobedecería, aunque ello comportara una traición. Su piel, tan inmaculada, pregonaba una edad que no congeniaba con la que sus ojos daban a entender, una intuición difícil de sintetizar. En aquella oscuridad apenas se apreciaba su indumentaria gastada de viaje, sin embargo algo destacaba sobremanera: un objeto, que debería ser un anillo si no fuera por el tejemaneje inaudito que se traía, resplandecía en la mano izquierda. La sortija se hallaba coronada por una conspicua aguamarina y no paraba quieta. Iba y venía, saltando entre los dedos, en un amago continuo de caída. Milagrosamente no se despeñaba nunca, como si la natural querencia de esa joya no fuera hacia la tierra sino hacia su propietaria. Otra peculiaridad de la hechicera era la del propio aroma que propagaba. Olía a invierno, pero no a esa clase de invierno identificada con el hielo, o con la mortaja de nieve que ahoga toda vida. Más bien evocaba el humo de las chimeneas quemando leña, o los calentadores de cama caldeando el lecho y el filandón al amor de la lumbre, aromas todos de hogar y familia, de paz y felicidad. Las que Lus no conocía.
De pronto, la mujer posó la mirada sobre Lus, y éste no sintió toda la implacable ola de voluntad que se temió; lo que habría manifestado en algún aspaviento bastante poco digno. Y es que la barrera de polvo debía de estar haciendo su trabajo.
‒¿Dónde está el jovencito Baru? Siempre vais juntos a todos lados ‒se le ocurrió adoptar un tono algo impertinente pero, casi de inmediato, la bruja palideció al mirar a su sobrina, como si hubiese cobrado conocimiento, sin necesidad de palabras, de lo acaecido.
‒Oh, pequeña. No... Lo siento ‒Mun sostuvo la mirada de su tía, pero fue incapaz de soportarlo. La joven, la fuerte Mun, se llevó las manos a la cara y lloró. Su tía se puso de rodillas hasta situarse a la altura de los dos chicos, aún sentados en el suelo dentro de su círculo protector. La mujer atrajo hacia sí a su sobrina y se abrazaron. Lus había deducido que la sustancia espolvoreada alrededor de ellos servía como una especie de muro inviolable contra la bruja, por ello tuvo un pequeño sobresalto al ver cómo la tía de Mun lo atravesaba. "La magia y los sentimientos ‒pensó‒ son familia".
‒Tuve que dispararle. Los ogros..., lo iban a coger ‒explicó la atribulada muchacha.
Su tía no decía nada. Pero toda su soberbia, todo su esplendor ahora habían desaparecido. Sólo era alguien verdaderamente afligido compartiendo dolor.
‒Un arquero le hirió con una flecha envenenada ‒intervino Lus, con timidez. Ambas mujeres permanecieron abrazadas, abstraídas del mundo de sombras que acechaba.
‒Gracias, tía, por tu respeto. Nunca te pareció lo suficientemente bueno para mí ‒rompió a hablar la joven.
‒No, cariño. Lo mío sólo eran puntos de vista, nada más. Puede que yo quisiera decirte algo contra Baru, pero qué tonterías eran. De qué autoridad me arrogaba para obligarte a ser como yo quería. Aunque yo me empeñaba en que sonaran a consejos no eran sino reproches... Si pudiera cambiarlos todos por prolongar tu felicidad, qué no daría por ello.
‒Sé que no lo querías, que tenía defectos...
‒Te merecías gozar de él. Verás, la misma discusión tuve hace mucho con tu madre respecto a su esposo, tu padre. Y yo perdí, pero lo perdí todo: ella no quiso volver a verme. Luego, he vuelto a caer en el mismo error, esta vez contigo. Ahora el tiempo os ha dado la razón. Mírame, Muniela, estoy sola. Al regañaros, al criticaros, en definitiva al no escucharos he cometido un doble pecado: contra vosotras por transformarme en una desagradable sombra para vuestra dicha, y contra mí misma por provocar vuestro alejamiento, mi soledad.
‒Ahora necesitamos de ti ‒la joven atisbó con inseguridad el rostro de la bruja, quien se dispuso a escuchar. ‒A Lus lo capturamos, baru y yo, cuando se dirigía a pedir auxilio a su rey. Los salvajes están atacando su aldea y el tiempo le apremia. Y yo no podré ayudarle porque temo que a mis padres les haya sucedido algo. A continuación relató el incidente en el que Baru perdió la vida.
‒¿Una flecha envenenada? ‒se preguntó extrañada la bruja. ‒Pero eso significa que el enemigo es uno de los tuyos.
‒Sí, no encuentro otra explicación yo tampoco.
‒Mi hermana tiene problemas y tu padre también ‒concluyó la tía en tono sombrío. Luego se volvió a Lus: ‒vuestros caminos se separan. Tu gente, jovencito, corre peligro.
‒¿Sabes algo? ‒inquirió Lus.
‒Vengo del norte, y en mi camino he visto grandes grupos de salvajes desplazándose desde sus áreas. Se traen consigo todo: animales, carros con comida, baúles. No dudan en asaltar las granjas y aldeas que les salen al paso, pero no con afán de conquista sino para avituallarse. Tiene todas las trazas de ser una huida en masa. Tu aldea no es más que una despensa más en su marcha y la tomarán.
»Afortunadamente tenéis a un hombre notable dirigiendo la resistencia. Tu abuelo es el mejor regalo que la aldea podía haber deseado para este apuro. Si alguien es capaz de dar solidez a la gente es él ‒Lus apartó la mirada de la tía de Mun. Todavía se acordaba del trato que recibió del anciano.
‒¿No te extrañas de que lo conozca? ‒aquella mujer parecía saber cómo sublevar a Lus.
‒No me importa mi abuelo, señora. Si es eso lo que quiere saber. No dudó en echarme del pueblo con todos esos salvajes fuera.
‒Estuve con él. Me habló de ti, de su dolor por haberte tratado como lo hizo. Pero también lloraba por el resto de muchachos que partió el mismo día que tú a pedir ayuda, y también lloraba por su aldea. Él es el líder, tiene que llevar esa carga por cada chaval, por cada hombre y mujer. Por eso se ve forzado a pedir sacrificios a quienes ama. Todo por resistir, por convertir a la aldea en un firme refugio. ‒La mujer consideró un momento al joven, quien no parecía renunciar a sus rencores, y a continuación echó un suspiro como quien echa los demonios de la impaciencia por no zarandearlo. Para despertarlo apretó más: ‒Si llegas a ocupar su puesto algún día, como él espera‒ a esta sí que logró estremecerlo hasta el punto de atraer por fin su mirada, ahora llena de extrañeza‒, te convertirás en alguien solitario entre los tuyos y eso te llenará de tristeza, aunque también de odio pues la aldea será una prisión. Tu abuelo no odia, pues es libre. Sólo os gobierna por amor, no por resistir.
Lus volvió a su mutismo, ahora más empeñado que sentido, y, a regañadientes, murmuró: ‒no, si tendré que ir. Pero a lo mejor es tarde ‒Mun estiró los labios en una mueca como de liberación.
La bruja se quitó una pequeña fíbula que no abrochaba nada. Tenía una forma que remedaría a la del arcoíris, y su color argénteo provenía del material de que estaba hecha. No obstante, rompía la monocromía un elemento verdaderamente conspicuo: un granate engarzado en el extremo. Depositó el dije en la mano de Lus y, a continuación, trazó un aspa en el aire ante el asombrado chico.
‒Ahora prométeme que en cuanto te pongas en camino, sólo pensarás en salvar tu aldea. Eso bastará ‒al encontrar gesto tan confundido en Lus, la hechicera, con algo de prisa, decidió explicarle algo más: ‒tu resolución alterará las percepciones del espacio, haciéndote creer que lo que está lejos no lo estará tanto. Bueno, no sólo lo creerás, será así... Digamos que tu módulo de medida cambiará, leguas por varas, pies por pulgadas. Ese broche te ha de ayudar a cubrir la distancia que te espera en muy poco tiempo. ‒Luego, se paró un segundo, como si hubiera oído algo, y, girándose hacia su sobrina, la apremió: ‒has de dirigirte a casa. El bosque ha cambiado..., está inquieto ‒su tono de voz se volvió implorante, casi nervioso.

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