miércoles, 22 de diciembre de 2010

El bosque de los ogros 14/25

‒Te propongo algo. Si dejas libre al muchacho ‒dijo Muniela pensando en Lus‒ me someteré y te juraré fidelidad.
El usurpador quedó sorprendido. No haría ni cinco minutos que había "pedido" a Mun su colaboración, si es que bajo tortura podía pedirse nada; recibiendo de la joven, por enésima vez, la correspondiente negativa. Cuando, de pronto, cambiaba de parecer y se avenía. El usurpador diose cuenta de que lo que facilitó el trato era poner por precio al irrelevante muchacho. Receló un tanto, pero el acuerdo le ponía en bandeja la victoria completa con la eliminación de la última resistencia.
Durante los dos días transcurridos desde la captura de Mun en el bosque, el usurpador la había estado presionando de muy distintas maneras; todas ellas físicas y desagradables, pero es que de las psíquicas no le quedaban ya recursos. Las amenazas a su familia no habrían funcionado, lógicamente, pues a la joven no le quedaba pariente vivo. Él mismo ordenó el asesinato de todos ellos. Así que sin base para presionarla por ahí, inmune, por otra parte, a los golpes y desmanes a que la había estado sometiendo, el usurpador estaba empezando a perder la esperanza de obtener de ella su adhesión.
-El muchacho, y obtendrás mi rendición ‒fueron las siguientes palabras de Mun.
Animado por el cambio de actitud de la joven, el tirano no perdió el tiempo en elucubraciones. "La suerte es para los rápidos", pensó. Y ordenó redactar, de inmediato, un documento que recogiera la claudicación de Muniela. La muchacha acababa de tomar una resolución; puede que no fuera la más cómoda, pero estaba segura de lo que debía hacer. En vida distó de guardarse en secreto las diferencias que se traía con su padre, quien la reñía muy a menudo por irreflexión. "No te centras en los problemas, le recriminaba éste, sino en no provocarlos". Qué gran injusticia proclamaban esas palabras. ¿Acaso alguien con temor a influir no debería pensar muy mucho antes de tomar una decisión? La aparente distracción de Mun no derivaba de duda, ni de estupidez, sino de prudencia. No existe burbuja que aísle a la gente de los efectos del poder, la única salvaguarda viene del cuidado con que se utilice. Ella y el usurpador poseían ese poder, y, por tanto, también tenían la capacidad de prolongar el sufrimiento de los demás. A él no parecían importarle tales aspectos, es más, seguramente los considerara peldaños en su camino, una herramienta más. Pero a ella sí, y las tribulaciones que le estaba tocando vivir no habían alterado su modo de pensar.
Fueran políticos o personales no le faltaban argumentos para continuar la lucha. Sí, sin duda, su familia había muerto, y el culpable estaba ante ella: un usurpador, autoproclamado rey. Razones políticas no le faltaban para seguir en la lucha pues la desmembranza de su pueblo ya estaba en marcha, al disolverse, con las nuevas medidas, la igualdad que durante siglos había caracterizado su forma de vida. No habría, así pues, nadie que la acusara de irreflexiva por continuar adelante con la resistencia al tirano. Sería considerado un acto legítimo, incluso. Pero no deseaba seguir amarrada a la rabia que sólo conduciría a la perdición de su pueblo. Por ello decidió mirar hacia otro camino, también complicado, pero mucho menos traumático: la claudicación.
‒Está bien. Sea. El muchacho no me importa. Pero tienes que firmar ahora mismo tu juramento de fidelidad a favor de mí ‒el usurpador hizo un gesto y un sirviente puso el documento sobre la mesa. Mun no dudó.
‒Es lo mejor, créeme ‒se frotó las manos el nuevo rey, mientras el hombre de la librea se alejaba con el documento refrendado. En la entrada, el criado se tropezó con un individuo estrafalario que llegaba. Los extraños pliegues en su hechura, fruto de un crecimiento quebrado y doloroso no describían a otro que a un devorador de túneles. Aquel que había acabado con la vida de la reina de las brujas, la tía de Mun.
El tipo desapareció, camino del centro de la sala, y fue visible de nuevo, sin previo aviso, encaramado en el antepecho de la galería; tumbado como si aquel angosto margen tuviera la anchura de una cama.
‒Tienes amigos muy poderosos ‒Muniela comentó al rey con repugnancia sin, por ello, dejar de mirar al nuevo personaje.
‒Reconozco que su participación me ha resultado muy cara. Y si bien no funcionó como teníamos planeado, no estoy descontento con Megis.
‒Él los atrajo, ¿verdad? Atrajo a los ogros ‒quiso saber Muniela.
‒Es imposible hacer nada con esas criaturas estúpidas. No entienden de tratos ‒explicó a Mun el rey.
‒¿Y de qué entienden?
Los ojos fosforescentes del devorador iban caprichosamente desde el amplio horizonte del mirador al cuerpo de Muniela, al que observaba con una extraña delectación. La joven solo acertaba a interpretar tal interés por ella como producto del deseo. Conclusión poco menos que incompatible con lo que sabía de los devoradores: seres solitarios que nunca convivían con nadie.
‒Los ogros sí comprenden el lenguaje de la furia, de la venganza, de la pasión ‒el rey no parecía cómodo ante la presencia del devorador, así que se explicaba dándole la espalda.
‒Qué hiciste para provocarles.
‒Bueno, digamos que aman a sus hijos y no me preguntes el porqué. Son muy ruidosos ‒abrió, por primera vez, la boca Megis, el devorador de túneles. Una voz muy áspera, en consonancia con el aspecto brutal de su físico, y poco acorde, sin embargo, con sus elegantes andares felinos.
Muniela abrió los ojos asqueada: ‒matasteis a sus crías.
‒Veo que ya lo coges. Bastaron unos cuantos pequeños y sucios gritones de esos para poner en marcha a una manada contra vosotros dos. Yo cumplí mi trato ‒añadió Megis dejando reposar su indolente mirada sobre la espalda del usurpador‒ vosotros tenéis malos arqueros.
‒He ordenado matar a aquel hombre que falló el tiro ‒se defendió el rey impostor con rabia‒. Su error nos ha costado tiempo.
‒Tu hombre no me mató a mí ‒Mun volvía a saborear la hiel de la ira. ‒Disparó a Baru.
El usurpador enarcó una ceja y sugirió en tono cínico: ‒el bueno de Baru se hubiera empeñado en defenderte. Tarde o temprano habría caído, no lo dudes.
‒Eres más torpe de lo que creía ‒protestó Mun ‒. Ahora no sólo te has enemistado con las brujas por matar a su reina, también tendrás a los ogros enfrente.
‒En lo de tu tía no hubo más remedio. ¿O crees que se hubiera puesto de mi parte?
‒Lo único que deseo es que tus decisiones no nos afecten. Para los ogros, no hay diferencia entre tú o yo, o cualquiera de nosotros. Desde su punto de vista somos iguales. No dudes que nos culparán como raza.
‒Tengo amigos poderosos ‒añadió el rey mirando al devorador quien, indolentemente, desvió la mirada hacia el paisaje de fuera.
‒Bien, basta de cháchara. He de cumplir mi palabra de rey. Vamos a liberar al muchacho que ha precipitado tu decisión. Veamos qué tanto vale para merecerse tu aprecio. Y para ponerlo más interesante se me ocurre una idea. Si tú lo das todo por él, quiero saber qué te devuelve.
‒Has firmado un trato ‒advirtió Muniela sospechando traición.
‒Sé más paciente, no te queda opción ‒sonrió con soberbia el rey‒. Pero tranquila, no voy a retorcer la palabra comprometida, simplemente me voy a divertir a tu costa. Verás, tengo una curiosidad. El chico ha sido importante, sin duda, para que cambies de idea. Yo no entiendo porqué, no le veo nada excepcional, más bien al contrario, pero eso me es igual. El caso es que te has acordado de él. ¿Él lo hará de ti? Yo creo que no; que te abandonará como sin duda habrían hecho todos tus partidarios ‒aún con los caídos sin inhumar, el individuo ya se había forrado de pieles y sedas, proclamando con desparpajo sus ínfulas de rey. Con todo a su favor, empero, no se relajaba, sino que, elevando el tono, con la ira del que ha padecido muchas tribulaciones y dudas, exclamó, buscando un principio de autoridad a su comportamiento golpista: ‒ toda tu familia evaluasteis mal a vuestros aliados. Yo, en cambio, los tengo bien sólidos y de más alcurnia. Tu padre no fue capaz de aglutinar más que a un ejército de desarrapados sin oficio ni beneficio. Qué ofrecía si no: solo reparto de miseria. En cambio, yo, con la anulación de los sorteos de tierras cada cinco años, prometía a cada hombre prosperar hasta el infinito, sin techos, sin renunciar periódicamente a su destino ‒dijo mirando al cielo con el brazo derecho levantado como si se le fuera a poner encima de la mano la bandeja con todos los suculentos frutos con que iba a pagar a sus seguidores.
‒Mi padre era un gran hombre ‒Muniela no quería ya rebatir las ideas, pero no iba a permitir que mancillaran el nombre de su progenitor, especialmente si lo hacía alguien ruin.
El usurpador se volvió y, turbio el rostro, se proponía acercarse enhiesto como un gallo a la muchacha, sin embargo algo que sucedía a pie del árbol lo distrajo.
‒Mira, el chico ya sale ‒el usurpador se hallaba sobre el pretil de la galería‒. Estoy convencido de que saldrá corriendo, pero antes le haré saber que su liberación la paga tu cautividad. Así lograré que no disfrute plenamente de su huida aunque, quién sabe, quizá sí lo haga ‒sonrió con cierta crueldad. ‒Al fin y al cabo la raza de estos destructores es baja y vil. No les importa nada ni nadie, tan sólo su propio ombligo.
Mun calló por prudencia. Si el usurpador supiese lo que Lus se proponía, no habría actuado con tanta frivolidad. De hecho seguramente no lo habría liberado. Pues el chico iba a traer a más destructores, y eso significaba problemas. Justo el tipo de cosas que ningún estadista, impostor o no, desearía afrontar.
El usurpador volvió su vista a la puerta del castillo por donde había sido sacado Lus. Abajo, el muchacho, aún con la incertidumbre de verse arrancado, sin aviso ni explicación, de la celda, entrecerraba los ojos bajo el luminoso día. El sayón habló al prisionero en tono suficientemente alto para que, arriba, Mun no perdiera detalle: ‒muchacho, la mujer llamada Muniela renuncia a su libertad en favor de la tuya, y el rey te la concede y sanciona graciosamente. Ahora debes marchar. Si te vemos dudar, si merodeas cerca, te capturaremos y te mataremos.
Le vistieron una camisa blanca, sobre su saya, con el emblema del senado. Era una prenda lo suficientemente llamativa para que las patrullas de vigilancia, si es que quedaba alguna, no lo acribillaran en su periplo a través del bosque. Una vez ataviado con aquella indumentaria-salvoconducto, Lus se alejó con su hatillo al hombro. El rey usurpador no sólo lo dejaba escapar sino que, además, le proporcionaba comida.
‒Ven a ver a tu héroe. ¿Quién sabe?, puede que me sorprenda y se niegue a marcharse sin ti ‒el rey indicó con la mano a Mun, para que se acercara a la ventana.
Esta vez, la joven sí que se decidió por hacer caso a su verdugo.
Desde aquel piso alto contempló a su compañero de fuga internándose hacia el bosque. Pareció tenerse un momento, vacilando, pues parose para volver el rostro, pero finalmente cambiaba otra vez de idea para continuar su camino. Ella nunca pensó que Lus obraría de otra manera pero, aun así, sintió una congoja muy agria mientras su figura se perdía entre el follaje del bosque. Era curioso, pero aun sabiendo que le quedaban amigos, con Lus se iba algo muy íntimo. Ella era perfectamente conocida por todos en su pueblo, la hija de un poderoso senador. Sin embargo, Lus venía de lejos, no se conocían de nada. Por ello no olvidaría su gesto protector cuando cayeron prisioneros:

Ay, hija ‒la tía de Mun se desplomó en el suelo de repente. ‒Marchaos, marchaos de aquí. Nos han descubierto.
‒Pero...
‒Tienen a un devorador de túneles. Ha excavado su madriguera y ha penetrado en la tersura que nos protegía. Lo malo es que yo formo parte de esa tersura. Ha hecho su túnel hasta mí.
‒Qué te pasa.
‒Cariño, te quiero ‒su voz era increíblemente débil.
De pronto, del pecho de la mujer ‒que no volvió a moverse‒ emanó una luz oscura circular que se prolongó como un rayo lineal. El haz luminoso se transformó en un ser humano, si es que tal monstruo pudiera tener el privilegio de la humanidad. Porque mirando a aquellos ojos fosforescentes, los enormes caninos y su figura quebrada en contrahechos pliegues uno perdía la esperanza de encontrarse con un semejante. El individuo sonreía.
Lus ‒y Muniela ya conocedora de las debilidades del muchacho apreció el valor del gesto‒ se interpuso. Pero no fue un acto reflejo, sino la manifestación dubitativa de un espíritu que quería hacer algo y no sabía el qué. Inmediatamente fueron rodeados por hombres armados. Y más tarde, llevados al palacio, ante el rey usurpador.

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