miércoles, 22 de diciembre de 2010

El bosque de los ogros 2/25

‒No tenemos tiempo, señoría ‒nadie, ni siquiera el jefe de la milicia, se habría referido, sin el debido respeto, al más sabio anciano del consejo, Laélides el del hacha dorada.
‒Os dije que lo quería aquí, con sus cinco compañeros ‒regañó el viejo.
Cuatro hombres irrumpieron desde la puerta del fondo llevando a rastras a alguien que se resistía con toda su alma. Viéndose incapaces de someterlo, pidieron ayuda, e inmediatamente otros tres se sumaron a las labores de reducir al renegado.
‒Yo no quiero ir, no quiero ir, no quiero. Abuelo, por favor..., llamad a mamá. No quiero, no… ‒era la voz del joven que se resistía. Su garganta ronca de gritar repetía la misma letanía desde hacía varias horas. Justo desde que lo encerraron en una mazmorra para evitar que escapara.
‒Aquí está mi pequeño Lus ‒el abuelo Laélides hablaba con desazón.
Los cinco, más el recién llegado, que era un amasijo de llanto y desolación, escucharon las instrucciones para la mejor manera de romper el cerco. La idea básicamente consistía en dirigirse hacia el propio campamento enemigo, levantado junto al río, y atravesarlo. Aprovecharían el pasadizo que partía del pozo grande y que moría cerca de las pasaderas. Sin duda una empresa atrevida pero, por eso mismo, inesperada.
‒Una vez dejéis atrás el peligro, subid por los bosquecillos del Buitrón, hasta el Collado de la Garra ‒continuó explicando Laélides‒. Allí debéis torcer al oeste y bajar a la meseta. Luego, Camino Real adelante. Pero andad con ojo, posiblemente os esperen salteadores o, quién sabe, puede que las brujas de Salt o los devoradores de túneles. Al final del camino hallaréis la fortaleza de Sund, donde espero os escuchen y decidan venir a auxiliarnos. En tres días a caballo deberíais estar allá. Perderemos la fe en vuestro éxito en una semana.
Se abrazaron y, al pie del brocal, se despidieron. Uno a uno fueron bajando, perdiéndose por la negra boca del pozo. Todos salvo Lus. Resultó imposible obligarlo a bajar. Se aferraba al murete de piedra, a la polea, a la cuerda. ‒Que salga por la puerta ‒propuso el abuelo, cansado y abatido.
‒Pero me verán. No podéis hacerme eso. Me matarán ‒exclamó aterrado el joven.
Laélides se acercó a su nieto y le habló con voz triste.
‒Hijo. Sé que te pueden matar y que eso me hará desgraciado pues mía es la decisión. Pero aun así, tú debes salir. Porque no vamos a vencer, y nos van a derrotar. Créeme que no hay otra manera. Yo no tengo tus piernas, ni tu corazón indomable ‒a este adjetivo los demás guerreros que escuchaban cuchichearon entre sí. ‒Si no comprendes esto, yo no puedo explicártelo ahora, no hay tiempo. Harás como te ordeno ‒el abuelo hizo una seña y se lo llevaron a la puerta.
Los rostros de aquellos hombres habían perdido la chispa de la personalidad. Gesto inexpresivo, como el de quien maneja a un extraño, fue todo lo que encontró el pobre muchacho, llevado en volandas, en las caras que le rodeaban.
En realidad era una sola y misma cara colgada en los cráneos de esa gente que lo había visto crecer: la de la indiferencia. Y esto era lo más doloroso. Un buen aldeano pertenece a su familia, y la familia a una estirpe y la aldea los acoge a todos. El poblado no es simplemente un lugar, ni su realidad se agota en el caserío. Su existencia se percibe, más bien, con un sentido interno, el del amparo, que no se puede describir en virtud de un cuadro de lazos y relaciones como algunos tratan de plasmar en un árbol genealógico. Es un vínculo invisible, no obstante apreciable a la manera de un recuerdo, de una historia juntos, o incluso a la de un chiste. Ahora Lus no veía nada de eso en su abuelo ni en nadie. Se había convertido en un forastero, en un tipo sin apellido, no más que en un atributo carente de su ser. Pero Lus, contra el extrañamiento, reaccionaba con la tenacidad sin descanso de siempre. Se movía retorciéndose y desesperando a los que lo agarraban.
—Me queréis sacrificar.
—Forma parte de tus deberes —contestaba Laélides.
—Me vais a vender —gritaba, por toda respuesta Lus, sin atender a las razones del abuelo.

2 comentarios:

  1. Buenas, aquí disfrutando de este joven valiente. Me gusta este abuelo y lo que le dice.
    Dos frases que me producen inseguridad:

    "se encontraba reducido a un amasijo de llanto y desolación". Mi propuesta es "era un amasijo de llanto"...

    "En realidad era una sóla" . Este "sola" creo que no lleva acento.
    Saludos.

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