sábado, 23 de octubre de 2010

Sin aire 2/3

En una casa, en el lecho marino, la madre cantaba una suave cancioncilla a su pequeño. El esposo, mientras, la miraba perplejo.
―Nuestros hijos siempre vuelven llorando de arriba ―el individuo caminaba por el atrio a grandes zancadas mesándose las branquias del cuello.
―No es verdad. Quizá alguna vez, pero la oportunidad sí que llega. Si no un día, al siguiente ―puntualizó la mujer con voz muy suave, abrazada a la criatura.
Pero el hombre continuó su monólogo de lamentos: ―que no les dejamos divertirse, se nos quejan. Como si prohibírselo fuera por gusto nuestro. ―Y añadió, como justificándose― el clima al aire libre, reseca nuestra piel y llega a quemárnosla, cuanto más la de ellos. Y además ―recalcó ceñudo―, cómo van a jugar si sus pequeños pulmones apenas dan para mantenerse inmóvil respirando.
―No es para tanto. ¿Recuerdas tú haberte asfixiado, o abrasado? ―El tipo consideró la pregunta sólo para enfadarse aún más. Abrazada al niño, y sin mirar a su interlocutor, la madre terminó su alegato ―es verdad que una climatología muy adversa nos hace daño, pero, teniendo prudencia, no hay que temer.
El otro no se arredró por las puntualizaciones, sino que eligió otra manera de enfocarlo: ―No entiendo por qué quieren jugar en el duro suelo donde cualquier mala caída puede abrir una brecha.
La mujer, entonces, levantó la vista con un cierto reproche en su quebrada frente.
―Ya he oído tus peticiones en el senado muchas veces y no quiero que vuelvas a hacerlas. ¿Acaso no quieres ver a tu hijo feliz? ―ella se tocó el vientre con afán protector. Un gesto que repetía con cada vez más frecuencia.
―Tú no comprendes el lado práctico de las cosas. Solo sabes defender ese punto de vista ridículo con cabezonería ―el tono de voz de él se estaba volviendo agrio.
―No entendemos por qué ―respondía la mujer sin escucharlo―, pero el hecho es que nacemos con los órganos respiratorios de nuestros antepasados aéreos. Mientras dura nuestra infancia respiramos aire y agua, podemos subir a la superficie y vivir aquí abajo. Y cuando dejamos de ser niños sufrimos la metamorfosis. Los pulmones desaparecen y ya sólo tomamos oxígeno a través de las branquias. Es un misterio, pero ha de tener un significado.
―Tonterías dogmáticas. No hay ningún misterio, sino falta de racionalidad. Poseemos los conocimientos, y podemos enmendar el error que cometió la evolución natural. Somos seres de agua, no criaturas ambiguas, por lo que lo lógico será adaptar nuestro organismo exclusivamente a la vida acuática, aun antes de nacer ―él levantó la mano con ademán incontestable para hacer callar a la mujer, y sin interrumpirse prosiguió―. Muchos niños mueren ahogados, ¿sabes? Te recuerdo que el cerebro no controla las branquias hasta unas semanas tras el parto: nacemos respirando aire. Además, el doble sistema respiratorio con que nacemos es el culpable principal del largo período de gestación de más de dos años. Una simplificación en la fisiología acortaría el embarazo y, por tanto, los peligros para madre y criatura. Creo que en eso me darás la razón ―no obtuvo más respuesta que un abrazo de la madre a su hijo.
El hombre movió, nervioso, los brazos para nadar, elevando su cuerpo hasta la parte más alta del tejado palaciego. El grupo de niños que salió aquella madrugada volvía. Nadaban en silencio, decepcionados. El guía del grupo saludó al hombre con la mano.
―Otro día seco ―dijo el guía-jefe que cargaba en un brazo con el equipo de supervivencia, básicamente un contenedor de agua y tubos para poder sobrevivir al aire libre.
El hombre observó al tutor despedir a los niños que se dispersaron sobre la aldea. Luego, retrocedió de nuevo hasta la mujer.

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