sábado, 26 de febrero de 2011

El bosque de los ogros 24/25

–Tú no has vivido mi vida, ni yo la tuya. En realidad me estoy dando cuenta de que no quiero dar la espalda a esto –Muniela salió bruscamente de su ensimismamiento.
Lus prefirió no discutir. Se recostó sin más y no habló.
–¿Decepcionado? –sonó, después de un rato, la voz de Mun, que no obtuvo respuesta. Sólo el ingrato silencio.
Aquella noche sin luna trajo un firmamento henchido de luces. Una muchedumbre de seres portando velas que viajaran de romería sin rumbo final. De tan apretados, ningún lucero se sentiría solo allá arriba. Y, sin embargo, un sabio peregrino, de paso por el poblado de los árboles-casa, les enseñó a los habitantes del bosque que la perspectiva engañaba, pues, en realidad, había mucha distancia entre cada estrella. Cada una hacía su camino en soledad. En esos pensamientos el sueño ganó a la joven.
Cuando despertó, Mun retomó con intensidad la observación del sobrecogedor suelo celeste plagado de flores de luz. Tanto y tanto lo miraba que reparó en una curiosa vibración. Algunas estrellas se movían de sitio, como si temblaran. Se aprestó a descubrir las causantes de tal anomalía. Entonces se dio cuenta de que no eran algunas, todas participaban de aquella palpitación. Y era simultánea, justo como si alguien sostuviera un dibujo y, cansado de aguantarlo sobre sus brazos, comenzara a temblar. Se incorporó aterrada. No era el cielo estrellado lo que estaba contemplando, sino una imagen proyectada. No queriendo hacer mucho ruido para no delatarse, llamó a su compañero de fatigas por el hombro.
–¿Qué...?
–Peligro.
El aviso, apenas perceptible de Muniela, puso la carne de gallina en el atribulado y somnoliento Lus. Ambos permanecieron atentos, esperando que fuera una falsa alarma. Pero no lo era. Los sutiles crujidos del bosque delataban que alguien se acercaba a esa tranquila hora. Los dos jóvenes se sintieron desfallecer, pues los ruiditos no provenían de un punto sino que se manifestaban por todas partes. La conclusión era clara: quienes fueran, estaban rodeándoles. Ya sería tarde, por tanto, para huir por el suelo, pero les quedaba hacerlo por aire. Tácitamente, ambos se concentraron en la llamada del don que la vieja les concedió. Como si aquello hubiera alertado a los misteriosos asaltantes nocturnos, los ruiditos se convirtieron en pasos y luego en furiosos quejidos de plantas apartadas o aplastadas con prisa.
–Son devoradores de túneles. Quieren el frasco –pensó en voz alta Mun con una seguridad que dejó sin aliento a Lus. –Rápido, no les dejaré –ordenó la muchacha.
–Cómo puedes estar tan segura de que lo quieren.
–Necesitan este regalo de mi tía –explicó la chica apuntando al contenedor de vidrio que había empezado a brillar. –Lo necesitan para llegar a las brujas, y a las niñas.
Nada más invocar la magia, la metamorfosis comenzó de inmediato. A Mun, el cuello se le curvó enhiesto para formar una pose majestuosa, las uñas se le afilaron en garras y la boca se transformó en un ganchudo pico. Lus se fue haciendo más y más frágil, sus brazos se extendieron hasta casi una disposición en cruz caída, como imitando a una hoz. Ambos jóvenes se miraron asustados. Él menguó hasta casi hacerse invisible; algo a lo que ayudaba su plumaje negro. Mientras Mun adquiría el porte de una reina, vestida de pardo oscuro. Ambos, un vencejo y un águila, emprendieron el vuelo al unísono. De pronto, la oscuridad ya no era tal, sino un gris amanecer. No hubo transición. Semejante cambio, de tan repentino, denunciaba una causalidad no natural. Algo había engañado a los ojos de ambos chicos haciéndoles creer que seguía siendo de noche para que la luz no les desvelara.
Con el telón de la realidad descorrido, pudieron cobrar conciencia de su desesperada situación. Un grupo de pintorescos individuos los estaba cercando desde todos los lados y, aun con el privilegio de la capacidad de vuelo, no por ello ambos fugitivos deberían sentirse más seguros. Algunos de aquellos seres, mientras corrían hacia el improvisado vivac, desaparecieron, para inmediatamente reaparecer de pronto en el aire, cortando a los dos muchachos la huida. Salían de la nada como si hubiera una absurda puerta en el espacio, y a continuación se les lanzaban encima sin tiempo apenas para esquivar. El gran águila, para esta clase de vuelo quebrado, estaba en clara desventaja. No así el ligero y ágil vencejo, que efectuaba giros casi imposibles de concebir.
Lus estudió con más detenimiento a estos inverosímiles perseguidores, que sin duda eran devoradores, como dijo su compañera. Ponían en práctica, con habilidad, una táctica algo retorcida. Tras desaparecer en el suelo, aparecían en el aire, se arrojaban hacia su presa, fuera él mismo o Mun, e intentaban agarrarla. Luego, fracasado su intento de captura, caían hacia el suelo. Pero sólo durante unos metros. Pues, inmediatamente, otro vano aparecía de improviso ante ellos y por él escapaban de la realidad visible, o, también se podría decir, que entraban a algún túnel oculto tras el mismo aire, para luego volver a irrumpir un poco más alto con objeto de reintentar atraparles. Sin duda una poderosa magia jugaba su parte en aquel ciclo continuo de desaparecer y vuelta a aparecer que subvertía la natural querencia de todo a precipitarse al suelo. Bien pudiera pensarse que se trataría de dos caras de una misma ciencia lo que brujas y devoradores de túneles, cada uno desde su lado, practicaban. Y sin duda con pericia similar. Demasiado bien se comprendía que tan sólo un hecho clave podía desequilibrar la igualdad entre ambos bandos. El frasquito de Muniela, que parecía un sol verdoso de puro iluminado, podría ser esa clave. Ya demostró su codicia aquella Galbrai por hacerse con el botecillo, y de estos demonios se barruntaba no menos ahínco pues no cedían, aun tan lejos del suelo.
Como el águila se volvía cada vez más peligrosa de tratar, la estrategia de los devoradores varió: empezaron a lanzar redes desde sus ventanas improvisadas en el aire. El águila, por el momento, iba saliendo a trompicones, pero tanta era la insistencia que Lus tuvo la certeza de que acabarían capturando a su compañera. Trató de entremeterse entre las manos de los devoradores para trabarles entre sus propias trampas, y lo único que logró fue enfadarlos. Si ya sólo con el cariz que tomaba el lance se les ponía negro a los dos chicos, un nuevo elemento lo torcía a peor. Y es que el águila también estaba trocando su primera intención de huir por la de hacer frente. De hecho, la muchacha estaba dejando de pensar en escaparse. Pero al hacer tal cosa, como advirtió la vieja que sucedería, la magia se debilitaba y el águila se hacía más pequeña. El don de volar concedido llevaba en sí la hechicería no agresiva de la anciana bruja cuyo poder nacía de y por la paz, la educación, la enseñanza. No para matar. Lus trató de advertirla para que volviera a la intención original de huir, pero Mun no escuchaba. Quizá, implícitamente, se rebelaba contra esa idea de marcharse a tierras remotas dejando abandonado a aquel último resquicio de su pueblo representado por las menudas brujitas.
Entonces, de pronto, para el muchacho convertido en vencejo todo cambió: un paisaje distinto, ausencia de perseguidores o ruido de pelea, ni siquiera escuchaba los fuertes aleteos del águila a su lado. Sencillamente no había nadie a su alrededor. Tenía conciencia de haber visto ante sí una de esas puertas imposibles en el aire y ahora volaba solo, ¡sin Mun!. Dio varias vueltas alrededor sin entender qué había sucedido. Ocurriósele echar la mirada más lejos, y lo comprendió. A gran distancia columbró unos puntos negros en el aire. La lucha del águila seguía pero a Lus lo habían hecho atravesar una de esas puertas para salir por otra a varios kilómetros.
Conocía lo suficiente a la joven habitante del bosque como para apostar que no renunciaría a batirse con los devoradores. Y con esa actitud el don de volar se marchitaría. Tenía que volver para ayudarla, y aunque mediara una buena pieza, la distancia era el único obstáculo que no arredraba al muchacho. Los deseos de estar junto a Mun se precipitaron como una tormenta sobre sus miembros, ahora alas.

2 comentarios:

  1. ¡Pedazo fragmento de relato! Emocionante y alucinante. Primero, poético, con esa noche estrellada que se transforma en encerrona, como si las mismas estrellas participaran en la vida de los humanos y otras bestias.
    Luego, la transformación, que me ha dejado asombrado. Una transformación coherente con el alma de cada uno de ellos, vencejo y águila. Bien, la lucha en el aire y las reacciones, con sentido, siguiendo lo contado.
    Ah, este Lus me encanta.

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  2. No pude dejar de pensar en el vencejo, que tanto me has recordado en la imaginería de tu bitácora y, ya, portada de tu novela Antigua Vamurta.

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