lunes, 28 de febrero de 2011

El bosque de los ogros 25/25

Sin dudar se lanzó a por ella. No habría menos de tres kilómetros de por medio, de modo que aunque se diera mucha prisa todo podría haber terminado para cuando hubiera llegado. Esa perspectiva no le arredró, no a Lus cuyo miedo por la captura de Muniela desalojaba cualquier otro pensamiento de su voluntad. Aleteó con fuerza, ganando y ganando velocidad sin desfallecer. Conforme más se esforzaba más rápido se movía, como si no hallara ese tope de rapidez al que, corriendo con sus piernas, llegaba muy al poco de arrancar. A cada nueva batida rompía el límite de la anterior. Tanto avanzó que cuando se concentró nuevamente en los lejanos puntos negros, ya no eran tan indefinidos, sino que empezaban a tener rasgos. Eso significaba que, en unos segundos, había cubierto un buen trecho. Todavía quedaba esperanza.
A Muniela la distinguía perfectamente gracias al resplandor verde del extraño amuleto, que producía tanta luz como un sol ardiente. En momentos de peligro aquel objeto se encendía, justo como si su tía se lo hubiera regalado para mantenerla a salvo. Fuera de eso, no parecía tener más propiedades. Él no lo consideraba valioso, pero Mun decidió tomarlo, por lo que sus defectos y virtudes pasarían a ella, así como a él, claro.
Por el momento había que darse más prisa. El muchacho apretó los dientes y apremió a sus miembros con más ímpetu del que nunca antes hubo menester. Bajo sus rugientes alas, el monótono suelo del matorral desaparecía convertido en una indefinible alfombra, rojiza a esa hora del amanecer. El aire lo compelía hacia atrás con fuerza y él vencía su oposición, acuchillándolo con su aerodinámico cuerpo. Ya los tenía con más claridad allí delante. Eran cinco o seis devoradores y habían cogido en una red al águila que, por cierto, se había achicado hasta casi el tamaño de un mochuelo. Habiendo despertado en el corazón de Mun el ansia de revancha, ya no cabía hacerse ilusiones. Había perdido ya mucha, no obstante perdería, seguro, toda la magia que le quedara de la vieja hechicera y, con ello, posiblemente la propia capacidad de vuelo. La prisa, la necesidad, el miedo otra vez y el rugido del aire, ahora verdaderamente insoportable, se volvieron un fluido con el que el cerebro de Lus se volvió todo uno. El aleteo se había ralentizado no por fatiga, como cabría pensar de la distancia cubierta, sino por la inmensa presión que debía vencer. El golpe de aire de sus alas se había vuelto más lento, y el martillazo de su impulso estallaba con un chasquido grave y monumental.
Por fin llegaba. Estaba muy cerca. Sólo entonces Lus se percató de la velocidad de vértigo que había alcanzado, y que, de no poner cuidado, le llevaría a envestir contra Muniela. Veía a los asaltantes con claridad. También los devoradores se habían percatado de su propia presencia. Parecían atónitos o, mejor dicho, asustados; lo que no dejó de resultarle paradójico al aterrorizado Lus en misión de rescate.
Todo sucedió demasiado deprisa. Los devoradores de túneles soltaron a Muniela y se perdieron por esas extrañas puertas, que abrían en medio del espacio para luego, cerradas, ninguna huella de su marco dejar. Mun, ya completamente humana, quedó durante un instante suspendida en el aire, envuelta en la red. Lus refrenó su velocidad y agarró a la joven con sus patas. Se quedó sorprendido de lo pequeña que era. De hecho no esperaba apresarla, pero sus dedos de vencejo la rodearon perfectamente. El joven pensó que quizá algún efecto perverso causado por el deterioro del don la hubiera hecho menguar, lo que terminó por asustarlo aún más. Descendió buscando la cueva, mas no hizo falta, que la vieja Kerta se hallaba abajo haciéndole señas para que se acercara y, lo más sorprendente, rodeada de los asaltantes.
Lus tomó tierra cerca, sin necesidad de exponerse.
Kerta congregaba a su alrededor a los atacantes. Lo chocante del caso era que los devoradores no se comportaban con ella de modo agresivo, sino más bien todo lo contrario: ella parecía esforzarse por refrenarlos; que si los dejara, bien se vendrían arriba en su hostigamiento otra vez.
Lus dejó a la muchacha con el mayor cuidado que pudo en el suelo, lo cual no era una maniobra fácil bajo la forma del gigantesco vencejo en que el joven se había convertido. Por fin comprendió el misterio de la pequeñez de Muniela. No es que la magia redujera a la joven, más bien había convertido al asustado muchacho en un ser colosal. Pero no debería de haberle supuesto ninguna sorpresa. Las palabras de Kerta ya lo anticiparon cuando les concedió la magia de volar: el poder se volvía más fuerte cuanto mayor fuera la voluntad de escapar. Lus no había traicionado en ningún momento el don, pues no la sed de matar sino el espíritu de huir animó sus intenciones.
Muniela había recuperado completamente la normalidad. Tuvo un susto allá arriba cuando vio aparecer a Lus, desconocido bajo aquella apariencia de descomunal vencejo, cerniéndose, para colmo, a la velocidad de un huracán. Pero no dudó, al mirar a la criatura a los ojos, de su identidad. Ahora en pie, más calmada recuperó el control de sus emociones. Y lo primero que observó de los devoradores que tenía enfrente fue su tamaño. Eran bajitos, tanto como niños. En el fragor del combate no había reparado en ese detalle, pero ahora, viéndoles junto a la menuda bruja, no le pasó desapercibido. Por otra parte, no era lógico tener juntos, sin herirse, a una hechicera y a devoradores. Y, encima, la mujer tenía cierta influencia sobre ellos, porque no se separaban de su falda. Daba la impresión de ser la tutora del grupo, cosa sencillamente inaudita.
–No tengáis miedo. No os querían hacer daño –advirtió la anciana a la pareja.
–Estaban atacándonos –insistió Lus.
–Son devoradores de túneles, no humanos. Ellos tienen una coraza muy gruesa. Habéis tomado su abrazo por una amenaza.
Lus no comprendía lo que trataba de decir la bruja.
–No los asustéis –repetía Kerta con afán protector sobre los pequeños devoradores.
–Estás loca, ¿no viste que intentaron quedarse con el frasco a costa de nuestra vida? –Muniela exclamó con la mano empuñando la preciada vasija de cristal.
La hechicera indicó a los pequeños revoltosos que permanecieran a distancia con una orden que, sorprendentemente para su aspecto salvaje y sobrecogedor, obedecieron. A continuación avanzó en solitario hacia los dos jóvenes con su pasito corto, acogotado de años aunque propulsado a terco nervio.
–Mun, querida, creía que amabas a tu pueblo.
–Hablas con acertijos. Mi pueblo son las niñas brujas a tu cargo.
–Claro, y los niños devoradores. Ellos también son tu pueblo.
–Pero...
–Sí, niña. Los padres querían fama y poder para sus hijos. Las niñas en tanto hechiceras, ellos como devoradores. Las brujas estaban bien vistas por todos. Y las cesiones de niñas a nuestra comunidad de hechicería se realizaban sin mayor discreción. En cambio las de los muchachos al gremio de los devoradores, dadas las transformaciones espantosas que sufrían en su cuerpo, pasaban desapercibidas por vergüenza, más no se dejaban de hacer.
»Sus ojos, sus uñas, sus dientes, su cara, su piel, todo su físico cambia mientras van haciéndose adultos y la magia del gremio, penetrándolos, emponzoña sus cuerpos. Y no es indoloro, te lo aseguro. No tienen a nadie a su lado que les dé amor, o al menos que les reconforte y tranquilice. Ninguna mano les acaricia para animarlos. Y tampoco entienden por qué han de pasar tanto sufrimiento, por qué fueron sus propios padres quienes les empujaron. ¿Acaso no crees que, en tal caso, amor y rencor no se hayan de confundir en un solo sentimiento? Ellos lo ofrecen como si ambos fueran la única y esencial forma de relacionarse. No un compuesto de dos, sino una unidad; la más excelsa vinculación entre personas, como para nosotros lo es la de querernos. Donde tú o yo ofrecemos y recibimos exclusivamente amor, ellos amor e ira, por igual, a manos llenas. Así que, cómo esperabas que te trataran, sino con su peculiar manera de entender el afecto.
–¿Los padres desearon ese sufrimiento para sus hijos?
–Sus padres eran tu pueblo –recordó, si no acusó, la vieja bruja.
–Yo no lo sabía –se quiso disculpar la joven, aunque sin rotundidad en la voz.
La hechicera no contestó, se limitó a volverse hacia los niños-devoradores y dirigirles una mirada llena de ternura y cariño.
–Son niños, –exclamó Kerta, como si eso asumiera, o anulara, todas las explicaciones– al igual que sus amiguitas ocultas en la cueva.
Muniela se acercó hacia donde estaban los devoradores. Lus, ya vuelto humano, la tomó de la mano para impedírselo.
–Déjame, ¿no ves que quiero reunirme con los míos?
El muchacho la soltó aturdido, dejándola seguir, y aunque a él no le parecía una buena idea, no se separó sino que, unos pasos por detrás, la imitó y también dirigiose hacia los devoradores.
–No lo entiendo, –Mun arrugó la frente– ¿Qué haces tú con ellos? ¿Acaso los devoradores no son enemigos de vosotras las brujas?
–Por supuesto que sí –chasqueó la lengua Kerta. Y luego añadió con tristeza– aunque muchos de ellos son nuestros hermanos.
–Si sois enemigos ¿por qué están contigo?
–Porque los he raptado.
Ante la cara de sorpresa de ambos muchachos, la frágil brujilla, emitió un curioso cacareo que parecía la risa de una gallina: -en realidad, estos niños han sido expuestos a la magia de los devoradores hace muy poco. Los efectos aún son débiles, y por eso no me recelan.
–Pero cómo hiciste. ¿Acaso entraste en territorio enemigo? –preguntó Lus todavía sin creérselo.
Kerta meneó con crispación la mano negándolo: –no, no. Voy yo a entrar allí. Lo que pasó es que me encontré con la oportunidad. Los niños venían por aquí acompañados de su maestro devorador. No lo pensé; me las ingenié para cogerlos a todos.
-Eliminaste al devorador -sentenció Lus con la boca abierta.
-Buf, yo no sé hacer eso. Abrí la fuente.
Lus no supo calibrar todo lo que esa sencilla revelación significaba. En cambio, Mun, más conocedora de los secretos de la magia, sí que lo intuyó. Para mover tanta cantidad de piedras y tierra había que fortalecer la magia con la propia vida de la bruja hacedora del hechizo. Por eso Kerta estaba tan consumida; había sacrificado su propia existencia por los niños.
-Abrí la fuente y los engullí. Pero al maestro no le dejé pasar.
-¿Los tienes en la gruta con las niñas?
-Sí. Me cuesta mucho aislarlos pues se sienten. Quiero intentar revertir la hostilidad.
Los pequeños devoradores querían echarse sobre la joven habitante del bosque a la que conocían, pues hacía poco de su cesión al gremio. Al contrario que las brujas, los niños, una vez iniciaban su metamorfosis, ya no volvían nunca a su casa. Por lo que poco a poco iban olvidando sus imágenes, sus gestas de niñez, sus sitios de juego, todo lo que fue felicidad infantil. Pero estos pequeños tenían aún todo reciente. De hecho, sus terribles transformaciones solo habían empezado a manifestarse. Los caninos apenas sobresalían por la boca, y aún conservaban manos, aunque duras y uñosas, en vez de las zarpas gruesas y letales que desarrollarían con la edad. Los cuerpos mantenían la rectitud de los humanos sin que nada presagiara los horribles quiebros que moldearían más adelante sus figuras.
–¿Y Galbrai qué piensa?
–Galbrai es una tirana que usurpa el poder valiéndose de cualquier método. A ella le interesa mantener el odio entre las brujas y los devoradores. No aprueba mi experimento. Parte de su poder sobre las brujas se basa en la guerra con ellos. Cualquier esfuerzo por la paz socaba sus intereses.
–Yo tuve un contacto con un devorador, con Megis. Quería casarse conmigo –indicó Mun. -Creo que Galbrai tuvo miedo cuando se lo conté.
–Entonces Megis probablemente sepa algo más de lo que a las brujas nos interesa. Quería el frasco... y la fuente: tú. Ese contenedor es la vía por la que fluye hacia fuera, perdiéndose, nuestro poder. Pero tú, de alguna forma, lo cierras. De modo que controlarte a ti, es controlar la magia de las brujas. Muniela tomó en sus manos el bote de cristal y lo observó con curiosidad. El color esmeralda parecía palpitar dentro, como si de un corazón se tratara. Y era verdad. Algo vivo, latiendo, se escondía allí, pero no algo amenazador sino cálido y familiar, el amor de su benefactora.
–Pero cada cosa a su tiempo. Permite a los niños que te acaricien.
–¿Me harán daño?
–Cariño, tienes el frasco, que es una especie de concentrador, un báculo si me entiendes mejor. Concéntrate en tu piel, endurécela.
–Pero eso es magia. Y no soy bruja.
La anciana suspiró: –confía en mí. Tienes el don, como yo y como tu tía.
Una oleada de confusión inundó el pensamiento de la joven. Pensó en su madre, en el empeño que puso por apartarla de todo lo relacionado con las hechiceras, como si fuera un destino no deseado, maldito.
–Pero si tengo el don, ¿por qué mi madre no quiso que lo desarrollara?
–Hay muchas dudas, muchos miedos al tomar el anillo de la hechicería –Kerta no quiso seguir hablando. Tomó de la cabeza a uno de los devoradores que, inmediatamente salió corriendo y se acercó hasta los pies de Mun. El niño no se paró en sutilezas sino que abrazó a la chica con fuerza, con aquellas manitas callosas de uñas prominentes, nada que ver todavía con las de adulto. La joven se asustó un tanto, y temió sufrir algún desgarro por la efusividad y dureza del crío. Fue toda una sorpresa comprobar que su piel no recibía daño alguno; al mismo tiempo que sentía brotar de sí misma una especie de nuevo sentido que antes no estaba, una nueva inteligencia con sensibilidad y fuerza desconocidas. Algo que se extendía por cada fibra de su cuerpo y que le hacía vibrar de poder. Era su despertar.
Lus había quedado atrás, olvidado, viendo disfrutar a Mun de la compañía de su gente, a la que tanto echaba de menos por haberlos creído perdidos en la matanza. Él había renunciado a su aldea por ella y se estaba empezando a preguntar si hizo bien, si podría vivir con la carga de un vacío, el de su propia soledad; con el agravante de que no se trataba de una soledad impuesta. Mun finalmente se dio la vuelta y se enfrentó al joven para pedir perdón. No iría con él hacia el mar sino que afrontaría su destino aquí. Tenía mucha tarea por delante. La primera, ayudar a Kerta para poner paz entre los pequeños devoradores y las niñas. No quería a su pueblo separado y en guerra. Y si para ello había de hacerle frente a la poderosa Galbrai lo haría.
–Vete en busca de tu destino, Lus. Busca ese mar y embarca hacia tierras nuevas en donde tus habilidades de hombre de campo te serán muy útiles. Yo no te acompañaré –Mun tuvo que hacer acopio de todas sus fuerzas para mirarle a la cara sin sumirse en la desolación.
Parecía efectivamente un pago injustísimo a alguien que había apostado por ella, que había cerrado sus puertas con el mundo que le dio el ser y que lo crió. Por su mente pasaron los instantes más duros vividos últimamente. En todos ellos coincidía la compañía discreta de Lus con la íntima confianza que infundía, aún sin proponérselo. Cada vez que la turbación y desaliento nublaban su mente se sintió aliviada gracias a él. Fue Lus quien se interpuso, a pesar de la cobardía innata en él, ante los hombres del rey usurpador. Luego, tras la horrible masacre, nuevamente fue él quien terció para salvarla, esta vez de la tentación de abandonarse. No tenía palabras para expresar su deuda y, sobretodo, no sabía cómo compartir el, más que amistad, cariño que iba profesándole, sin embargo no podía renunciar a su pueblo. Hacerlo significaba condenarse a la soledad, y eso no podría soportarlo.
Se dio la vuelta para no tener que sufrir más por verle y entonces escuchó su voz. No era el tono sostenido de la serenidad sino el de alguien que masca entre sus mandíbulas cierta frustración y tristeza. Inmediatamente se giró de nuevo con una alegría desbocada, porque, contra lo que estaba convencida de que iba a oír, Lus no se despidió:
–No me atrevo a ir solo –afirmó lacónico.
El muchacho decidió que se convertiría en una sombra de la joven. Un aliado tácito que la secundaría siempre sin más movimiento propio que el de un pequeño satélite. Estuvo a punto de hacerse alguien con una vida autónoma pero se quedó a medias, sin impulso para dar el salto, lo que precipitaba inevitablemente su caída en dependencia. Lus había llegado a la conclusión de que sólo había dos tipos de gente. Las personas como él tenían miedo, principalmente miedo. En cambio, las que eran como Muniela no.
Pero entonces Mun le abrazó. Y lo hizo con una fuerza doblada: la del pánico a perderle, así como la de la gratitud por ganarle.
–Gracias. No podría hacer lo que me propongo sin ti.
–Seguro que sí –repuso Lus convencido.
Ella se plantó ante el muchacho con los brazos en jarras, y con una voz mucho más dulce de lo que su apostura daría a entender le habló así: –¿Sabes a lo que te enfrentas viniendo conmigo? Lo más seguro es que no haya fuerza ni poder comparable a las brujas y a los devoradores de túneles. Así que no sigas diciéndome que no te atreves a algo.

4 comentarios:

  1. Final dulce. Acaba una epopeya y empieza un nuevo camino. Bieeen.
    Lo del vuelo, y el vencejo transmutado en gran pájaro, me ha chiflado.
    También la descripción de éste, la velocidad, la tierra vista por el pájaro. Todas esas sensaciones que te dan como un poco de vértigo y todo.
    Magnífica historia.
    Saludos.

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  2. AH,
    Olvida decirte una cosa. Estaría bien que en tu perfil de blogger habilitaras el link a el peral seco, porque si no, te haces un poco un lío para llegar hasta aquí.
    Saludos.

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  3. Sí, el final es siempre una cuestión..., es todo un mundo dentro del mundo de un relato. Y puede suceder que se estrelle contra éste o que avive su velocidad de rotación, o que lo eclipse incluso.
    Lo de blogger que dices lo voy a intentar buscar. Me hablas de algo que ignoro por completo.
    Gracias por tu comprensión y paciencia por llegar hasta aquí, de verdad.
    Un saludo

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  4. Nada de compresión, a ti por escribirlo. ¡Menudo curro!
    Yo creo que son buenos relatos.
    También podrías mirar algo de "SEO en Blogs". Nada, cuatro tonterías no más. Igual te agobio, lo del enlace era fundamental.
    Saludos.

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