jueves, 15 de diciembre de 2011

La boca

Eloísa, a la que todos llamaban simplemente Isa (la pequeña lo aceptaba a regañadientes y, desde luego, se negaba a contestar al nombre de Elo), subió corriendo al castillo que dominaba su pueblo. Lo hacía todos los días. Desde allí alcanzaba a ver toda la vega. Tierras granates, rojas, otras verdeadas por los retoños sucedíanse interrumpidas por setos de zarzas, o por choperas que, a esas alturas del año, parecían helados de limón en racimos. Permanecía durante un rato mirándolo todo, con la mano estrechando la chaqueta a su cuello para protegerse del airón. Después se daba la vuelta y bajaba otra vez hacia su casa, dejando atrás los solitarios muros, cada vez más invisibles mientras iba cayendo la noche. A su madre no le gustaba que hiciera eso, pero hubo de ceder porque la pequeña lloraba mucho si se lo prohibían.
De la vieja fortaleza tan solo quedaban ya los muros exteriores y la base de la torre. Aún así, cuando uno levantaba la vista desde el camino de subida al pueblo, maravillaba contemplarla. Tenía todo el aspecto de un auténtico castillo medieval, y seguía dando impresión verlo posado en la cima de la montaña, como si fuera una corona de almenas. Bueno, una corona era lo que decía Isa, porque Aurelio lo encontraba más parecido a una boca siempre abierta, y las almenas los dientes. Por eso Aurelio no subía nunca al castillo, por temor a que la boca le comiera.
Aurelio era el más listo del pueblo, aunque tardó un poco en espabilar sus dotes. Al principio se destacaba bien poco en los números y en las letras, no sucediendo lo mismo con el dibujo, terreno en donde enseguida sobresalió. Uno no sabía cómo, pero el chaval sacaba a papel y lápiz, sin practicar apenas, lo mismo un botijo que unos ojos. Eso sí, nunca seres vivos enteros. Decía que para eso tenía que mirar mucho si lo quería hacer como debía.
Poco a poco, mientras cogía confianza con sus compañeros, Aurelio fue destacando también en el resto de los estudios. Tanto, que la maestra se quedó maravillada. "Ese talento se desperdiciará en el pueblo", había llegado a decir la profesora a los padres, quienes, orgullosos de su hijo, decidieron que el chico tenía que seguir estudiando. El problema era que no había ningún sitio cerca, y los que había resultaban muy caros. Encontraron un seminario, bastante lejos del pueblo, y allí fue a donde pensaban mandar a Aurelio. Lo hicieron porque creían que era lo mejor para su hijo, que allí aprovecharía mejor su inteligencia.
Pero al chico no le gustó nada la idea. Cogió tal tristeza que se pasaba los días sin estudiar ni pintar, las dos cosas que más alegre le ponían. Solo lloraba y lloraba. Tampoco comía. Salía a caminar por los alrededores como ánima en pena, con las manos en los bolsillos, la cabeza gacha, sin compañía de los demás chavales del pueblo. Los padres, preocupados, trataron de hablar con él, pero su hijo no contestaba. De todos modos, no cambiaron de idea sobre lo de mandarle al seminario.
―Ya se le pasará la llantina ―pensaron, creyendo que en el futuro, cuando Aurelio se hiciera adulto, les agradecería la decisión.
Isa se lo encontraba a veces ―cosa para admirarse― arriba en el castillo, apoyado en las almenas; mirando hacia abajo pero no por admirar la belleza del paisaje, como hacía ella misma. De hecho Aurelio no veía nada, pues únicamente pensaba, y, además, no quería estar alegre. Isa trataba de animarlo, pero tarea inútil. El otro no respondía, sino que se giraba hacia ella, y con un suspiro echaba a caminar hacia el pueblo. Que no para volver a casa, sino a seguir trotando por ahí.
Un día, al caer la tarde, cuando en sus casas las familias se reunían en el comedor para la cena, los padres de Aurelio echaron en falta a su hijo. La mujer tomó su pañuelo y recorrió el pueblo, entrando a preguntar en cada hogar.
―¿No está con vosotros?
Y le contestaban que no.
―¿No le habréis visto? ―insistía a continuación, pero nadie se lo había encontrado. Ni siquiera Isa en su diaria visita al castillo.
La madre volvió a casa toda preocupada.
―A ver si se ha caído al pozo ―dijo hecha un manojo de nervios.
Los antiguos defensores del castillo podían sentirse seguros de no quedarse sin agua en caso de ataque exterior, pues dentro de sus muros disponían de un profundo pozo. Lo protegieron levantando, con piedra tallada, un brocal para evitar accidentes, pero el tiempo y el abandono terminaron por dañarlo de modo que, en algún punto, se había venido abajo.
El padre descolgó una larga cuerda, que se puso al hombro, y ambos, marido y mujer, emprendieron la subida a la vieja fortaleza. Tuvieron que hacer el camino guiados por la luz de una potente linterna pues era ya de noche. Mientras recorrían el sendero, oyeron las voces de sus vecinos que, también preocupados por la suerte de Aurelio, tuvieron la misma ocurrencia. Así que, arriba, los padres del muchacho no estaban solos.
Pero no encontraron a Aurelio. Lo único que veían era el negro hueco del pozo que se perdía hacia abajo, hacia las profundidades de la montaña. Gritaron el nombre del muchacho, menearon las luces, golpearon con palos para hacer ruido. Nada ni nadie contestó. El padre se descolgó con la cuerda para buscar en el fondo. No vio indicio alguno que le infundiera ánimos. Estuvieron un rato más hasta que algunos dijeron que había que buscar en los alrededores del pueblo también, no fuera a haber tenido una mala caída y no pudiera levantarse por haberse roto algo. Dicho y hecho, los hombres y mujeres comenzaron a rastrear esa misma noche.
A Aurelio no lo hallaron, ni esa noche ni después de varios días. Por mucho dolor que causara a sus padres, llegó un momento en que le dieron por muerto. Isa seguía subiendo a la fortaleza, como siempre. Aunque ahora no lo hacía con tantas ganas, pues estar arriba le recordaba a Aurelio. Fue allí la última vez que lo vio.
Un día, apoyada en la almena a resguardo del aire, oyó unos ruidos extraños. Se volvió. Venían del pozo. Al principio se asustó mucho porque parecían unos suspiros. Isa, como todos los críos del pueblo, había escuchado, durante las noches de invierno, las historias que se contaban junto a la lumbre. Sobre todo aquellas que hablaban de los antiguos templarios que vivieron en el castillo. Personajes mitad monjes, mitad caballeros, llegaron a tener mucho poder y riquezas. Pero sufrieron un final trágico: murieron dentro de la torre en un incendio provocado por el rey, deseoso de quedarse con los tesoros guardados en los sótanos de la fortaleza. Desde entonces, se dice que, en noches de viento norte, sus fantasmas vengativos despiertan en sus tumbas y salen, envueltos en desgarrados sudarios, a pedir justicia por su terrible muerte. Recorren los cerros gimiendo por los tesoros que les fueron robados. Sus gritos resuenan entre las calles, se cuelan por las ventanas y las chimeneas hasta el interior de las casas. Los niños se arropan bajo las mantas para no oírlos, y a los adultos se les ponen los pelos de punta.
Sin embargo el miedo le duró a Isa bien poquito. Aurelio apareció, de pronto, por lo que quedaba de brocal para sorpresa de la chica. Aunque no menor fue la que se llevó él, pues no esperaba encontrarse a esas horas a nadie. Isa bajó corriendo con la intención de abrazar al niño. Estaba radiante de contenta.
―Ssshhhhhhh ―el muchacho mandó callar. Ella no hizo ni pizca de caso.
―Verás lo contenta que se pondrá tu madre ―lo abrazó encantada.
Lo observó mientras tiraba de sus brazos para auparlo. No parecía en malas condiciones. Estaba un poco más delgado y sucio, pero su aspecto no era el de una persona dada por muerta.
Una vez en el suelo, Isa le echó mano a la manga para arrastrarlo hasta el pueblo. Aurelio se plantó. No tenía ninguna intención de seguir a la animosa Isa.
―¿Pero qué te pasa, no quieres ir a casa? ―preguntó ella, medio en broma.
―Pues no.
Isa dejó de empujar.
―Me quieren llevar lejos de aquí ―ante la cara de extrañeza de la chica, Aurelio se lo explicó. Él no quería ir al remoto seminario. Quería estudiar, sí, pero no al precio de despedirse de todo esto, los campos, el castillo, su mamá...
―Pero, ¿qué dices? ―le riñó ella. ―Tú nunca sales de casa pues te pasas el día estudiando, jamás te he visto paseando por las tierras porque te tropiezas, nunca subes al castillo porque te da miedo, y no te dejas besar por tu madre, que yo te he visto. Vamos ya de una vez al pueblo, que seguro que ella está llorando por ti.
―No, me quiere mandar fuera ―se resistió Aurelio.
A continuación, Isa ya no pudo más y le echó a Aurelio la mayor regañina que nunca tuvieron los dos en toda su vida. Pero él era un muchacho terco y no quiso ceder. Es más, trató de convencer a la chiquilla de que colaborara con él. Le rogó que le trajera comida y bebida, y mantas porque hacía frío. Ella, a regañadientes, y viendo que no podría disuadirle, aceptó traerle lo que le pedía.
Aurelio enseñó a su amiga cómo y dónde se había ocultado todo este tiempo. En el pozo, unos metros abajo, había una cámara secreta que se abría al exterior a través de un pasadizo. Este, excavado en la pared, solo era visible empujando una piedra en forma de palanca junto al brocal. Al accionarla, asomaban de la fábrica que revestía las paredes del pozo, unos sillares que, a manera de peldaños, se perdían desde la boca hacia su interior. Los escalones descendían hasta la abertura del pasadizo, que, en principio, no permitía el paso más que a cuatro patas. Luego se ensanchaba en lo que parecía una amplia gruta, bastante alta como para permitir estar en pie. Era un lugar húmedo y frío en el que no se veía nada. Aurelio ya había repartido por toda la pieza varias velas. A Isa le horrorizó el sitio y miró a Aurelio como quien ve a un bicho raro.
―¿Cómo puedes preferir esto a tu casa?
―No tengo casa. Ya te he dicho que me quieren echar.
Isa aceptó hacer lo que Aurelio le pidió. Le trajo comida, abrigos, mantas, y lo hizo tan bien que nadie sospechó. Pero Isa no estaba feliz. Se cruzaba todos los días con la madre de Aurelio, que estaba cada vez más enferma y triste por la pérdida de su hijito. Llegó un día, ya muy avanzado el otoño, que no quiso seguir colaborando con el muchacho. Y, decidida, fue a casa de Aurelio a hablar con sus padres. Ante la puerta, tuvo miedo. Sabía que se enfadarían con ella y que la castigarían. Pero no soportaba ver tan desgraciados a los papás del chico. Isa entró y se lo contó finalmente a la madre. Esta, angustiada y fuera de sí, abofeteó a la niña por haberlo ocultado.
―¿Cómo no me lo has dicho antes? ―pero inmediatamente, arrepintiéndose, la abrazó con fuerza, ―perdona, cariño, has sido muy valiente viniendo a contármelo. Anda, llévame allí.
La madre, rebosante de felicidad, acogió a su hijo entre los brazos y lo besó con todo el cariño acumulado de tantos días de sufrimiento y desesperanza. Aurelio, por su parte, se disgustó muchísimo temiendo que lo fueran a mandar enseguida al seminario. Gruñó y gritó a Isa que era una traidora y que ya nunca le hablaría. La aventura no terminó del todo bien para el terco muchacho, pues una pulmonía casi acaba con él. Pasaron semanas hasta que se curó. Pero no se repuso totalmente. Quedó sordo de un oído.
A Aurelio no le duró mucho el rencor por Isa. De hecho, fueron compañeros de pupitre en lo que quedó de curso, pues ella había perdido, según dijo, su manual de escuela; lo que le costó una buena reprimenda de sus padres. El libro costaba unos cuantos duros y no le pudieron comprar otro.
Años después, Aurelio se casó con ella, y, finalmente, no marchó a estudiar lejos, sino que permaneció en el pueblo, donde se hizo cargo de la hacienda de sus padres. Cambió el cultivo de la ciencia por el de la tierra, y lo hizo bien. Pero siempre le quedó el gusanillo de no haber estudiado. A medida que pasaban los años su biblioteca fue creciendo y creciendo, pues, eso sí, fue un gran lector. Entre libros sus hijos se criaron, y cuando se hicieron mayores, pudieron continuar los estudios sin tener que elegir entre vivir en casa o recibir clases fuera. El pueblo de al lado contaba con un instituto y el autobús venía a recogerlos diariamente. Uno de los chicos prefirió dedicarse a las tierras, pero el otro llegó a la universidad. Se hizo arquitecto.
Cuando Isa murió, Aurelio se sintió muy solo. Subía, de vez en cuando, a la vieja fortaleza, con mucho esfuerzo pues a su edad las piernas no le daban mucho de sí, y desde allí admiraba toda la extensa vega. Un día particularmente ventoso, recordó su viejo refugio, así que, movido por la curiosidad, se acercó a la palanca junto al brocal. La accionó y ¡funcionaba! Al día siguiente volvió con una linterna. Bajó por los escalones perfectamente esculpidos y entró en la gran sala. Todavía quedaban recuerdos de su antigua aventura: unos cabos de vela desperdigados por el suelo que usó para alumbrar la estancia, tres latas de sardinas arrinconadas. No había mucho más. Las mantas y las ropas fueron retiradas; algo, no obstante, llamó su atención. Acercose y comprobó lo que era: un libro que yacía olvidado. Las páginas amarillas y mohosas por la humedad estaban casi en blanco, algunas, incluso, se habían adherido. Se trataba de una vieja enciclopedia infantil. Subió otra vez a la superficie para poder verla a la luz del día. En la portada, a modo de ex libris y escrito con letras bamboleantes de caligrafía infantil, había un nombre: Eloísa.

8 comentarios:

  1. ¡Qué mezcla! De sabores, de mundos, de colores. Una vida, lo importante, en unas pocas líneas. De la infancia al adulto con un final que se hilvana con el principio. Magnífica Eloísa, siempre presente.
    Otra cosa que me ha gustado es ese castillo, que queda como símbolo, como cerro de otro mundo, más libre, también más agreste. Una mota a la que mirar y recordar.
    Saludos.

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  2. Así es como quería, un círculo que acabe donde empieza.
    Gracias por comentar.

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  3. El reconocimiento de las personas que nos quiere da a nuestro destino forma circular, pues siempre hemos de volver a ellas.
    Un abrazo.

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  4. Pido disculpas. Un error ha causado una anotación como esta, sin pausas, sin partes, a todas luces demasiado larga. A veces, doy un botón y no sucede lo que quiero, sino lo que debe, para mi sorpresa.

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  5. "con la cuerda para buscar abajo". Como hay un "abajo" muy poco antes, a lo mejor podrías decir aquí "en el fondo".

    "―Le riñó ella". El "le" sería en minúsculas.

    "estar en pié". "pie" no lleva tilde.

    "el otroño".

    Bueno, supongo que el quid de esta historia está en la Eloísa del final, pero el problema de los días que han pasado desde que leí lo anterior, me ha hecho olvidar si dicho nombre aparecía con anterioridad, como sugiere Igor. A ver si el siguiente me lo aclara o tendré que revisar lo pasado.

    ―perdona, cariño

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    Respuestas
    1. Vaya sarta de errores que pillaste. El que más me duele es ese piÉ que parece un monumento.

      La verdad es que este, La boca, no es un fragmento perteneciente a la historia de Colino. Se trata de un cuento independiente titulado así, La boca. ¿Que por qué está entonces insertado aquí? Por un error. Estaba escribiendo esta historia de Aurelio y Eloísa y, de pronto, di al botón de publicar por equivocación. Y ya no supe cómo "desinsertar" esta historia de la de Colino y las arañas. No sé si se puede hacer algo. Lo intentaré modificando la fecha de publicación para llevarla hasta más allá de la última anotación de Colino. Aunque no estoy seguro de si funcionará.

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    2. Bueno, acabo de poner a este cuento en una fecha posterior a la de la última anotación de Colino, y ha funcionado. Ahora ya no está inserto. Mejor así.

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