viernes, 2 de diciembre de 2011

Colino y las arañas 27/29

―Así que, sin forcejeo alguno, Colino cogió y se arrojó por el ventanal ―el teniente se frotaba las manos de satisfacción. El alcalde en persona le había llamado para felicitarle por la resolución del caso, aunque, en realidad, a un tipo tan práctico como él, esas cosas le dejaban frío. Lo que realmente le había hecho feliz fue la otra llamada, la de sus superiores para comunicarle que, vistos los éxitos del departamento que gobernaba, se le ascendía.
―¿Y por qué lo hizo? ―el ayudante de Jiménez parecía empeñarse en poner sombra a la alegría del teniente.
―Tendría remordimientos, ¡yo qué sé! El tipo se cepilló a su compañera de trabajo. Y no contento con esto, también se carga a su director...
―Eso último no está nada claro. Insisto en que el jefe de Colino se suicidó con su escopeta de caza, teniente.
―No le dé tantas vueltas a por qué Colino se arrojó a la calle. El testimonio de cincuenta personas coincide exactamente. Simplemente él saltó.
―Algo tuvo que pasar.
El teniente elevó los hombros y abrió los brazos, dando a entender que no hubo nada secreto actuando.
―¿Se defendería?
―Ninguno le amenazó, ni le tocó, ni siquiera le oyeron ―el teniente, harto, elevaba el tono de voz.
―Pero...
―¡No sea idiota, muchacho! ―galleó el teniente en su estilo habitual, ―nadie en sus cabales toma a sus compañeros por enemigos para tirarse después por la ventana como hizo él. ¡Y cállese de una vez! ―apuntó con el dedo. El joven agente miró a Jiménez esperando que interviniera.
Este no terció en ningún momento a favor de su ayudante. Totalmente ausente, se encontraba sentado frente a la mesa, con el sombrero, contra lo que en él era costumbre, en las manos y, por primera vez, parecía menos inexpresivo. Muy al contrario, mostraba un buen humor muy cercano al de su superior.
―¿Cómo sabía que debíamos ―apuntarse medallas, la especialidad del teniente― vigilar a Colino?
Jiménez se lo pensó un tanto, y todo lo que contestó fue mover los hombros. El otro no se molestó en nada más, como se esperaba de él, más pendiente de sí mismo que de tener un mínimo de curiosidad.
Dana, que sí quería saber, se lo volvió a preguntar al salir de comisaría. Antes de contestar, Jiménez observó a la bella mujer-araña. Se había reunido con ella varias veces durante los días anteriores a la muerte de su esposo y, poco a poco, consiguió persuadirla para que no se confiara tanto a Colino. De pronto, se le ocurrió pensar en las artimañas que no inventaría para disimular aquellos encuentros.
―Colino me importaba poco ―suspiró Jiménez―. Reconozco que me llegó a interesar algo, al ver tu nombre asociado al de él en la lista para interrogar al personal del banco. Pero le olvidé por completo cuando comprendí, tras ser asaltada en aquel descampado, que ese nombre eras tú.
―Entonces, ¿todo se ha resuelto por sí mismo?
―Tú lo has dicho ―repuso Jiménez.
―Ya. ¿Y no me vas a contar nada más? ―inquirió Dana, una vez en la calle, al tiempo que se agarraba del brazo del policía.
―Tu maridito era un experto en tecnología ―sonreía ufano Jiménez. ―Tras el accidente mortal de Carmina en aquel pozo negro, decidimos inspeccionar en su coche y hallamos un aparatejo muy curioso instalado en él ―explicó a la viuda―. Nuestros técnicos lo analizaron en profundidad. Su dictamen fue que se trataba de un sistema de teledirección, muy avanzado dijeron. Con ese chisme, Colino podía conducir el auto de Carmina a distancia. Cuando ella circulaba a la altura de la fosa séptica, él tomó el mando del vehículo y lo precipitó allí con la secretaria dentro. Sus conocimientos tecnológicos eran todo un secreto que supo disimular muy bien. De hecho, en el banco, todos usan ordenador salvo él, que se arreglaba con papel y lápiz. A lo sumo contaba con la asistencia de una calculadora. Sin duda un engaño, una buena máscara, pues en el registro hecho en vuestra casa, encontramos un laboratorio informático. Desde luego el tipo no escatimó pues hallamos ―miró a Dana con complacencia― los artefactos más sofisticados, de ultimísima generación y, lo más importante, huellas dactilares suyas por todos ellos. Colino era un experto en tecnología, ―y terminó con un concluyente― no hay duda.
Dana recordó en silencio la última vez que su marido tomó contacto con la tecnología, seis meses antes.
―Cariño, será mejor que lo dejes en mis manos ―aconsejó Dana.
―Sí, creo que sí ―contestó Colino con una sonrisa agradecida, suspirando con desconfianza ante el mudo PC que no se atrevió ni a tocar.
Dana conectó el ordenador y se puso a escribir el informe que Colino debía presentar el lunes. Usaba unos guantes muy extraños que se ajustaban como el látex.
―Siempre que te pones a andar con las maquinitas metes las manos en esos guantes, querida.
―Es que se me estropean las uñas ―alegaba ella.


Jiménez no tardó ni dos días en pasarse a vivir con Dana. El agente se lo propuso con mucha delicadeza, y ella respondió con toda naturalidad afirmativamente —"te debo tanto", se explicó—. A lo que se negó la mujer fue a abandonar su casa de siempre. Jiménez quedó admirado por el valor que demostraba, pues convivir con los recuerdos no parecía un plato de gusto. Dana no titubeó, deseaba continuar allí. Así que tuvo que ser Jiménez quien se mudara.
La viuda se fue acostumbrando a la presencia del agente. A los pocos días de convivencia recuperó su costumbre de canturrear entre dientes mientras trajinaba por entre muebles, suelos, armarios y pucheros. El policía, que al principio temió algún desvanecimiento o añoranza, se rindió a la evidencia: Dana parecía, en su hogar, la más feliz de las criaturas. Lo adecentaba, lo limpiaba, lo pulía. Hacendosa ama de casa, nunca le ganaba la pereza por mantenerlo a resguardo de cualquier suciedad, molestia, ruido o, por supuesto, amenaza. Apenas salía de sus cuatro paredes, ni siquiera a las compras, para lo que abusaba del teléfono. Y cuando Jiménez volvía del trabajo le rodeaba de todo tipo de atenciones. Quería hacer feliz al policía, como antes lo procuró con Colino. Poco a poco fue retomando muchas de las viejas rutinas que, válidas para el difunto esposo, resultaron igualmente útiles —dándoles un sentido diferente— para el nuevo hombre.
Desde el desbaratamiento de su primer hogar que terminó en la trágica muerte de su madre, alanceada en aquel pasadizo —milagrosa vía de escape—, la mente de Dana siempre funcionó con reservas hacia todo lo humano, un rasgo que no era innato pero, por la violencia de aquel primer contacto con el hombre, se convirtió en necesidad. Cada vez que hallaba una oportunidad de vivir con cierta tranquilidad, no se olvidaba de fabricar una salida, un seguro, un ardid para desaparecer o para desviar el peligro. Ahora, con el alquimista podría decirse que había muchas posibilidades de haber alcanzado la meta definitiva, el estado de tranquilidad que siempre había deseado. Con Colino casi lo logró. Solo casi, porque siempre se había resistido una ligera sospecha, una pequeña duda. La recién viuda temía que sucediese lo mismo con Jiménez, y, por tanto, también hubiese menester de una vía de escape por si acaso el policía fallaba como falló el bancario. Esa vía de escape que usó con Colino —aquellos guantes de látex— se demostró muy eficaz, pero ahora, con Jiménez, no podía utilizar idéntico expediente. El policía era demasiado inquisitivo, y habría terminado por descubrir la singular solución.
Así que, una tarde que el alquimista estaba en la comisaría, Dana procedió a quemar los guantes de látex. No es que supusieran un riesgo inminente, de hecho lo que los convertía en peligrosos para ella pasaba prácticamente inadvertido, solo una exploración microscópica lo habría revelado: en la zona que cubría la yema de los dedos unos sutiles relieves reproducían las huellas dactilares de Colino.
Porque el difunto esposo jamás tocó ninguno de los sofisticados artefactos informáticos de casa. No hubo ninguna máscara, ni engaño por parte de Colino. La tecnología no era lo suyo, sino, desde luego, de Dana, que no escatimó nunca en medios para recibir la más cualificada formación. Acompañando a los extraordinarios guantes, la mujer-araña también arrojó a las llamas los croquis y apuntes, a mano, del sistema de conducción a distancia que instaló en el vehículo de Carmina.

6 comentarios:

  1. AShhhhh... Pero, entonces, Colino era realmente un don nadie. Bueno, quedan dos fragmentos y como en esa novela antigua, puede haber otra vuelta de tuerca. Y Dana, de repente, se transforma en una auténtica mujer araña, como en esas pelis en blanco y negro. Teje que teje hasta devorar a sus presas, con látex incluido.
    A ver, a ver. Sinceramente, me espero cualquier cambio de rumbo.
    Saludos.

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  2. Me temo que es tal como has dicho. Ya me imaginaba que te estabas haciendo una idea de la situación un poco distinta a la que yo tenía en mente. Quizá haya hecho añicos algo que ha pasado junto a mí, y no he sabido ver. Y ya en lo que sigue poco van a cambiar las cosas.

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  3. el unci remedio que me queda es esperar la resolucion del autor, por mas especulaciones que haga. Un abrazo

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  4. Queda ya muy poquita materia para sorpender, pero bueno, ahí andamos. Gracias por seguir.

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