martes, 15 de enero de 2013

Palabras


Entre idas y venidas de gente armada, durante la tormentosa Alta Edad Media peninsular, nadie era capaz de garantizar nada. Ni siquiera una sede episcopal. Y no achaquemos exclusivamente tal inseguridad a la reñida pugna entre los núcleos cristianos y el Emirato, después Califato, cordobés. Ya que también influyó la competencia que los propios monarcas del norte se hicieron entre sí.

La diócesis de Oca tuvo una difícil andadura desde el siglo VIII. Primero, desplazada al norte por la invasión musulmana, luego, nuevamente en el camino de la restauración; más tarde, pasado ya el ecuador del siglo VIII y merced a una traumática nueva coyuntura política que le pudo costar la vida a un rey, otra vez recluida en el norte. A finales del siglo IX o principios del X, fue por fin restaurada, pero de aquella manera, en el lugar llamado Valpuesta. Lejos, por tanto, de su localización original. Luego, las vicisitudes políticas produjeron la división y, finalmente, extinción de la diócesis a finales del siglo XI, absorbida por la cátedra de Burgos.

Naturalmente, la constitución de una sede episcopal requiere un complejo entramado institucional y, sobre todo, un extenso patrimonio. Constancia de esto último son, para el Obispado de Valpuesta, sus becerros; libros en donde los copistas fueron reuniendo con paciencia y, a veces, no poco descaro -por las falsificaciones-, las escrituras de propiedad pertenecientes a la institución valpostana. En sus páginas, de vez en cuando, nos sorprende la aparición de algún término o construcción que ya no es latín, sino un incipiente romance.
 
Aquí se puede leer (pertenece al folio 110v. del Becerro gótico de Valpuesta) un fragmento de un documento fechado en el inquietante verano de 939. Dice: potro castanio et pielle (un potro castaño y una piel, que constituyen el precio en especie por la venta de una viña al obispo y socios). Emiliana Ramos Remedios comenta que, en esta última palabra -pielle, algo confusa por la marca de agua del sistema Pares-, se ha producido la diptongación del término de origen, pelle, para reformularse en el de pielle, que ya no es latín sino romance.
 
Es posible que la anotación de hoy en esta bitácora no tenga más pretensiones que la de un hueco ejercicio de búsqueda. Lo que pasa es que contiene algunos elementos que me llaman la atención. Por una parte, cómo lo removemos todo; lo dinámica que es la acción humana. Nos apropiamos de las lenguas, aprendemos a pensar con ellas y, cuando menos lo esperamos, las cambiamos y dejan de ser lo que fueron para convertirse en otra nueva. No hay piedad, ni concesiones. Parece que todo pasa, todo es una solución de compromiso; incluso el propio idioma, que podría ser idiosincrasia de un pueblo, se deja atrás en busca de otro que lo sustituya. Lo vamos torciendo, enderezando, lo desviamos, congelamos, segamos de su tronco ramas que olvidamos, nada nos frena porque sus hablantes nos volvemos más sabios o menos, más esclavos o libres, más personas... Estas palabras que se bambolean entre el latín y el romance reflejan una imagen congelada en el tiempo, puede que muerta ya, pero, al mismo tiempo, no dejan de ser un fotograma más de la evolución: el río del lenguaje que va buscando su senda entre los meandros del pergamino.
 
Por otra parte, he de confesar que me resulta emocionante pasar la vista sobre esos leves trazos, legados por alguien que los redactó en la segunda mitad del siglo X. Alguien que no es una leyenda, ni una crónica, sino una persona tan real como yo. Un nexo directo con un punto de nuestro mapa del tiempo, carente de intermediarios. Nadie me ha presentado al obispo Diego y C.ía, ni a Gontroda -el que le vendió la viña-, pero esta ventanita al pasado, que es este documento, se me abre justo en el momento, tan anecdótico, del negocio, lo que dota a su lectura de una especie de intimidad con ellos.
El término latino era fraxinum
Si bien la fábrica actual de la iglesia es gótica pudo haber un templo previo, románico. De hecho consta en el propio Becerro un documento de 1092 para encargar las obras al maestro Arnaldo -ya sin categoría catedralícia, por cierto, pues la había perdido unos años antes-, pero casi nada queda de él.
 
 
Los fragmentos de texto, en letra visigótica, del cartulario proceden del impagable recurso Pares.
La foto del capitel románico: Valpuesta (Vallis Pósita)

8 comentarios:

  1. las letras se hicieron palabras
    Interesante exposición, totalmente desconocida para mi
    Abrazo

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    1. Jaja, efectivamente. Después de las letras, hay que remontarse hasta las palabras. Un camino que nos lleva a los orígenes, en cierto modo compartidos en la lengua.
      Húmedos saludos.

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  2. Confieso mi ignorancia sobre lo por ti expuesto, y espero penitencia benévola. Es como verter una regadera de agua sobre un vasto erial, pero algo es algo... a ver si en el pequeño terreno húmedo sale una amapola.
    Ahí queda la esperanza y para ti va mi gratitud por lo enseñado.

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    1. La verdad es que esta anotación es producto de un cierto pesar. No sé por qué pensé que la iglesia de este pueblo me la iba a encontrar en mejores condiciones, pero no fue así. Supongo que es la repetida historia de todos esos pueblos, en todas partes, que, como envejecidos Atlas, ya no pueden sostener la brillantez de su pasado, y se van desmoronando en el silencio de sus calles desiertas.

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  3. Ah... Igual lo has leído, pero en Arte Poética de Borges, una de las conferencias va sobre eso que te interesa, como las palabras, como los hormigitas insistentes que somos, lo cambiamos todo, sin piedad ni concesiones. Ni concienza de ellas. En realidad, es fantástico.
    Estuve en Burgos por curro. Hombre..., la catedral tira de espaldas, casi tanto como el viento de enero.
    Saludos.

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    1. No, no lo había leído, y eso lo he de subsanar, pues el autor de El aleph me es muy querido.
      Es curioso que, efectivamente, sin darnos cuenta, en una larga labor de zapa (o de derribo/reconstrucción) cambiemos la lengua, o también, si es que ésta demarca el límite de nuestro pensamiento, cambiemos este.
      Casi nos vemos entonces, y me hubieras firmado el Antigua Vamurta I.
      Espero que aquel curro no fuera en enero, especialmente un día-mortaja como hoy.
      Saludos blancos.

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  4. «Por otra parte, he de confesar que me resulta emocionante pasar la vista sobre esos leves trazos, legados por alguien que los redactó en la segunda mitad del siglo X. Alguien que no es una leyenda, ni una crónica, sino una persona tan real como yo.» Ah... Sí que te comprendo. A veces —quizás muy de tanto en tanto, quizás una única vez en la vida— uno llega a percibirse parte real de la trama de la humanidad, nunca por las grandes gestas, siempre por simples, pequeños detalles. ¡Y qué fuerte es ese sentimiento!

    «[...] no dejan de ser un fotograma más de la evolución: el río del lenguaje que va buscando su senda entre los meandros del pergamino.» Como la vida. La vida, en cualquiera de sus niveles, no es más que un equilibrio entre la estabilidad y la inestabilidad. Sin la primera, no hay posibilidad de ganarle al caos del universo. Sin la segunda, no hay cambio, transformación, función, acción. En cualquiera de ambos casos sobreviene la muerte.

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  5. Somos ese caudal del que solo asoman a la superficie los grandes hechos de los libros de historia. Pero ahí estamos, para ir más deprisa que esa superficie, o todo lo contrario, para retardarla, para resistirnos a su impulso tiránico. Y no podemos separarnos porque vamos unidos, reconstruyendo sobre lo que desmontamos, alcanzando la estabilidad que desestabilizamos un minuto antes.

    Acaso estemos seguros de atribuir categoría a la incansable causalidad que vemos plasmada en los cambios en la naturaleza, y decidir que siempre hay efectos, y que nada puede ser perfecto, es decir, poseer todos los atributos y perpetuarse así, sin cambios, eternamente. La vida es una eterna causalidad (sería una impostura decir incambiadamente cambiante) y una eterna dialéctica.

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