jueves, 27 de enero de 2011

El bosque de los ogros 22/25

Durante unos segundos nada sucedió, pero, como llamado por la impaciencia de ambos jóvenes, un nuevo fenómeno vino a recordarles su débil condición de fugitivos. El suelo empezó a ondularse cual si hubiera cambiado de estado sólido a viscoso y, al mismo tiempo, en pequeña proporción al principio, con más brío después, burbujas de aire se dieron a explotar en la superficie al modo en que la hirviente lava se comporta cuando arrolla todo a su paso por las laderas de un volcán.
–Nos va a quemar vivos –Lus tomó de la mano a su compañera y atizó a correr como un animal desbocado, sin atender a razones ni mesura. Con tan atolondrada ayuda, Mun cayó varias veces, desequilibrada por la indómita fuerza del muchacho. Mientras, el frasquito había tomado tal brillo e intensidad que Mun creía le ardía el pecho con llamaradas verdes. Pero ningún malestar le causaba más allá de la inquietud por tanto relumbrón.
El muchacho sintió un fuerte tirón en su mano y giró. Vio a su compañera hacerle señas hacia la izquierda; al mismo tiempo, no pudo evitar fijarse, poco más atrás, en la mancha de terreno hirviente que les estaba comiendo la distancia. Y no se trataba de un mero ilusionismo para engañar sus sentidos. Los árboles caían carbonizados en un parpadeo, al paso del fenómeno mágico. Por allí no habría escapatoria. Echó un vistazo hacia donde Mun señalaba. No se trataba más que de una pequeña vaguada al fondo de la cual corría un torrente estrecho.
"Sí, claro, pensó Lus, contra esa quemazón que nos persigue, agua".
Entonces bajaron a toda la velocidad que les daban las piernas, brincando y procurando no caer rodando en tan alocada huida. Afortunadamente, el hayedo en esa zona, de tan umbrío, conformaba, salvo por algún helecho ramplón, un monte hueco libre de obstáculos para los corredores. En el fondo, oscuro como boca de lobo, bostezaba un pequeño estanque.
–Sígueme –ella pronunció esta palabra ya en el aire, tras lanzarse al agua. A tal falta de dudas, él no iba a poner reparos, especialmente con lo que iba a su zaga. Luego se zambulleron sin más tardar. Lus seguía de cerca, por miedo a perderse, el cuerpo de su compañera quien buceaba buscando en la profundidad de la poza. Tarea que realizaba casi a tientas, pues aun abriendo los ojos, la umbría no permitía entrever gran cosa. Una roca blanca, de tan llamativo albor que parecía una luna oculta, fue lo que atrajo a Muniela en su desesperado registro. Se dirigió hacia allí, y, sin pararse, introdujo la cabeza en lo que debía de ser la fuente del manantial. Él le agarró del pie para impedírselo, pero Mun se sacudió la presa para continuar desapareciendo por el hueco junto a la piedra. Lus quedó solo y horrorizado por la estrechez del arbitrio, preguntándose si hacía falta dejarse engullir por aquel tétrico agujero.
Un solo vistazo al borde superficial, incluso con tan poca luz, resolvió todas sus dudas respecto a continuar tras la estela de la chica. El lecho lacustre estaba empezando a hervir con igual fervor asesino que en la superficie. Columnas de burbujas borboteaban a su alrededor y un fragor espantoso le estaba dañando los oídos. Se abalanzó hacia el agujero.
Tras la oquedad, bastante angosta, se abría un pasillo que se ensanchaba un poco, sin embargo no lo suficiente como para nadar. Tuvo que avanzar agarrándose a las paredes del túnel, confiando en que ningún obstáculo hubiera ante él. Nada se veía allí dentro y sólo se adivinaba delante un negro espantoso que se hundía en la tierra. El miedo empezó a atosigarle por detrás y por todos lados.
–Mun –gritó ahogado por el pánico, dándose golpes arriba y abajo. El poco aire que le quedaba se le escapó en el vocerío, así que a la angustia por la soledad y la falta de luz se sumó la propia del ahogo. Volvió a abrir la boca, sin conciencia ya de lo que hacía, para respirar. En ese momento, unas manos lo agarraron y tiraron de él. No hizo falta más que un instante para que la pesadilla acabara, al emerger, si bien no a la luz, sí a atmósfera respirable. Entonces empezó a toser y a revolvérsele el cuerpo en arcadas que le distraían de aspirar. Su cuerpo se contrajo ansioso por tomar aire y por expulsar el agua en una guerra tan incruenta que ninguna parte ganaba y en ello él se perdía.
–Respira –escuchó Lus la voz de su compañera, que no otra traza de su presencia podía tener, ya que no veía en absoluto.
Poco a poco, el problema de la oscuridad fue orillándose conforme el pequeño frasco volvía a tomar la función de farolito verde. Ambos estaban en una cueva de reducidas dimensiones, la mayor parte de la cual servía de cauce al torrente que se atropellaba por buscar su salida; ese estrecho túnel que ambos muchachos acababan de pasar.
–¿Tu crees que todavía nos seguirá? –Lus miró a las paredes de la cueva, temiendo que, de pronto, empezaran a borbotar.
–Sigamos. No me gusta que el botecito luzca. Puede que sea una alarma –ella tomó la mano de Lus y tiró de él. En principio no había alternativa, hubieron de seguir camino, corriente arriba, apoyándose en manos y pies. Al cabo de un buen rato, por fin, el hueco se ensanchó y pudieron estirarse hasta ponerse erguidos. El único rumor, aparte del que ellos producían, era el del agua, pero el miedo, sobre todo de él, a escuchar aquel borboteo del suelo hirviendo, los mantenía muy alerta.
–Mun.
–¿Qué?
–Me alegro de haberte visto.
La joven se volvió con un matiz entre la sorpresa y el agradecimiento en su gesto. No era fácil compartir tantas vivencias con Lus sin sacar consecuencias. El cúmulo de relaciones de gratitud y de necesidad, que no hacía falta decir ni tampoco convenía ignorar, la entrelazaba con él de un modo que ya era irresistible. Pero todo estaba sucediendo demasiado rápido y encadenado, casi sin albedrío. A la experiencia traumática del ataque sin cuartel, siguió la huida ante aquella bruja. Y entremedias, el aparentemente trivial reencuentro con Lus, el muchacho que siempre tenía miedo. La muchacha reparó, a la extraña luz de la pequeña linterna verdosa, en su aspecto tan abatido y magullado. Se le habían abierto varias heridas y brechas por los brazos y la cabeza.
–Tenías que haber confiado más en mí, cuando nadabas –le riñó. –Te pusiste muy nervioso y casi te ahogas.
Él levantó los hombros de una forma significativa. Claro, qué iba a hacer, tan espantado, tan miedica, sino revolverse y descalabrarse. Muniela se recriminó mentalmente por enfadarse con él. Al fin y al cabo todo lo que había padecido Lus lo había pasado por ella.
–Soy cobarde. Enseguida me espanto.
–Entonces, ¿cómo encontraste el valor para volver? –Muniela empezaba a preguntarse por qué sintió tanto alivio al tropezarse con él, tras escapar del ataque de los ogros. Algo estaba tomando cuerpo en sus sentimientos, algo que se había amortajado hacía tan poco tiempo. Por ello, no hizo la pregunta con el impulso arrollador tan típico de su carácter, sino con la esperanza de hallar respuesta a sus dudas.
Él tardó un momento en contestar, pues el recuerdo de la batalla no iba a mejorar los ánimos.
–Quería verte otra vez. Ella levantó la vista sin sonreír.
–¿Seguro? Estás tan lejos de tu casa...
–Ahora ya no tengo casa, y lo más probable es que ni la tenga.
–No seas tan pesimista.
–Un hogar se sostiene en algo, y yo no poseo nada, tampoco lo heredaré. Puede que entrando al servicio de alguien... o, claro, la milicia, pero ya sabes, soy tan cobarde...
Ahora Mun sí que se sintió más inclinada a aligerar la expresión de su cara.
–Mi futuro no lo encontraré en la aldea –tan firmemente hizo la afirmación que retumbó por las paredes de la galería.
Muniela estuvo meditando unos momentos, sin hablar. No se había sentido muy feliz ante la idea de que él fundara su propio hogar, lejos de ella. Mucho menos imaginándoselo como paniaguado de cualquier infanzón ciego a sus virtudes.
–Cariño –sonó una voz desconocida.

2 comentarios:

  1. Ah... "Continuará". Malvado dafd.
    Otro buen fragmento. Dos a la carrera, dos sin aliento.
    Ha sido un placer sentir esa tierra convirtiéndose en algo viscoso, ese no parar y esa especie de caverna, en la que parecen haber invitados inesperados.
    Lus es un covarde que cree ser un covarde. Y quizás precisamente por eso deje de serlo.
    Saludos, Igor.

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