domingo, 16 de octubre de 2011

Colino y las arañas 13/29

―Sr. Colino, ¿verdad? ―El policía de más edad, aún no muy convencido de la calidad con que el director desempeñó la comisión mensajeril, fue quien rompió el silencio.
―Sí, así es ―contestó el bancario. El brillo de su frente no pasó inadvertido a los dos interrogadores. Pero, como constatarían según avanzaban con el resto de trabajadores, no se trataba de ningún signo especial de nerviosismo.
―Soy el agente Jiménez y este mi ayudante―. Tras un frío vacío prosiguió ―le vamos a hacer una serie de preguntas que luego repetiremos a sus compañeros. El hecho de que sea el primero es totalmente casual.
Colino miraba inquieto a un lado y a otro. Sobre todo a la puerta, por donde acababa de entrar. Un tic instintivo, dadas las condiciones. Aquella ratonera donde le habían metido habría espantado hasta al menos pusilánime. Colgaba del techo una bombilla desnuda de vacilante brillo que apenas alargaba su luz a las cuatro esquinas. De esta miserable claridad venían toda una serie de espectrales visiones: los bultos en el suelo, sábanas sucias arrebujadas, un palé destartalado, fregonas, algunas rotas, y sobre todo botes, muchos, de colores vivos que dejaban en el suelo el cerco propio de su contenido, que no podía ser sino cualquier sustancia para limpieza. Tanto producto derramado impregnaba al ambiente de irrespirable atmósfera. Colino se preguntó si aquellos vapores serían inflamables, y si la bombilla, a pesar de su pobreza, no iniciaría la ignición. Sin duda el bancario estaba asustado, pero hubiera sido injusto acusarlo de flaqueza.
Delante de él, como flotando, le contemplaban dos desconocidos. El más viejo tenía una cara completamente insulsa. Colino podría estar memorizando esos rasgos durante una hora, que al minuto siguiente los habría olvidado. Lo único llamativo de él no venía de la fisonomía, sino de su indumentaria. Cubríase la cabeza con un sombrero clásico, un complemento hoy en día en desuso pero que, por lo visto, a aquel tipo le encantaba lucir, incluso en aquel antro.
El otro, el joven, parecía alguien en plena forma, el producto recién licenciado de la academia. Un muchacho de aspecto sagaz y autónomo, pero aún con la dentadura de leche a juzgar por la de veces que miraba de reojo a su superior, como si pretendiera con ello absorber su juicio por los ojos. Risueño y aparentemente superficial, sorprendían sus análisis en los que demostraba una gran capacidad para la observación. Hacía poco que recaló en la unidad. Quizá por ello a nadie extrañó que terminara de paquete del más veterano, Jiménez; al fin y al cabo, se pensaba, muchos bisoños lo hacían, arrimarse a las faldas de una mamá. Sin embargo, esta elección no era un capricho de novato al caer en un sitio desconocido. Jiménez era uno de los agentes menos amonestados en el cuerpo, uno de los policías más irreprochables. Respecto a su eficacia, el expediente laboral no contenía nada especialmente destacado, fracasos y victorias se repartían como en otros agentes. Era, sin duda, el policía más discreto, menos llamativo de la ciudad. Y el novato quería aprender el oficio de alguien como él, no de los ganapanes con que inició su carrera, en misiones de paz lejos del país. En la hoja de ingreso del joven ya figuraba bien clarito su querencia por Jiménez. El desagradable teniente no puso reparo alguno a los deseos del muchacho, tal vez pensando en la faena que le haría al solitario agente del sombrero.
El agente más viejo tiró hacia atrás una banqueta sin medio respaldo y se sentó ante el bancario. A la lógica pregunta de dónde estuvo el día que murió Carmina, Colino contestó que eran horas de oficina, y que eso era sagrado.
―Ya, ya sé. Entonces estuvo aquí hasta las...
―Si salgo antes de las siete, el reloj me delata y me echan la bronca. Y a mí no me gusta que me la echen por nada del mundo. Ante todo he de cumplir.
―Bien. Lo tomaré como contestación. Y... una última, ¿ha notado algo raro últimamente en algún compañero?
―Pues no tengo ni idea, señor. Yo me limito a sentarme y trabajar. No voy por ahí chismorreando. De hecho apenas me preocupo por los demás.
―Entiendo. Algo así como si no viera a nadie cuando llega a la mesa, ¿verdad?
―Colino afirmó con la cabeza―. Pero usted sabe que no está solo. De hecho, me ha sorprendido lo aprovechado que tiene su jefe el espacio. Apenas hay sitio para pasar entre mesa y mesa. Tanta aglomeración no deja lugar para la intimidad.
―Mi jefe tendrá sus buenas razones.
Jiménez se quedó mirando a los ojos de Colino como si no creyera lo que acababa de oír.
―Es muy cumplidor. Pero tranquilo, yo no soy amigo de su jefe ni de ningún compañero. Hago una investigación.
―Y yo le repito que mi puesto es una isla en medio de la nada. Jamás hago preguntas personales a nadie, ni siquiera sé si mi vecino de despacho está casado, o si tiene hijos. Mucho menos voy a enterarme de si viene llorando o riendo porque le tocó la lotería o se le murió el burro. Soy un perfecto trabajador que ficha, ejecuta, obedece.
―Pero dígame, si no es indiscreción ―el policía estaba más que acostumbrado a tratar con gente crispada, como ya lo estaba Colino―, ¿no siente algo más de simpatía, digamos una predilección especial, hacia alguno de sus compañeros?
―Soy un buen tipo, señor, de verdad.
Una vez salió el protagonista del primer interrogatorio, Jiménez, el mayor de los dos agentes, tomó la lista e hizo un tachón en el nombre que la encabezaba, quedándose mirándolo un rato, suspenso. Junto al de Colino, como en el resto de empleados, figuraba el nombre de su mujer, en este caso Dana.
―Los chicos de documentación han hecho un buen trabajo sobre esa lista, ¿eh, jefe? ¡Todo en un tiempo récord! Ahí tiene dirección, teléfono, seguridad social, si están casados o no, nombre del cónyuge..., no se quejará.
Jiménez seguía en su actitud ausente.
―¿Ha visto algo raro en este tipo? ―el ayudante estudió el lápiz en la mano de su superior. Golpeba la hoja con impaciencia.
Jiménez apretó los labios. Saliendo de su ensimismamiento, prefirió no compartir sus pensamientos con el joven ayudante: ―bien, preguntaremos si alguien más apoya la coartada y también pediremos a recursos humanos una relación de la hora de salida ―luego, el agente suspiró e hizo seña al joven para que llamaran al siguiente.
―Calma jefe, ―animó el ayudante, encaminándose a la puerta, con una sonrisa de comprensión ―que queda la tira de trabajo todavía.

4 comentarios:

  1. Buenas figuras las de los dos polis, totalmente creíbles. Un hombre sin rostro, este Jiménez, para observar sin ser observado.
    El interrogatario. Pero si Colino es un buen chico, ¿cómo pueden hacerle esas preguntas? Lo que aún no sé es lo que pasó exactamente.
    Sigue avanzando muy bien la hazaña de Colino.
    Un abrazo.

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  2. Hay aquí alguna observación que me haces, que recojo ahora mismo y que he de tener en cuenta, porque puede que haya alguna incomprensión. Gracias.

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  3. "mensajeril": eso ya sí es más de tu estilo de siempre, jeje.

    "Tanta aglomeración no deja sitio para la intimidad". Como hay un "sitio" inmediatamente antes, quizá puedas cambiar este por "lugar".

    Me ha encantado la descripción primera de los policias. La última quizá, la que cierra el fragmento, yo la habría añadido a continuación de la primera´, o fundiría un poco ambas, no sé...

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    1. Lo del "mensajeril", me parece que lo voy a mantener. Lo otro lo he cambiado siguiendo tu consejo.

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