miércoles, 19 de octubre de 2011

Colino y las arañas 14/29

Colino llegó a casa puntual, como siempre. Él no se andaba con autoexigencias ni entusiasmos serviles a la empresa. Las siete marcaban el final de la jornada laboral y eso era sagrado.
Habían pasado dos días desde la visita del agente Jiménez y no habían vuelto a saber más de él. No es que el silencio trajera malos presagios, pero casi. Por más que el policía insistiera en tranquilizarlos asegurándoles a todos que se trataba de rutina, imponía respeto hallarse incurso en un procedimiento criminal por el asesinato de Carmina ―la policía ya daba por hecho que la compañera de Colino no se precipitó al pozo negro por accidente―. Además, tanta frialdad por parte de los agentes, tanto distanciamiento le ponían nervioso. Parecían entomólogos diseccionando un bicho.
Ya en el garaje recibió el potente olor a guiso. Era promesa de un recibimiento caluroso. Justo lo que necesitaba después de pasar todo el día encajado entre las relaciones anónimas y frías del trabajo. El trato no familiar con extraños erosinaba sus cualidades sociales, lo teminaba por desgastar. Un esfuerzo en el que él se echaba a un lado, apartándose del camino para crear un pasillo de cordialidad falsa por donde asomarse hasta el prójimo. Era agotador. Por ello miraba tanto la inversión de simpatía hecha en los demás: naturalmente con el objetivo de recuperarla.
Pero la energía para sostener ese constante esfuerzo no aparecía de la nada. Colino no lo sabía, pero en realidad todo ese caudal de fuerza procedía del amor de su mujer, de su entrega. Sin esta aportación el empeño del hombre se quedaba sin combustible que lo empujara. Sin caricias ni atenciones sus reservas se acababan, y la única madera por quemar ya era él mismo, su optimismo, su vitalidad. Pero eso solo servía para una urgencia.
Junto a la puerta de entrada, irrumpía de la pared un perchero con cuatro colgaderos. A los invitados les llamaba la atención la forma de las perchas. Parecían huesos. La mujer de Colino explicaba que se trataba de inofensiva madera tallada, pero a nadie le satisfacían sus palabras. La gente que entraba miraba aquellas protuberancias con disgusto y pasaba adelante sin colgar los abrigos en la esperanza de que el resto de la casa no arrojara sombras tan siniestras como las que aquellos dedos alargados del perchero dibujaban en la pared a la luz de las bombillas.
Al querer colgar su gabán, Colino se encontró con una desagradable sorpresa. De los cuatro ganchos, solo el de la derecha estaba ocupado por la prenda amarilla de su mujer. Todos vacíos salvo uno, el que le pertenecía a él. Emitió un graznido desagradable y, a continuación, colocó aquella cazadora invasora, sin mucho cuidado, en el hueco libre del lado izquierdo.
Dana llevaba trabajando en la cocina durante toda la tarde. Quería dar una alegría especial a su marido que tantos trastornos y cambios había recibido durante los últimos días. Colino formaba parte de su hogar, y ella guardaba su hogar. Lo protegía y, a su vez, se protegía en él. El exterior consistía en una amenaza, un sobresalto continuo e incontrolable. Su guarida, en cambio, no albergaba imponderables. Las sorpresas habían llegado a disgustar profundamente a Dana. Tantas sufrió en su vida y tan funestas que terminó por detestar cualquier sospecha de una. Así que Colino merecía un trato preferente, tanto por constituir una parte más de su refugio, como por ser la pantalla humana contra ese mundo humano, extraño y oscuro, que tramaba amenazas insospechadas a cada instante.
El gruñido de Colino, nada más entrar por la puerta, trastocó los planes de la ejemplar esposa. Dana, siempre pendiente de su marido, intuyó la causa de su disgusto. Cuando vino con la compra, con prisa como siempre que subía de la calle, no reparó en dónde colgaba la cazadora. Ahora lo imaginó: en el sitio equivocado. Una jornada feliz no podía empezar mal, y ella bien sabía lo que desagradaba a su marido encontrar ocupada la percha del lado derecho. Ya le conocía lo suficiente para saber que no era capaz de dominar sus prontos, más bien le dominaban a él. Así que para sosegarle, salió al pasillo. Pero ya era tarde. El hombre apretaba con demasiada fuerza el gabán al colgadero.
―Siempre que me tengo que encontrar ocupada la del lado derecho ―exclamó con un gruñido.
―¿Qué más te da?
―Es muy ancho mi abrigo y ocupa más. La puerta lo roza justo en las costuras de la manga.
Dana se quedó callada unos instantes. Meneó la cabeza resignada, y abriendo una amplia sonrisa le reconvino con cariño: ―algún día ese genio tuyo va a hacerte daño.
―Pero el abrigo…
Dana no se arredró. Muy segura de lo que hacía, se abalanzó sobre él y cubrió su mejilla con un beso lleno de amor. Aunque renegara, el bancario lo estaba anhelando. Bastó esa feliz explosión y todo volvió a ajustarse, sus niveles de vitalidad se colmaron, regresó el equilibrio. El caos percheril con los abrigos, o cuanto trajera pegado de fuera, cualquier sinsabor, duda, miedo, desaparecieron en ese instante. La familiaridad y afecto que le demostraba su esposa constituían su principal haber. Si Colino manejaba las deudas de bondad de sus compañeros de oficina, él se sentía en deuda con el cariño que le suministraba su mujer, derramado con tanta munificencia como el de una estación de servicio inagotable y gratis.
―He hecho una cena muy rica para ti.
La cara de la esposa estaba iluminada por una sonrisa abierta y franca, un prodigio de verdad. Nada en aquella luminiscente pureza denotaba algún estigma mal borrado de su esencia espuria. No había sino que asomarse a sus ojos rebosantes de sincero afecto para confirmarlo.
―¿Qué tal, maridito, en el trabajo?― pero antes de que él contase nada, ella le obsequió con la lista de sucesos corrientes de la jornada. Un rito solo interrumpido durante unos días en que se quebró la convivencia entre los dos, tras el “descubrimiento” por Colino de la naturaleza arácnida de Dana. Unos días de silencios que, si fueron duros para ella, él no los recordaba, huérfano del energético cariño de su esposa, como un camino de rosas. Pero eso ya era pasado. Las costumbres de siempre tomaban el ritmo del hogar, y, entre ellas, la de referir el diario. Su importancia era desconocida para él, pero, dado lo incansable de la dedicación, a su mujer le tenía que parecer fundamental. Consistía en que todas las tardes, al volver de la oficina, ella le presentaba la relación completa de lo que había hecho, no olvidando nada, ni lo más nimio. Tan por menudo lo contaba que podría ser hasta aburrido, e insistía una y otra vez hasta hallar la complacencia de él, su aprobado a cada acción que hubiera ejecutado durante el día. Exigiéndole una y otra vez que le señalara el menor descuido, la menor desviación en su comportamiento que se saliera de los cánones normales, lo que todos los humanos entendieran por una conducta humana vulgar y corriente.
Él prestaba atención al discurso de su esposa limitándose, de vez en cuando, a musitar algo, a soltar algún bufido de acompañamiento o un "bien" para afianzar. No más que lo que siempre hacía. Dana necesitaba saber con total seguridad que no se había traicionado incurriendo en algún descuido “extraño” que denunciase su esencia de araña. Ella necesitaba recibir su beneplácito y le prodigaba afecto, que a él tanto bien le hacía. Colino proporcionaba a Dana la seguridad de interponerse ante el universo de los hombres. Uno y otro sumaban fuerzas con que mantener incólumes los lazos que los unían.

6 comentarios:

  1. Vaya, un reeencuentro bastante inesperado por mí. ¡A ver qué viene luego! No he podido evitar imaginármelos en la cama.
    Excelentes esos trazos en la psicología de esta alimaña moderna de la que a lo mejor todos tenemos algo. ¿Alimaña o superviviente?
    El trabajo no nos redimirá.
    Saludos.

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  2. Pues si es bastante inesperado entonces he asumido más riesgos de los que pensaba. El apunte me es valioso.

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  3. me encanto el tema de la contabilidad de las deudas. La esposa un poco rutinaria... espero mas.Un Abrazo

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  4. Pues es verdad, este personaje femenino me está saliendo con un perfil, en algún modo, rutinario. Gracias por el punto de vista.

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  5. "el empeño de el hombre" (sería "del")

    "quemar ya, era él mismo" (a mí me sobra esta coma).

    A mí no es que me haya sorprendido tanto como a Igor el cariz del reencuentro, pero sí es cierto que era algo que había quedado en el aire y cuyo desenlace provocaba cierta expectación, jeje.

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    1. Gracias de nuevo. Son errores, sobre todo el primero, bastante bastante.
      Bueno, si el tema quedaba ahí en el aire, es que se hacía necesario anudarlo, lo que es una buena guía.

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