sábado, 17 de julio de 2010

La esquina de la biblioteca 4/7

Volvió a mirar aquellos venerables volúmenes que tan evasivos resultaban a toda búsqueda informática; mudos y adustos carecían de portadas llamativas que entraran por los ojos. Una pared de oscuros lomos rotulados en oro vuelta hacia sí misma, esquiva a cualquier pretensión de amistad. De pronto, una voz tarareando una tonada de pastores sonó a su espalda. No hacía falta volverse para saber de quién se trataba.

Era esa bibliotecaria de pelo lleno de bucles que parecía siempre tan feliz. Y con un libro en la mano.
—Uy, ¿cómo tú por aquí? No me digas que también te ha engatusado la novela que no acaba nunca —yo no supe qué decirle pero ella no se tomó a mal que no contestara. Se acercó a las baldas, encogiéndose un poco para evitar algún obstáculo invisible, y dejó en el único hueco el libro que traía.
—Éste ya ha sido curado. A ver, ¿qué tal va éste?
Tras sacar otro volumen lo abrió por las páginas finales y volvió a cerrarlo toda contenta.
—¡Qué bien! El otro día lo terminé y me quedé tan triste. Pero acabo de comprobar que hoy continúa. Me lo prestaré para seguir leyendo.
Me lo pasó y lo abrí. No había nada especial. Un índice, un inicio y su final. Contaba una historia de aventuras en los mares del sur, con piratas y tesoros. En la última página, lo normal, la palabra fin. Levanté la vista hacia la mujer. No entendía qué quería decir.
—Lee las últimas frases si no te convences.
«Don Beltrán, habiendo izado velas, partió hacia el sol al atardecer. En el muelle, doña Flor forzaba, incómoda, la vista con el afán de seguirlo».
—Verás cómo mañana la historia sigue. No sé por dónde tirará pero ten por seguro que no acaba ahí.
Yo miré el libro sin mucha alegría. Leer no era algo que me llamara la atención. Ella, en cambio, estaba encantada.


—Ya veo que no te pica el gusanillo. —Tomó la novela y se la colocó bajo el brazo. —Veamos ¿qué más hay por aquí? —Su mano recorrió la fila de viejos volúmenes sin abandonar el contacto con ellos. Los palpaba como si el mero roce con la encuadernación le transmitiera idea del contenido, deteniéndose en cada uno para percibir el placer con que la obsequió en su día si ya lo leyó, o presentir el que le proporcionaría si aun no. Al paso de los dedos cada título respondía de una manera. Los había discretos, otros prorrumpían en carcajadas diríase que de cosquillas, algunos se removían molestos por aquel despertar inesperado, llegando en un solo caso al insulto. El resultado de la pesquisa fue un libro alto, de lomo desvaído y de letras capitales indistinguibles. Ella lo abrió con cierto escepticismo e inmediatamente le demudó la expresión por la sorpresa.
—Parece que ya ha empezado a hacerlo. Eso es que te eligió —le dio la vuelta y se lo enseñó.

La mujer me lo puso ante las narices. Vi un dibujo que llenaba las dos páginas con muchos colores. Era un guerrero en su armadura cargando contra un monstruo de no sé cuántas cabezas. Todas ellas con dientes enormes y pinta de estar furiosas con el caballero. Como le salían llamas habría dicho que era un dragón pero uno verdadero sólo tiene una cabeza, no ciento. Lo primero que pensé fue que era una lucha desigual. No podría vencer a aquel monstruo y, sin embargo, ahí estaba, atacándolo. Leí un poco:
«La hidragón acorralaba al valiente guerrero que debía retroceder hacia la estrecha garganta. La lanza, de vez en cuando, daba en la piel de la bestia que respondía al dolor con ataques más furiosos. La lucha seguía en tablas porque el hombre encontraba sitio a su espalda para esquivar. Se hallaba bloqueado a ambos lados por las paredes rocosas y hacia adelante solo veía las bocas dentadas de su enemigo. En un momento tuvo tiempo de mirar atrás y vio consternado que la garganta no tenía salida. Solo cabía buscarla hacia delante, pasando sobre el monstruo.»
Volví a la imagen.


Si en principio el muchacho interpretó el dibujo como la heroica carga de un campeón contra la malvada criatura, tras leer el texto cambió de idea. Solo era el desesperado e inútil esfuerzo del guerrero por sobrevivir. Observó su cara. El artista había reflejado la zozobra en su semblante.

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