sábado, 17 de julio de 2010

La esquina de la biblioteca 6/7

Al final de la tarde decidieron que ya iba siendo hora de marchar. Se encaminaron poco a poco al hospital por unas calles cada vez más pendientes del día siguiente. La gente caminaba deprisa hacia sus casas, y las pocas tiendas aún abiertas echaban las rejas a los escaparates como alguien que terminara de bostezar cansado de todo el trajín del día.
Ya llegando, vieron salir a la madre del chico. Guille la notó más abatida. Ella lo vio y lo saludó con la mano. Un gesto que interrumpió, sorprendida, al ver al acompañante de su hijo.
—Mami —la mujer se inclinó para besarlo. —Este es el bibliotecario. Me ha acompañado esta tarde. —Él no dudó en explicar las circunstancias de la tarde y, tan contenido como siempre, luego prefirió despedirse sin más. Así que, volviéndose calle abajo, no advirtió el suspiro de alivio de ella, que Guille, sin dudarlo, le afeó con un gesto.
—Lo siento amor pero hoy no tengo ganas de hablar con nadie —se disculpó ella, que viendo el apuro de su hijo se decidió a explicarle —no te preocupes por el bibliotecario, que tengo confianza. Fuimos compañeros de estudios hace años: como ahora lo sois tú y Migue.
El hijo comparó a su amigo Migue con el bibliotecario, pensando cómo haría de camarada de juegos de su madre. Y cuanto más lo revolvía, más difícil se le representaba el paralelismo. Y más extrañado se quedaba, pues nunca antes había visto su amistad con Migue desde fuera, tal como la contemplaba su madre.

A la siguiente tarde, a pesar de haber hecho el último examen, el chico pidió a su madre le dejara acudir de nuevo a la biblioteca. Allí se puso a leer el libro de inmediato. Nada más abrirlo notó la pérdida de visibilidad de la letra. Quedaba poco tiempo y muchas páginas por leer.
Las aventuras que corrió el héroe en su camino a las montañas lo pusieron en graves aprietos. Hizo muchos amigos y se enamoró. Pero no se desvió en ningún momento de su objetivo final, sacrificando por él aquellas pequeñas metas provisionales que iba ganando. El bien que pudo llevar a algunos, en otras ocasiones quedaba compensado por actuaciones no tan acertadas.
Tanto provecho sacó Guille a la tarde que, hacia el final de la misma, el caballero se estaba encontrando con las primeras estribaciones de la cordillera, el final de su viaje. Entonces, con la vista cansada por el esfuerzo, levantó la cara con pereza para buscar algún entretenimiento. La tinta, debilitándose a ese ritmo, daba síntomas de no llegarle visible hasta mañana pero ya no tenía ganas de más. Los dos bibliotecarios, contando con la misma limitación temporal, leyeron en su día esta historia, y la acabaron. Solo tuvieron una oportunidad y la aprovecharon. Quizá no albergaran dudas. En cambio, conforme el trágico final llegaba, a él la determinación de seguir le flaqueaba. Le iba desapareciendo como la tinta. Miró distraídamente las tapas de madera y cuero del volumen, cuando de pronto, sorprendido, percibió algo parecido a una singular expresividad en el clavo más arrimado al borde superior derecho, justo al modo de un ojo entrecerrándose. Se le erizó la piel y soltó el libro de las manos al cobrar conciencia de la aparición, en aquella encuadernación, de los rasgos de una cara severa que lo miraba. Ésta, sin manifestar afectación por la fulminante reacción del muchacho, ni siquiera acusó un parpadeo que aligerase la grave seriedad. Aquello significaba un cambio. Hasta ahora se había dedicado a leer una historia en un objeto inerte. La relación entre él y la novela había sido inmediata, sin intermediación. Pero ahora descubría que el libro era algo vivo. Y su mirada estaba preñada de inteligencia.

2 comentarios:

  1. Guau, genial, voy a por el final.

    "...sacrificando por él(,) aquellas pequeñas metas..."

    Yo eliminaría esa coma.

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  2. Pues es así. Esa coma sobra. Gracias por el ojo que le estás echando.

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