miércoles, 16 de junio de 2010

El Planeta Gris 3/12

Toda la mañana nos la hemos pasado registrando las instalaciones con gran cuidado. Yo estoy de asistente del capitán, así que no me pilló la faena. Menos mal. Sobre todo por lo de reconocer el exterior. Algunos tuvieron que echar un vistazo fuera de la base y no es un plato de gusto. El planeta es feo, feo como él solo. Ni vegetación, ni apenas relieve a la vista, lo único que echa a la cara es un viento cambiante. Te arrastra de un lado y, tan pronto como amoldas el cuerpo contra él, cambia. Con lo que, si no andas listo para buscarte nuevo apoyo, estás en el suelo. Ya me burlaré de los chicos que salieron de inspección pues, de tanto vaivén, parecían bailar con una pareja invisible. Y como se me reboten, ya les diré: con Neno no contéis para bailar, que este menda solo quiere chicas de pareja, no huracanes.
Al final, tanto mareo para nada. Era de esperar. Esa asquerosa ventolera lo remueve todo a cada momento. Si alguien hubiera salido o entrado a la nave, cualquier huella, en unas horas, habría quedado borrada. Para mí que es inútil ensuciarse los pies dando paseos al airecito. Hombre, quedan los rastros olfativos, pero tanto da. Todo lo arrastra el vendaval. Otro asunto es el de la sala de embarque, ahí no hay que complicarse, porque está vigilada por video. Cuando pasamos las imágenes, con la esperanza de encontrar el porqué de la huida del personal, nos topamos con una sorpresa. Los registros visuales están a oscuras. De hecho no existen: ni visuales, ni nada de nada. Un negro absoluto en las memorias hasta el mismo momento en que atracamos nosotros. Aunque suene absurdo es la primera vez que la base es ocupada. Recibimos, a la tarde, con su típica curva de sonido peluda como todas las de su país, comunicación de la base Alfa. La más cercana a la nuestra. Reunidos en el centro de control nos dispusimos muy atentos.
«–Aquí el capitán Mecach –contestó nuestro oficial.
–Vuer en chas qui puerinidat... –siguió un discursito incomprensible durante un rato. Yo pensé que nuestro jefe entendía aquella jerigonza por la cara de concentración que ponía, hasta que un golpe de su puño en el botón azul del traductor nos sacó de nuestro error.
–¡"Megagüen"! ¿Quién está ahí? –preguntó Mecach. Durante unos segundos la cháchara del otro se cortó; pensamos que ofendido por la grosería de nuestro oficial.
–¿Qué narices ha dicho? –fue todo lo que oímos, por el comunicador, al de la estación Alfa, ahora ya en nuestra lengua.
–Ah, por fin. No hemos entendido una jota. Nuestro traductor no iba bien –mintió Mecach–. Ya vuelve a funcionar. ¿Con quién estamos hablando?
–Pues me podían haber cortado antes. Les he soltado todo el formulario de salutación prescrito por las leyes internacionales –contestó de mal humor, o al menos así lo intuimos, el de la base Alfa–. ¿Hace falta repetirlo?
Nuestro capitán permaneció unos segundos en silencio.
–Eso decídanlo ustedes, que yo obraré en consecuencia –se oyó un gruñido desde el otro lado y el traductor soltó un chirrido quejumbroso. A continuación escuchamos la retahíla: todo el discurso que las Naciones Unidas había creado para estas ocasiones. La verdad es que la pieza cuadraría mejor en un brindis diplomático que lo que lo era en el espacio y bajo el temor de no se sabe qué amenaza. Me consta que nadie en misión espacial lo lee completo, sólo las tres primeras palabras. El resto se obvia por no agobiar. El capitán, sin embargo, no transigió con la costumbre, y digo yo que no será tan novato como para desconocerla. Más bien querrá echarle un pulso a la paciencia del otro. Es juguetón nuestro jefe.
Tras el larguísimo saludo, el oficial se presentó. Era el comandante Rod.
–Sabemos que llevan varias horas en su base –no preguntó por nuestro descenso, falta de cortesía nada habitual. Recién llegados como estábamos, un poco de mano izquierda sí se le echaba de menos.
–Y ¿cómo es eso?, ¿nos espían? –bramó nuestro capitán.
–Maldita sea, llevamos varios días aquí en alerta con los detectores al máximo para que no se nos pierda ni una señal. Y si digo que ustedes hace nueve horas que atracaron, es que fue así –Rod andaba justito a punto para el ataque de nervios–. Les hemos concedido ese espacio de tiempo para que vayan haciéndose a la situación. Ahora ya sabrán que no hay, ni hubo nadie en la estación One. Nosotros y los de Megatre estamos igual que ustedes.
–Ah, ¿sí? –la frialdad de nuestro jefe podía llegar a ser ambigua.
–Déjese de posturitas puritanas. Ahora estamos solos a varios años-luz de nuestra casa y algo desconocido nos amenaza. Creemos que lo más razonable es unir fuerzas.
–¿Qué está insinuando?
–Que procuremos aparcar diferencias y por unos días seamos un solo país.
–Está llamándome traidor a la cara ya sólo por escuchar semejante desatino. Ustedes únanse, únanse los unos con los otros. Hagan esas cosas si el apetito es lo que les pide. Yo creo que es una indecencia lo que se proponen pero allá cada cual –nuestro capitán se estiró la chaqueta y entrechocó parcialmente los talones. Su rigidez nos hizo estremecer, no tanto por el desaire hecho al tal Rod como por la soledad a la que nos condenaba. Sus gestos de militar íntegro eran de auténtico libro, casi como sacados de manual.
–Bien, esas tenemos, ¿eh? Hagan como quieran –el traductor hablaba todo llano, sin gritos ni suavidades, y si notábamos baches era más por imaginados que oídos. Sin embargo nuestra imaginación ahora estaba muy calenturienta.»

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