miércoles, 22 de diciembre de 2010

El bosque de los ogros 10/25

Emprendieron la huida en la dirección más conveniente a los intereses de Lus. A ella poco le habría importado qué norte seguir, palpitante aún en su corazón la despedida de Baru. A gusto al mando, los que la rodeaban siempre se allanaron al paso de su palabra de una forma espontánea. Un aura de autoridad por corona coloreaba desde su niñez el temperamento de Mun, que de tanta facilidad no necesitaba ponerse a ello para exhibirla. Ahora no guiaba, más bien se había dejado tomar del brazo sin ofrecer resistencia a tirar por allí, como tampoco la habría opuesto de haberlo hecho hacia el lado contrario.
Acometieron, pues, la subida por la ladera quebrando en zigzag, dado el abigarramiento de la arboleda. Si alguien armado de arco y saetas acechara con la pretensión de abatirlos, como Lus esperaba en su salsa de presagios descorazonadores, no encontraría la situación propicia pues, o bien los troncos o la propia manera de correr de los dos fugitivos volvía prácticamente imposible realizar un disparo certero.
Poco a poco fueron ganando terreno a sus perseguidores, mucho menos ágiles y rápidos. Y una vez arriba, qué iban a reflexionar. Apenas tuvieron tiempo de fijarse en el paisaje que se abría a su derecha, una epidermis verde oscura de colinas y valles en sucesión. O en el de enfrente, hacia donde el relieve se iba suavizando en formas cada vez menos arboladas hasta un fondo que se adivinaba de tierras abiertas, y campos de cultivo resplandecientes en tonos dorados bajo el Sol. Se imponía la realidad: los resuellos y gruñidos del grupo asaltante, atragantado en la cuesta, venían soplando tras las orejas de ambos chicos. Por lo tanto no había lugar para un descanso. Desde la cima del cerro se tiraron ladera abajo hacia aquellas tierras despejadas del sur.
—Ven, vamos a buscar algún refugio que conozco —ella dirigió sus pasos, retomando la iniciativa, hacia poniente, pero se detuvo ante la falta de disposición de Lus.
—También lo conocerá tu pueblo. Vamos a seguir al sur todo recto —los ecos de la partida de ogros ascendían entre jadeos desde la vaguada. El acoso no había cesado.
—¿Pero tú crees que aquellas flechas eran de uno de los míos? —a pesar de la confusión y el drama de los últimos minutos, a ella no le pasaron desapercibidos los hechos.
—No lo dudo. No sé qué manejos hay entre vosotros pero aquel tipo que disparaba vestía igual que tú. No me sentiré seguro hasta que no salga de estos bosques.
Ella lo pensó brevemente y sin una idea mejor se lanzó en dirección hacia los llanos cegadores, hacia el sur.

Lus la dejó acurrucada, abrazada en silencio a sus piernas, a espaldas del mundo que la había traicionado. La muchacha no había abierto la boca desde la conversación tras el ataque, y ya iba oscureciendo. No habían cesado de correr durante toda la tarde, poniendo poco a poco distancia con sus perseguidores. Colaboró también a la empresa de despistar a los brutos la pericia de la muchacha, quien puso en práctica algunos trucos para romper el rastro que iban dejando. A ello y a la natural mudanza del carácter ogruno agradecían ahora la tranquilidad absoluta que al fin se habían ganado.
Él se sentó enfrente, un poco a trasmano, para que Mun no se topara con su presencia si levantare la vista. Con miedo a resaltarse, se acurrucó, mudo y absorto, lo más camuflado, convencido como estaba de que el dolor de la joven habitante del bosque estaba relacionado con la irrupción de él. Baru nunca fue de su gusto, pero se mortificaba de pensar que, de no haberse cruzado él con la pareja, tal vez el muchacho siguiera vivo y su compañera no andaría así, tan derrotada. Sintiéndose culpable, el pesimismo le dominó hasta el punto de querer hacer algo para librarse de las recriminaciones que se lanzaba. Y qué podría hacer ya, si cualquier cosa llegaba tarde: Baru había muerto. Desear, desear, mucho, pero no quedaba nada por hacer. Pensaba algo, mas pensar mismo carecía de utilidad. Por ello no se movió. No hizo nada. Ni la habló, ni la animó, por creerlo cosa estúpida. Sin embargo él quería acompañarla.
Tan sólo unas horas antes bien habría deseado una ayuda para zafarse de los dos jóvenes a los que no conocía, de los que tanto temía. Unos carceleros, no más eran; pues de eso se trataba, de llevarle cautivo, por lo que la relación con ellos no podía llegar a nada bueno. Pero la muchacha, tan fuerte que hizo callar a Baru sus burlas y desprecios, prefirió tomar partido por él y por su abuelo, Laélides, a pesar de no conocerlos, incluso sufrir menoscabo por su causa. Lus había sabido ver algo en aquel acto de fe intuitivo de la joven. Algo que estaba relacionado con el valor de la vida por sí misma. Un concepto sin significado para él, sólo atento a ir tirando, a ir saltando de mal en mal, huyendo siempre alocadamente, sin plan, sin horizonte. Ella sabía, tenía una idea clara, por tanto ofrecía seguridad.
Lus volvió a atormentarse con aquella mañana, hacía menos de un año, al norte, lindando con las tierras estériles donde nadie imaginaría que pueblo alguno morara. Los muchachos se estaban bañando en un manantial. En verano, aun siendo ariscas latitudes, el Sol imponía su imperio y el calor invitaba a nadar. Pero mientras los chicos hacían aguadillas, despreocupados en el agua, unos nómadas atacaron. El único que, zambullido, desconoció la urgencia del momento fue apresado. El resto puso agua de por medio. El caso fue que, dolidos en su amor propio por los gritos del prendido, sus compañeros se envalentonaron y, animados por el escaso número de asaltantes, se decidieron a rescatar al desgraciado. Lo lograron pero en la refriega hubo pelea, e incluso sangre. Uno de los muchachos no llegó nunca a casa. El salvado, por ironías del destino, salía vivo, mientras el salvador sufrió tan serias heridas que no tardaría en morir. Ambos eran hijos de la misma madre. Pero mientras el superviviente pertenecía a un primer matrimonio que terminó en viudedad, el otro fue fruto de una segunda unión con otro hombre. Cuando los muchachos llevaron a casa el cadáver del idolatrado hijo, el padre hizo caer todo su odio en el hijastro superviviente. Desde entonces, el hombre no volvió a hablar al hijo de su mujer. Es más, cada vez que lo veía no dejaba de pensar en su vástago, muerto por salvar a "ese". No hubo trato, ni palabra, ni atención, simplemente nada. Igual que si fuera un desconocido o un enterrado. En lo que a él tocaba, su hijastro Lus estaba muerto.
Desde el desdichado incidente, Lus, que hasta entonces no había sido especialmente cobarde ni destacaba en valentía, fue ganado por el miedo a todo y por todo. Concebía el mundo como una sucesión de seres amenazantes que no lo querían, que lo odiaban por estar vivo, que buscaban su ruina. Abrumó al muchacho una inseguridad que fue ahogando su decisión, sus ilusiones. Se convirtió en un cuerpo sin sueños, extraviado en tal bruma de desorientación que no acertaba a imaginar su futuro. Una vida hecha a golpe de sobresalto, de huida en huida, en su propio hogar, en su pueblo, sin un espacio mínimo para pensar con calma qué rumbo tomaría. Su abuelo, Laélides, fue el único que le mostró cariño. Por eso, mayor si cabe fue su desamparo cuando el bondadoso anciano le echó de la aldea para cumplir aquella misión suicida.
Su misión. Casi la había olvidado en las últimas horas, pendiente de sobrevivir.
‒Bueno, habremos de comer algo. Llevamos corriendo sin parar desde mediodía ‒la voz queda de la chica interrumpió los pensamientos de Lus.

2 comentarios:

  1. Ya dicen que el mundo se divide en los que lo perciben como una amenaza o como una oportunidad. Habrá que esperar qué hace Lus.
    Un buen fragmento, con esas notas de paisaje que personalmente me gustan mucho y echo en falta en otros escritores. Y un lenguaje elaborado que enriquece la narración.
    Saludos.

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  2. Exacto. Lo que pasa es que las oportunidades acarrean tan drásticos cambios, que sólo de pensarlas parecen precipicios.
    Te agradezco el comentario.

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