miércoles, 22 de diciembre de 2010

El bosque de los ogros 11/25

Ella repitió el mismo comportamiento que en el último descanso. Sacó lo que traía, separó lo que estimaba para saciar el apetito y guardó el resto.
‒¿No nos seguirán todavía? ‒A pesar de la paliza que llevaban, Lus no estaba demasiado cansado.
‒Los ogros no son como nosotros ‒le tranquilizó ella‒. Toman interés por lo que tienen delante y no se les despista. Otra cosa es perseguir lo que no ven. Entonces se aburren y enseguida lo dejan ‒su voz sonaba cansada. Mientras se explicaba alargó a Lus una tajada con pan‒ ellos viven el momento; por eso no planifican nada, ni entenderían lo que es organizarse. No tienen aldeas y, hasta donde yo sé, la única relación entre ellos es la de madre-hijo, y únicamente durante los seis primeros años. Después la madre se olvida de la cría. Sí, me dirás, parecen humanos porque hablan, pero hacen más vida de oso que como nosotros ‒con el torso contra el árbol, más que sentarse se hallaba repantingada, extendida como un cuerpo sin solidez. Lo que hubiera en ella de vigor y seguridad lo perdió en aquella vaguada, de la que, si bien el cuerpo escapó, no así lo hizo su determinación, que pereció con Baru.
Luego suspiró y, como encarándose con una dificultad, preguntó al chico: ‒¿qué vas a hacer? ‒si Lus no había dejado de observar en la joven los signos de desconsuelo, no menos ella también había leído en él los de su ansiedad. El muchacho no había permanecido sentado mucho tiempo descansando de los esfuerzos de la jornada. Levantose, por contra, inquieto durante la explicación de la muchacha, y se dedicó a pasear lanzando de vez en cuando miradas hacia el sur, hacia el término de su personal aventura.
‒No he olvidado lo que hablaste ‒susurró con voz ronca la joven. ‒Los salvajes sitian a tu pueblo y dependen de la ayuda exterior. Tú buscabas esa ayuda y los tuyos la necesitan.
El silencio del muchacho fue todo lo que recibió por respuesta.
‒¿Cómo te llamas? ‒Lus prefirió satisfacer su curiosidad a hablar de la aldea que lo echó tan de mala manera.
‒Muniela, pero me llaman Mun.
‒¿Tus padres viven lejos?
‒Ya sabes, al oeste ‒Mun tardó en contestar y lo hizo apática.
Hacía un rato que Lus se había dado cuenta de la relación entre Mun y Baru. Si al principio pensó que entre ambos reinaba la jerarquía propia de la milicia, ahora tenía el convencimiento de que se amaban. Una intuición por la que no osó preguntar, convencido de la relación causal entre él mismo y la muerte de Baru.
‒¿Quién pudo disparar contra nosotros? ‒planteó Lus, tratando el mismo tema desde un punto de vista que lo alejara de sí mismo, sin darse cuenta del empleo de ese "nosotros". Mun había reparado en el detalle y lo saludó, aunque sin denunciarse. El compartir tan dolorosos trances la estaba uniendo con el muchacho, pero aún no estaba segura de qué hacer de ello.
La joven pensó un poco antes de contestar: ‒¿contra nosotros?, no exactamente. Contra mí, creo.
‒¿Tienes enemigos entre los tuyos?
‒Todos los tenemos. Nadie vive al margen de crearse odios. Uno nunca sabe por qué razones. Son insospechadas muchas veces. ¿Que no te quieren por tu forma de ser?, ¿que por cómo resuelves un problema?, ¿que por no hacerlo?, qué más da. El odio, muchas veces, no es una recompensa por una mala acción. Nos toca sin quererlo y sin participar. Es un destino. Y, por supuesto, forma parte de nosotros el concebirlo aunque no queramos. Mi padre me dijo que ninguna fuerza hay capaz de abortar su nacimiento. Y ahora puede que él haya sucumbido al odio de otros. Cuanto más lo pienso más claro veo que lo han asesinado. De otro modo no comprendo cómo osarían atentar contra mí.
Lus estaba horrorizado de la tranquilidad con que Mun hablaba de la muerte de su padre, como si fuera una consecuencia lógica, el producto de un razonamiento. Para él, la muerte era una sensación, no un raciocinio. De sólo mentarla se le venían a las piernas unas ganas tales que le maravillaba estarse quieto.
La joven continuó hablando decidida a entregarse a la única compañía que le quedaba. Lus, al contrario que Baru, parecía tocado por el don de la paciencia. No discernía lo importante de lo anecdótico. Para él todo era igualmente fundamental. Con alguien así, la borrachera de hablar constituía una tentación; excesiva para el grado de desconsuelo de Muniela. En otra circunstancia y con otra persona se habría planteado, antes de seguir adelante, si era prematuro descubrirse. Sin embargo, con Lus no había necesidad de estar a la defensiva. Tantas y tan buenas muestras de que su mansedumbre no tendría que envidiar a la de un cordero daba, que bastaron para vencer toda suspicacia.
‒Mi padre es, o temo que era, un alto dignatario de nuestro senado.
‒¿Algo como un rey?
‒No hay eso entre los míos. Nos gobierna un grupo de personas que lo llamamos senado.
‒¿No tenéis un rey? ‒comentó lleno de sorpresa Lus, como si le fuera imposible concebir que una comunidad funcionara si a su frente hubiera más de una cabeza rectora.
‒El problema es ese, que alguien quiere que lo tengamos. Nosotros vivíamos muy bien hasta hoy, pero un grupo de entre nosotros no está de acuerdo en continuar así. Esas personas creen que estamos equivocados, que nuestra forma de vida, antiquísima, está en un error, y por eso se debe cambiar. El meollo del asunto es la división del terreno. Nuestros bienes se reparten en lotes iguales cada cinco años y la distribución de los mismos se confía a la suerte. Eso ha permitido que no hubiera grandes diferencias de riqueza entre nosotros. Pero un grupo de senadores está a disgusto y quiere prolongar sin fecha final la posesión de su parte.
‒¿Para qué? ¿Piensan que es mejor que la de los otros?
‒En cierto modo sí. Lo que pasa es que todo se complicó cuando cambiamos de lugar.
‒Supongo que me hablas de cuando los de mi aldea os echamos de vuestro bosque para abrir pastizales.
Ella hizo un ligero gesto afirmativo, pero sin delatar rencor, sino resignación.
‒En este bosque no es como en el nuestro, pues aquí no hay uniformidad. Unas veces por lo accidentado del terreno, otras por el peligro, no sé. El caso es que es un lugar muy variado y no nos hemos aclimatado aún. Nos falta tiempo para hacer lotes homogéneos, por eso se levantan muchas quejas tras el reparto quinquenal. Pero la gente actúa, no espera. Hay intercambios de parcelas pese a que está prohibido todo negocio con los lotes. En este mercadeo, unos pocos se han quedado con los lotes de los demás y, por supuesto, ahora no quieren volver al reparto, sino disfrutar de lo que ya han adquirido. Estos individuos, que han acumulado una gran fortuna, se han unido y, como tienen mucho poder y riqueza, se han rebelado ya varias veces. El principal enemigo de este grupo de facciosos es mi padre, partidario de la opción de seguir como hasta ahora, dividiendo, cada lustro, el espacio y sorteando. Es por ello que los adversarios llaman a mi padre y a los que se han juramentado para defender nuestro modelo tradicional de vida, divisionistas. Mal que bien, los divisionistas, entre quienes lógicamente me encuentro yo, hemos tratado de seguir adelante. En general hemos ido ganando la partida hasta hoy, pero en el camino se han ido perdiendo lotes, acumulados por nuestros enemigos en su propiedad. De modo que con cada vez más poder, sus golpes y sus intentos de cancelar la vieja costumbre de la división han sido más y más peligrosos y mejor organizados. Muchas veces han sido muy violentos. Por lo que veo, es posible que, por fin, uno de estos intentos haya triunfado.
»Si, como creo, han tratado de acabar conmigo ‒Muniela pasó el odre a Lus mientras continuaba su explicación‒, si se atreven a atentar contra mí, es que no temen a la gente de mi clan.
‒Pero no lo sabes, sólo lo sospechas.
Ella suspiró: ‒por eso nuestros caminos se separan. Yo he de averiguar qué les ha sucedido a los míos. Y tú tienes que seguir para salvar a los tuyos.
Lus, de pronto, sintió una punzada de resistencia. No lo podía obviar, Mun lo había expuesto tal como era. Habían de separarse, sin embargo, la aflicción por despedirse de Mun le empezó a embargar. No se trataba de miedo a seguir la ruta solo, sino de algo más, algo relacionado con querer compartir; un sentimiento nuevo para él.
‒¿Y estás segura de que encontrarás aliados?
Mun no dejaba de plantearse esa pregunta desde que aquel arquero trató de matarla. Si un golpe de mano desplazó del poder al cuerpo del senado y los rebeldes se habían alzado por la fuerza para gobernar, ella no tendría la colaboración de nadie.
‒Esos ogros que nos cogieron estaban perfectamente ocultos bajo tierra. Luego alguien sabía de antemano qué movimientos íbamos a hacer. Nos vigilaban. En cuanto te capturamos, ‒y miró a Lus‒ prepararon el terreno de la trampa, pues el lugar que escogimos para descansar es de sobra conocido por todo mi pueblo, dado que no es frecuentado por los ogros. Dicen que porque es sitio maldito para ellos.
‒¿Es que sabéis cómo controlar a los ogros?
‒No, en general. Son tan brutos que no les conocemos debilidad. A no ser que aquí esté funcionando algo que no comprenda, algo como la magia ‒ni siquiera pronunciando estas palabras, Mun las podía considerar en serio. ¿Qué bruja iba a implicarse en algo tan nimio como una algarada política de su pueblo? Ellas actuaban tan por encima de esos asuntos mundanos que daba risa sólo de pensarlo. Lus, por su parte, se encogió de terror. Las poderosas hechiceras despertaban temblores en lo más hondo de su ser.
‒¿Tan importantes seríamos? ‒especuló Mun.
‒Buf, no metamos a la bicha aquí. Puede que los ogros no sean tan zotes, y hagan menos ascos de lo que crees a un buen dulce. Esos enemigos de tu padre de los que hablabas pueden haber amarrado un pacto con algún grupo de ogros a cambio de cualquier burrada. Ahora, que yo no negociaría con ellos, pues menudos aliados más peligrosos. Si tengo el poder, prefiero, como dicen, un yo me lo guiso, yo me lo como, y montar toda la sublevación yo solito.
‒Bueno, no siempre uno puede estar a todos los frentes, necesita aliados. Y aquí, por alguna razón, mis enemigos querían que los ogros nos mataran.
‒Les daba vergüenza mancharse ellos las manos ‒puso voz el muchacho a los pensamientos de Muniela.
‒El detalle menor es el aspecto moral: se trata de gente sin escrúpulos. El miedo, sin embargo, sí ha obrado. Me parece que no las tienen todas consigo, que no son dueños de la situación. Un asesinato a la hija de un senador puede volverse en su contra, provocar consecuencias opuestas a las que persiguen.
‒O sea que sí hay esperanza de que encuentres aliados. ‒Y añadió, el muchacho, tras una pausa ‒me alegro por ti. ‒Lus pronunció sus palabras completamente en serio, a pesar de que le llevaran a una conclusión dolorosa: ella tenía que dejarle.
‒Tú debes retomar tu camino ‒insistió Mun.
‒No veo esperanza. Si ya he sido capturado una vez, lo volveré a ser. Y, seguramente, por manos poco escrupulosas ‒Lus trataba de resistirse a lo evidente: se tenían que despedir.
‒Hay algo... ‒la duda no hizo sino animar la curiosidad del muchacho, ‒pero es muy peligroso.
‒Suena mal ‒Lus no estaba bien dispuesto a afrontar su viaje solo, y si encima en condiciones menos seguras, ya era el colmo.
Ella suavizó su afligido semblante, pues ya había intuido las escasas aptitudes para el coraje del muchacho.
‒Cualquier empresa requiere un sacrificio ‒le regañó suavemente.
‒Si éste mata al emprendedor, adiós empresa. Nadie se aventura si lo que se gana es la ruina.
‒Tranquilo, que lo podrás.
Entonces Mun desató su bolsón y extrajo de su interior un pequeño frasco de cristal. La luz de la luna se reflejaba en la pulida superficie del exótico artículo. Lus no perdía ojo a la joya. Nunca topó con un material tan extraordinario que producía brillos y dejaba ver el interior de lo que contenía. Ella lo destapó y, a continuación, espolvoreó la sutil sustancia de dentro, un polvo gris y mortecino que caía perezosamente al suelo alrededor de ambos, formando un círculo.
‒¿Qué es?
‒Polvo.
‒Ya ves, qué sorpresa. Todavía veo.
‒No seas idiota ‒era la primera vez que la chica se tomaba confianzas, y a él no le irritó.
‒Ahora qué va a ser ‒el muchacho empezaba a abominar del carácter tan resuelto de Mun.
‒No te preocupes. Tú quédate a un lado, que yo me encargo.
La joven comenzó a recitar una oración. Si alguna vez Lus oyó hablar del poder de las palabras, de su capacidad de persuasión y de su influir en los sentimientos, ciertamente no podría haber imaginado un ejemplo mejor. Aquella retahíla de frases incomprensibles conectadas entre sí por un ritmo y una asonancia no menos majestuosa que rotunda despertó en su conciencia un poder inconmensurable. Una fuerza presente pero dormida iba desperezándose bajo sus pies, hasta el punto de trasmitirse a través del suelo, en forma de un ligero estremecimiento. Mientras el rosario de invocaciones proseguía, el polvo que los rodeaba empezó a levantarse formando una cortina. No hubo ningún otro cambio, perceptible al menos por Lus, quien, más que por el fenómeno, estaba anonadado por la memoria de la mujer. Sin papel alguno pronunció tan largo discurso, en una lengua tan incomprensible que no pudo por menos de admirarse, cuando a él malamente se le quedaban las más elementales listas. De pronto llegó al final. Fue demasiado abrupto. Como el ceremonial había durado, al menos, un cuarto de hora se terminó por acostumbrar al soniquete, y el hueco, al concluir, constituía una especie de tanta solidez como una piedra.

2 comentarios:

  1. Ja, buen fragmento. Buena la reflexión sobre el odio. Muy buena. Y genial esa ceremonia final.
    Sobre el tempo. Le venía bien a la historia un momento tranquilo, de recapitulación, como éste.
    Saludos.

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  2. Gracias, esa observación del tempo es interesante.

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