miércoles, 22 de diciembre de 2010

El bosque de los ogros 15/25

Mun apoyó perezosamente los codos sobre el barandal, elevando la vista desde abajo. Decidió remolonear lo poco que pudiera. Ya no tenía cartas que jugar, y no se hacía ilusiones respecto al usurpador. Estuviese en una prisión o desterrada, viva era una permanente amenaza para él. En cambio, muerta y sin adeptos, pasaría a convertirse en un simple tema de conversación para los mentideros; apenas una brisa sobre el pedestal de miedo y conveniencias del régimen golpista; un aviso a navegantes azarosos y una diversión para deudos, arrimados o caciques principiantes que respaldaren al rey por interés. No, no importaba si permanecía allí asomada al cielo, depié, desoyendo al usurpador. Su condena era un asunto de hecho. Deseaba saborear por última vez ese paisaje que fue su cuadro familiar desde pequeña.
El haya sobre cuyas ramas se asentaba el palacio, hasta entonces audiencia pero a partir de ahora sede real, se elevaba sobre el soto de fagáceas gigantescas que constituían la ciudad de los habitantes del bosque. A esa altura, al ras del techo nemoroso, las copas de los árboles componían un suelo verde continuo que se prolongaba hasta las paredes graníticas de las montañas del este. Podría ser la última vez que contemplara aquel lujo de belleza.
Mientras se recreaba, sorprendió la partida de un grupo de soldados que llevaban la misma dirección por la que acababa de marchar Lus. No era ninguna ingenua. Aquel grupo no tomaba esa vía por casualidad. Se giró furiosa hacia el usurpador.
—Tu primer acto como rey es una mentira. ¿Lo vas a matar contraviniendo tu palabra? ¿Ese será el sino de tu gobierno?
El aludido, en principio, se estiró como un niño pillado infraganti. Pero, inmediatamente, hizo un tremendo esfuerzo para recomponer su dignidad.
‒Por favor, ni siquiera tus compañeros de rebelión habrían aceptado otro veredicto para el muchacho ‒el rey, aun con el temperamento bajo control, no terminaba de recuperar la serenidad. Sin duda, dar explicaciones era un ejercicio inverosímil a estas alturas de su reinado. —Y si creíste por un momento otra cosa es que efectivamente no mereces ser la líder de tus partidarios divisionistas.
La joven giró su cuello de nuevo hacia el bosque, como si esperara vislumbrar al joven. Entonces tomó conciencia de su debilidad. Aquellos soldados alcanzarían a Lus y lo matarían, sin piedad. Eso significaba que a partir de ahora ni siquiera su compañero de fatigas iba a sobrevivir. Si alguna esperanza hubiera albergado de que el joven destructor, superando sus miedos, hiciera algo por ella, con este panorama, incluso ese imposible, estaba fuera de lugar. Se supo sola, y a merced.
El devorador, aburrido, se estiró, y, dando, un formidable salto, se alejó caminando sobre una gruesa rama. Ambos, el usurpador y la joven lo observaron alejarse.
Sabes que él —la joven volvió las pupilas hacia el devorador —te abandonará, y probablemente cuando tú más esperes de él.
—Ya he llegado a donde quería. Qué me importa.
—Nunca llegas. Estás en una escalera y nunca encontrarás el final. Querrás más. No hay nada parecido a una meta en la vida.
—Qué sabrás tú, mocosa. Acabas de rozar la madurez y ya te crees que sabes algo.
—Mi padre me dijo que nunca llegamos, que siempre bordeamos el vacío de perderlo todo. Por eso estamos en deuda perpetua. Tu condición es la de la ansiedad, y necesitarás ayuda. Pero él no te sirve, solo lo hace a sí mismo.
El usurpador consideró en silencio aquellas palabras.
‒Dime una cosa ‒quiso saber Mun, ‒¿qué le has prometido al devorador?
El hombre se enderezó incómodo: ‒una cosa: tú.

Lus no tardó en conocer que le perseguían y empezó a trotar. Como quiera que los ruidos no menguaban sino que le llegaban más nítidos, decidió que no bastaría con aquel ritmo, así que avivó el paso.
El grupo que lo seguía ‒y que acababa de ver partir Mun‒, descubría el rastro del joven. Así pues, animados, se lanzaron a correr con la certeza de que nadie podría competir con su resistencia y velocidad. La espesura no permitía moverse con comodidad, de modo que el caballo no era útil. Y por una simple lógica de supervivencia los habitantes del bosque habían llegado a desarrollar unas aptitudes físicas muy notables.
La pequeña partida de soldados había recibido la orden del rey para matar a Lus, una orden directa, sin ambigüedades. Todo estuvo atado antes de que Muniela hubiera abierto la boca. No hubo nunca ninguna ocasión para los vencidos aunque la obviedad pareciera vestida de esperanza. Pasos decididos de antemano por la mente planificadora del tirano, con independencia de que su consecución implicara mentiras o torturas o muertes.
Los ejecutores partieron casi al mismo tiempo que su presa por lo que no esperaban mayor dificultad en capturarle, así que tampoco acarrearon impedimenta para una marcha de varios días. El asunto se zanjaría en cuestión de minutos, o al menos eso se esperaba de ellos. Lograron avistar a su presa, a lo lejos, y se lanzaron a una carrera furiosa; una carrera de obstáculos luchando contra raíces ocultas, matorrales espesos, o zarzas y espinos que eludir. Se dejaron llevar por la impaciencia.
Después de una hora corriendo sin desmayo, empezaron a valorar a su presa de un modo menos despectivo. La caza se estaba prolongando más de lo que creían y, además, no lograban cercarlo. Ya de por sí, esto era una sorpresa para ellos, verdaderos centauros de la espesura. Por añadidura, ni siquiera le habían comido ventaja. Si bien al principio, y con mucha atención, lo sentían delante por alguna rama aún moviéndose o, incluso, la fugaz sombra de su figura, desde hacía bastante rato hubieron de conformarse, todo lo más, con pistas frescas de su paso, algún enebro despeluzado o la profunda huella de batida ante charcas y arroyos que el tipo cubría de un salto limpio; porque percibirle a él o a su reflejo, nunca. En principio el jefe pensó que el chico evitaría las montañas, pero iba recto como una flecha hacia ellas. No había manera de establecer estrategias para rodearlo, no había tiempo. Solo cabía la pura fuerza bruta de sus piernas contra las del fugitivo. Corazón contra corazón. Una clase de lucha en la que el valor nada aportaba.
Durante la tercera hora, el desaliento comenzó a hacer mella en los perseguidores. Cuando de tanto afán no se obtenía ninguna recompensa los ánimos se convertían en una carga tan real como la que portaban. Aunque no trajeran pensamiento de estorbarse con mucho peso, cualquier minucia, por pequeña que fuera, les causaba desazón. Comenzaron por el carcaj y el arco, un sacrificio asumible dada su ventaja numérica y la daga de pedernal, que era como decir su brazo, de tan unida a ellos. Pero, aún con la pérdida de peso de las armas, la cosa no mejoraba. El pulso se estaba convirtiendo en una música obsesiva, una voz que les gritaba su debilidad. Como si fuera un tambor, las venas batían contra el casco. Un dolor en las sienes que retumbaba con un redoble cada vez más acelerado, una molestia que se iba convirtiendo en tortura. Algunos no se lo pensaron, desabrocharon la trabilla y el bacinete quedó atrás. La respiración se hacía más y más ronca, y el sabor de la saliva parecía sangre.
Dos muchachos tuvieron que abandonar doblados de dolor y de impotencia. El líder, que era el mejor de todos, observó a sus compañeros. La mirada perdida, la cara reducida a una máscara espectral que recogía aire, aire para moverse; los saltos y quiebros, torpes y deslucidos: los signos alarmantes del fracaso. Donde al principio de la carrera todo era gracilidad y ligereza, ahora perdían tiempo y energía en rodear o arrastrarse vilmente ante el menor obstáculo; donde el gesto concentrado y ojos atentos ahora delirio y disolución. Él aún conservaba energía y resuello para acelerar. Decidió jugársela y adelantarse. Cuando llegara a la altura de su presa ya procuraría retrasarle hasta que sus compañeros lo alcanzaran.
Dicho y hecho. Inmediatamente dejó atrás a sus hombres, destacándose en solitario tras el destructor. Sin embargo la determinación no lo es todo. Llevaba bregando un buen rato en terreno de nadie pero, aún así, no lograba disminuir la ventaja que el muchacho le llevaba. De pronto, oyó ruido delante, y sonrió imaginando que el chico había caído o se había roto algo. Eso habría sido lo lógico, pues un simple destructor nunca debería ser rival para la agilidad y resistencia de los hombres del bosque.
‒Me las vas a pagar ‒dijo en alto el soldado, rechinando los dientes y tratando de aumentar el paso, algo ya imposible aun con la imaginación; lo estaba dando todo. Entonces se topó con él. Por sorprendente que fuera, el fugitivo volvía hacia la ciudad arbórea otra vez. Antes de chocar, su presa giró y se lanzó a correr hacia oriente, paralelo a la cordillera. Él también hizo un quiebro, igualmente hacia el este. La suerte ahora soplaba a su favor. Por fin lo tenía plenamente visible, no una sutil ilusión. Podía ver hasta su gesto aterrado gracias a que, de vez en cuando, el chico echaba rápidos vistazos hacia atrás.
Bien por imitarlo o por alguna duda, decidió girar él también la cabeza. Entonces lo comprendió. Un grupo de ogros venía pisándole los talones. Se trataba de una horda de crías, sin duda no tan fuertes como los adultos pero sí lo suficiente como para acabar solitas con una pequeña partida de soldados. Harta experiencia había acumulado ya de ataques de estas bestezuelas como para saber de su contundencia y, lo peor, de su velocidad.
De pronto tres nuevos ogros irrumpieron delante. Lus giró en cerrado y aceleró, el soldado imitó al chico. De cazador a cazado ya no pensaba en capturar a nadie sino en escapar y, sin duda, lo habría conseguido de no estar tan fatigado. Pero su físico estaba al límite, su cabeza no reaccionaba con la rapidez que requería el momento. Al encontrarse en su carrera una rama particularmente gruesa y baja, no pudo superarla de un salto limpio como hizo Lus, sino agarrándose a ella para remontarla pierna a pierna. Mientras hacía la maniobra sintió que una mano lo agarraba y tiraba de él hacia atrás con una fuerza incontenible. Lo último que vio fue la tierra que levantaban los pies de Lus.

2 comentarios:

  1. Vaya, vaya, este fragmento es estupendo. Me ha encantado la persecucción, cada detalle, cada huella, cada rama que aún oscila en la espesura.
    Y el giro del final es muy bueno, sorprendente y justiciero.
    Cada vez me gusta más este tipo, Lus. Hasta lo echaré de menos.
    Ah. Y buena descripción psicológica. Creo que en la lucha y la caza hay de eso, y bastante.
    Saludos.

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  2. Gracias por pasarte. Ahí andamos, poco a poco.

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