miércoles, 22 de diciembre de 2010

El bosque de los ogros 16/25

No paró de correr en varias horas, siempre en la misma dirección, hacia el sur, hacia su objetivo, la fortaleza de Mel-in-Fort, en donde el general lo escucharía y mandaría una tropa a su aldea para ahuyentar a los sitiadores del norte. Se sentó a tomar aliento y algo de comer. Después, ya más relajado de sus desventuras por el bosque, se puso a pensar en su situación. Aquel heraldo había dicho que Mun intercambiaba su libertad por la de él. Un acto de generosidad suprema que había sido respondido por su destinatario con la huida. Ella se quedó en aquel antro, con su sala de torturas por donde hacían desfilar a un montón de gente que luego sacaban a rastras. El lugar, sin lugar a dudas, más horrible que Lus hubiera conocido. Si hasta ahora el terror tuvo para él por nombre la muerte, a partir de su paso por aquellas catacumbas tenebrosas ya sabía que la simple defunción no era el súmmum de las pesadillas. Y allí se quedaba Muniela por él. Sin parar mientes en el hecho de que luego se demostró tal intercambio una mentira, aquello demostraba la consistencia de la amistad de ella.
Pero cómo haría para corresponderla si malamente su tiempo le pertenecía. Un encargo pesaba sobre él que no tenía derecho a olvidar. La aldea, su pueblo, su familia. Qué hacer. Si desoía a los unos, los condenaba a una muerte cruel y una vida miserable. Si traicionaba a Mun, porque no otra cosa parecía el hecho de abandonarla, no se lo perdonaría nunca, como ya lo estaba haciendo. Entonces recordó a la tía de Muniela. El amuleto. Con esa cosa el tiempo podía ser condensado de una manera mágica. Y tiempo era lo que necesitaba. Quizá ese talismán volviera el conflicto menos doloroso, al poder compartir, más a conveniencia, las dos tareas que no debía desamparar. Se lo sacó de la faltriquera y lo observó nuevamente. El granate brilló a la luz oblicua de la tarde. Un destello que pulsaba en la palma de la mano como si quisiera tirar de ella rápidamente. Una misión, era eso. La joya sabía algo de Lus y no quería perder más minutos. No se lo pensó más. Se la puso en el sayal. Inmediatamente el bosque desapareció, el día se trocó en oscuridad absoluta, de un negro vertiginoso. Ante su vista sólo había una especie de caminillo que no era de tierra, ni de adoquín, ni de ningún material que le viniera a la cabeza. La senda no tendría más que unos metros y terminaba en una puerta. Levantose y se dirigió hacia allí. El pestillo, obedeciendo a un impulso externo se había elevado antes de que él llegara. Sin esperar, la abrió.

Lus llegó al castillo de Sund. En verdad no sabía por qué se lo encontró ante sí. Lo único que recordaba es haber hecho un descanso en el bosque e, inmediatamente después, contemplar atónito la tosca fábrica erigida con mampuestos de piedra. Nada recordaba de cómo llegó, y por ello no echó de menos la fíbula mágica, que había desaparecido de su solapa.
No se lo pensó, sino que, avanzando hasta las puertas, pidió licencia para ver al señor. Allí le esperaba una sorpresa. El general Mel-in-Fort tenía un invitado muy especial: el propio monarca. Las noticias de los hombres salvajes no sólo afectaban a la aldea de Lus. Todo el norte del reino estaba sufriendo el embate de aquel movimiento masivo de gentes. Muchos otros pueblos, además del de Lus estaban siendo sometidos a duro sitio, o habían caído bajo el aguacero de aquellas gentes en migración. En vista de todo ello, el monarca se había desplazado desde la capital hasta la marca norte de su reino.
Lo presentaron ante el rey. Este lo miró de arriba abajo y se lo pensó.
‒Chambelán, dime qué pueblo es éste del que nos hablan.
El oficial volvió con un libro y recitó algunas cifras que a Lus le parecieron impuestos.
‒Es la aldea más lejana del reino, mi señor, pero no precisamente la más pobre, ni la menos importante. Le recuerdo las salinas...
‒Ya veo, ya ‒cortó el monarca con cierta brusquedad, como si no quisiera seguir oyendo, o compartiendo, la información.
‒Muchacho ‒se volvió, por fin hacia Lus‒ te diré lo que voy a hacer. Mandaré a uno de mis condes a tu tierra acompañado de su mesnada. Él hará lo que deba y luego vosotros le acogeréis. Será vuestro señor y le deberéis el mismo respeto que a mí, pues será la representación de mi persona en vuestro pueblo.
‒Muy bien, mi rey ‒Lus, aun con cierto atolondramiento, demostró total sumisión.
‒Irás ‒ordenó el monarca a uno de los oscuros individuos que rodeaban el trono‒ y matarás a todos los enemigos. Luego tomas posesión del señorío. ‒Tras una mirada rápida, como de cálculo, añadió ‒te daré inmunidad en él. Mis merinos no osarán intervenir ni mis alcaldes dictarán sentencia. Yo te lo concedo para que lo gocen tus descendientes y nadie levantará objeción contra tu derecho o el de los que lo hereden.
Hubo otra pausa. El beneficiado, sin moverse, esperó en suspenso como si le faltara a sus oídos escuchar algo importante.
‒Por supuesto tendrás tu coto por escrito, firmado por mí y todos estos testigos ‒añadió el rey.
Entonces sí, el agraciado agachó levemente la cabeza, sin dejar en ningún momento de sonreír. Lus pensó que era una gran responsabilidad. Si se la endosaran a él, seguramente no sentiría tantas ganas de reír, por ello no dejó de sorprenderse de la actitud con que el tipo recibió el encargo. Tan seguro, tan risueño.
Se volvió y gritó con un denuedo que aturdió al joven: ‒vamos. No quiero ver a ningún hombre salvaje en mis tierras.
Luego se fijó en Lus, como si fuera una cosa insignificante.
‒Muy bien, siervo, ahora guíame sin tardanza para que pueda echar de allí a los enemigos que quieren arrebatarme lo mío.
El conde era un tipo alto, de aspecto sombrío. El chico se le acercó y...
‒Ten más respeto mocoso. No me mires directamente. ¿Acaso no te han dicho que soy tu señor?
Lus quedó confundido: ‒yo... no sé mirar más que así.
El hombre alargó su mano a la cabeza del muchacho y la inclinó hacia abajo. Lus tuvo que elevar los ojos, pero terminó, por fatiga, bajándolos a los pies del noble. Eso satisfizo al caballero.
Hicieron el viaje sin novedad. Una tropa tan grande no encontraría rival salvo que éste lo fueran los hombres del norte. Ningún salteador, ni brujo osaría con sus solas fuerzas enfrentarse al conde.
Cuando llegaron a la aldea el aspecto era desolador. Una nube de salvajes situados en un anillo exterior a la muralla disparaba flechas que caían sobre el recinto urbano. Algunas, impregnadas en aceite, iban ardiendo, con lo que los de dentro se las veían y deseaban para sofocar los fuegos provocados.
El conde, una vez divididas sus fuerzas para envolver al atacante, dio orden de disparar a sus arqueros. Ocultos en la floresta asaetearon a placer a los sitiadores que, sorprendidos en descubierto, sufrieron muchas bajas. Luego arrancó la cabalgada. Los jinetes embistieron contra una vacilante línea desorganizada, que no esperó el choque, sino que volvió su espalda a los jinetes. Fue un desastre completo para los salvajes quienes, desesperados, trataban de huir, por entre los huecos de la escaramuza, sin imaginarse que, tras los caballeros, barrían el terreno los peones, dispuestos a segar todos los cuellos a su paso. Ningún sitiador salió vivo.

2 comentarios:

  1. Me divierto leyendo. Es es algo que no debería dejar de producirse. Quizás porque también a mí me guste la historia, el medievo incluido, y también la haya imaginado.
    La escena de la asignación del señorío es impagable, el gesto antes del "coto por escrito", un lujo.
    El encontronazo final, propio de la buena literatura fantástica e histórica.
    "habían caído bajo el aguacero de aquellas gentes en migración". Buena frase.
    Saludos.

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  2. Gracias por los comentarios, que me resultan, ya te lo imaginas, alentadores y útiles.

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