miércoles, 22 de diciembre de 2010

El bosque de los ogros 4/25

El oído de Lus no se había equivocado. Una partida de salvajes estaba atenta y vio la maniobra. Imaginándose la jugada, se aprestaron a eliminar al emisario. Pero lo que ignoraban es que, al mismo tiempo que Lus era echado por las bravas, otros cinco jóvenes se arrastraban sigilosamente en dirección al río sin levantar sospechas. Todos los enemigos se volcaron en perseguir a Lus.
‒Por las barbas del viejo ‒susurró uno de los salvajes. ‒Es ese. ¿Lo veis? Va como un diablo, y se dirige al bosque.
‒¿Dónde? No veo a nadie.
‒Pues yo lo he visto. Lo juro.
‒Sí, allí. Una rama se ha movido ‒repuso otro. ‒Es verdad que va hacia el bosque. Debe estar loco.
‒Pues ahí vamos nosotros.
‒Vete tú.
El que llevaba la voz cantante se encaró con el desobediente y le fulminó desde su pescuezo de ñandú: ‒Si quieres que sirvamos fritas, al viejo, tus ancas de sarnoso, quédate aquí. Nos han ordenado cazar al mensajero y yo no volveré sin él. Allá tú si no me sigues.
Fue mentar al líder de los salvajes y como si una plancha estirase las voluntades arrugadas: todos rodaron bien callados hacia el dichoso bosque. Se acercaron en rebaño adonde habían visto moverse las ramas. No había huellas, ni sonidos, ni rastro del aldeano pero ellos sabían que tomó esa vía. Lus no intentó ganar aire con sus perseguidores, acelerando la carrera una vez se internó bajo las frondas de aquella selva antigua y peligrosa. Más bien al contrario, prefirió confiar más en su instinto para ocultarse que en su miedo atroz, siempre decidido a correr. Agazapado tras una espesa zarza, vio a los salvajes pero ellos a él no. Y tan bien disimuló su presencia que pasaron sin detectarlo.
Eran cinco tipos a cuál más distinto entre sí. El uno grande, otro chico, esmirriado el tercero, y los dos restantes diríase que a mitad de camino entre el primero y el segundo, aunque cada cual a su modo, tirando a lo buitre el más feo, a lo gorrino el aún más feo. De atiborrados que iban a hierro en armas y coraza, no daban tregua al silencio con sus chirridos, y tintineos. Nadie habría dicho que trataban de disimular el paso. Crujían bajo sus pisadas hojas o raíces; chapoteaban sobre la tierra blanda; rozaban contra ramas. Lus, oculto, los vio alejarse, atónito por la falta de respeto que tenían al tétrico lugar.
Pegado al suelo, permaneció quieto como una estatua durante un rato más con las orejas abiertas y los ojos a lo camaleón. No obraba con tan extremo cuidado por un miedo sin nombre ni causa. Lo que sucedía era que unas matas, a una pieza por su derecha, se habían movido. Lus decidió dar una oportunidad al miedo y esperó un rato más. Y eso lo salvó.

2 comentarios:

  1. Ah, y ahora sigue un "¿Y ahora qué"?, indispensable para arrastrar la lectura. "como si una plancha estirase las voluntades arrugadas", qué gran símil.
    Saludos.

    ResponderEliminar
  2. O también como una apisonadora que las machacara entre chuflidos y humos.
    Gracias por estar ahí.

    ResponderEliminar