miércoles, 22 de diciembre de 2010

El bosque de los ogros 6/25

Continuó avanzando hasta que el amanecer le sorprendió subiendo, entre tropezones, por un cantizal expuesto al Sol y a miradas ajenas. Si difícil se le hacía la marcha a sus piernas, el hallazgo de chordón en gran cantidad, asomando por entre los resquicios de las rocas, recompensaba a su cantarín estómago. Una noche en blanco tanto de sueños como de comida había acabado por deprimirle el ánimo, así que una fiesta de fruta dulce, abundante, contribuyó más al cumplimiento de su misión que todos los discursos sobre el sacrificio por una meta. Durante un rato no se dispersó en pensamientos oscuros, ni recordó las vivencias de la noche, sencillamente absorbía aquella primera tibieza de la mañana mojada en zumo de frambuesas.
Aunque metido en trajines de recolección entre las matas, no por ello perdía ripio. En eso de no bajar la guardia se las arreglaba muy bien. Pocos en la aldea eran capaces de atender con los sentidos alerta, procurándose sin embargo el alimento. Esa virtud lo había salvado en numerosas ocasiones de la envidia de algún abusón. Bueno, esa virtud y su maña para galopar como nadie. Huir y estar alerta, las dos cosas las compaginaba de maravilla. Pero había división de opiniones entre los demás. Mal visto por su padrastro y el resto del pueblo, Laélides, sin embargo, sí supo apreciarlas en lo que valían, dada la excelencia en su calidad y cantidad. La divergencia de pareceres comenzaba a partir de qué se preguntaba. Para el padrastro la cuestión parecía clara: ¿era lícito sobrevivir a toda costa? Y la respuesta más clara aún: no y punto. Para el abuelo de Lus, en cambio, la pregunta para el comportamiento del nieto no se formulaba así, sino de otro modo: ¿servía para algo sobrevivir a toda costa? Y a esto Laélides no se cerraba a responder tajantemente, sino que la importancia del asunto merecía valoración. Sobre todo cuando Lus destacaba como un caso extraordinario, una singular excepción, en la que mente y cuerpo parecían haberse pensado para la fuga, para sobrevivir.

‒Una vez lo encontré corriendo delante de una jauría de lobos. ¿No me habéis preguntado por qué me empeñé en Lus? Pues ahora os lo cuento, vaya.
Laélides acalló al grupo de gente que le pedía explicaciones —yo iba acompañado de la cuadrilla. Sería otoño y marchábamos a varear los nogales. Tras dispersar a los lobos, el zagal todavía estaba aterrado. No se fiaba, pero, aun así, no soltaba el medio corzo que se traía al cuello. “Se lo robé”, explicó entre jadeos mi nieto Lus con menos vida dentro que la carne que portaba. El muchacho llevaba perdido una semana y le dábamos ya por muerto. “Los vi atracándose de comida, y no me lo pensé. Agarré el canal y salí pitando”. Todos rieron la ocurrencia, pero yo no pude por menos que asombrarme porque mantener la ventaja a una manada de lobos burlados empezaba a sobrepasar la anécdota de un cobarde. Aquello era para hazaña.

A la tarde, ya había dejado muy atrás la frontera con su mundo conocido. Ni él ni nadie de su pueblo había penetrado nunca tanto por aquellas umbrías solitarias, de modo que se estaba convirtiendo en un pionero. El héroe del pueblo, ese errante que, sentado en banco y arrimado al hogar, dibujaba con sus palabras, a la feligresía rústica, aquella parte de los mapas siempre difuminada o en blanco, y acechada por monstruos horribles o fenómenos atmosféricos misteriosos. "Vaya honra", reflexionaba el abatido joven, "no habría nadie más miedoso en el pueblo, y me tenía que tocar a mí". Lo más parecido a esa clase de héroe que el joven hubiese conocido era el propio Laélides, figura casi de leyenda en la pequeña aldea. Viajero, antiguo soldado del rey, cazador implacable, incluso buhonero y, reconocido por él mismo, contrabandista de ocasión. El abuelo de Lus sí tuvo una vida de acción. Pero el nieto no se preocupaba de esas hazañas de su predecesor. De él prefería los abrazos, las sonrisas de viejo soñador, las manos duras, mas cuidadosas. Ahora su recuerdo del viejo se había visto empañado.
Pero en este momento el chico tenía problemas más inmediatos, problemas sobre vivir o morir. De modo que procuró espabilarse y atender al peligro que acechaba. En aquel lugar cualquier distracción sería fatal. No erraba por un sitio rutinario, ni siquiera lejanamente. Aquellas selvas protegían el hábitat de los ogros. Poco conocía de ellos, tan solo lo que las leyendas y cuentos decían: que pasaban por seres brutales, y ansiosos de comer carne humana; que sentían glotonería por los tiernos filetes de niño. Por si fuera poco, nadie que los hubiera visto volvió para contarlo, por lo que el terror a ellos no era asunto de rumores, sino de realidades. Lo que más miedo le producía, no en vano la coyuntura podía presentarse de sopetón, era si se trataba de criaturas veloces, o al menos tanto como él.
Mientras cavilaba en estas razones llegó a un grueso peñasco, en donde acomodó sus molidas posaderas. El receso le permitió tener una perspectiva general de la sierra. En aquel momento, remontando la parte más alta de la montaña, a poco camino del collado por donde cruzar a la vertiente sur de la cordillera, el dosel forestal había cambiado. El robledal de las laderas bajas había ido cediendo terreno al pino silvestre, menos amigo de las asfixias veraniegas, hasta que la conífera, en las zonas altas, terminó por dominar el estrato arbóreo, constituyendo un bosque monocromo, oscuro, salvo por las excepciones de algún cerezo despistado o, en la divisoria entre laderas, la frágil silueta de rodales de serbal.
No era una selva virgen precisamente. No faltaban sendas y trochas que suavizasen la excursión; indicios de la actividad rutinaria que hasta en esas soledades no faltaba. Incluso para los brutales ogros, había de ser cansado malgastar la vida entera en romper por el sotobosque. El día a día les obligaría a fabricar caminos, y esas bestias, verdaderas apisonadoras vivas, parecían la mejor herramienta de caminero. Le vinieron a Lus muy bien para hacer más llevadera la marcha.
Por otra parte, el objetivo que llevaba no se le despistó en ningún momento; sabía muy bien la dirección a seguir. Jamás se perdía aun en lo más escabroso gracias a su capacidad de orientarse, que era mitad innata, mitad aprendida. Enseñáronle bien la teoría de las estrellas y del Sol, pero a eso él añadía un mudo instinto de pájaro que le valía en cualquier latitud y temporada. No era esta la única ocasión en que se alejaba de los suyos sin más referencias. Ni siquiera la cobertura vegetal le confundía. No mientras la opción de contemplar el cielo se mantuviera abierta, y a él trepar como un mono no le era extraño.
Continuó su marcha, sin hacer ruido, ayudado en sus deseos de mimetizarse por la saya listada, muy a propósito para descomponer la figura entre las luces y sombras. No tuvo ningún otro contacto con ogros por fortuna —el recuerdo le causaba sudores fríos—. En cuanto a los salvajes que atacaron la aldea, su aldea, tampoco supo nada más. Ningún refuerzo acompañó a los expedicionarios presuntamente difuntos. Tal vez, pensó, los hombres salvajes supusieron que nadie saldría vivo de este bosque, y no faltaban razones para sostener dicha impresión, por lo que no les merecería la pena perseguirlo. Dio en acordarse entonces de su madre y por ahí fue por donde empezó a espantarle la idea de que los sucios bárbaros del norte arrasaran su pueblo. Si bien no echaba a un lado la ojeriza a los suyos por el brusco adiós, la distancia que iba poniendo con el terruño y los sustos que le asaltaron en lo que llevaba de jornada habían tundido en parte su espíritu rebelde. Y ya aquellos humos del principio se le disolvieron un poco, no más que un poco. Es verdad que no quería ver a su abuelo y su familia, desgraciados esclavos en quién sabe qué manos si no muertos, pero no terminaba de arrancarse la idea de que le traicionaron al echarle a los lobos de aquella manera.
—A qué tanto enseñarme, tanto alimentarme, palmaditas y risillas, si en realidad, a las primeras mal dadas, me pensaban desperdiciar. Como si alguien lo mereciera. Ale, tú, por las narices, te vas a sacrificar. No importa que te maten, tú te vas de mensajero. Todo lo que han gastado en mí es para esto, para echarme como a uno de fuera —Lus hablaba para sí aún con rabia y dolor.

5 comentarios:

  1. No me puedo creer que tengas un blog... Y no hayas comentado nada. ¡Madre!
    Como dijo ese Macarthur en las Filipinas: "Volveré".
    Un abrazo.
    PD: localizado por google analytics. ejem.

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  2. No recuerdo este texto en Sedice. Me parece tanto estupendo como asombroso. O tienes un léxico fuera de serie o no sé... Además, la historia está bien, quiero decir la narración.
    Poderosa imagen la de tu protagonista perseguido por una manada de lobos.
    Bosque, misterioso bosque-
    Saludos. Dame tiempo y empezaré por el principio.

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  3. Hombre, gracias por pasarte.
    La verdad es que este escrito no lo subí a Sedice. Tenía la ilusión de tener un blog y lo quiero amortizar colgando historias.

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  4. Eso lo entiendo muy bien- Si lo cuelgas, del foro muy pocos vendrán.
    Por cierto, tengo algunas ideas para tu blog...

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